La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

El nuevo Telón de Acero

Viaje a las fronteras de la ansiedad: el nuevo Telón de Acero ruso

El recuerdo del comunismo soviético, la última vez que los países de la frontera con Rusia vivieron al dictado de Moscú, no es particularmente bueno

Una torre de vigilancia rusa se asoma a Lituania en la frontera del enclave de Kaliningrado. Ricardo Mir de Francia

Winston Churchill pronunció a comienzos de la Segunda Guerra Mundial una frase que resume las dificultades que han tenido históricamente los líderes occidentales para descifrar la política exterior rusa. “Rusia es una adivinanza, envuelta en un misterio, dentro de un enigma”. El aforismo ha recobrado toda su vigencia a raíz de la invasión de Ucrania lanzada por Vladímir Putin, una guerra que pocos esperaban y que el Kremlin justificó con una mezcla de viejos recelos hacia la OTAN y argumentos espurios respecto al liderazgo ucraniano o el “genocidio” de la población rusa del país. Nada de eso ha servido, sin embargo, para desentrañar las ambiciones últimas del Kremlin o dilucidar si Putin es un actor racional que ha perdido la cabeza por preservar la seguridad de su país o un déspota revisionista obsesionado con recuperar la grandeza del Imperio Ruso. 

Churchill quiso dar una pista. “Quizás haya una clave“, dijo. "Esa clave es el interés nacional ruso”. Y ese interés ha estado históricamente muy condicionado por la geografía del país más grande del mundo. A diferencia de la España pirenaica o la Italia alpina, Rusia no tiene barreras naturales al oeste de los Urales que favorezcan su defensa. Todo lo contrario. La Gran Llanura Europea se mete hasta la cocina de sus principales urbes europeas, desde Moscú a San Petersburgo, sin más obstáculos que los crudos inviernos rusos. Desde esa ruta llegaron las principales invasiones que el país ha enfrentado en los últimos 500 años: polacos y lituanos en 1605, suecos en 1708, Napoleón en 1812 y alemanes en 1914 y 1941.

La respuesta tradicional de Rusia, que tampoco tiene puertos de aguas calientes con salida directa a los océanos, lo que limita enormemente su proyección como gran potencia y convierte en un asunto vital su control de Crimea en el Mar Negro y Kaliningrado en el Báltico, ha sido expandir sus fronteras europeas hacia el oeste para ampliar su margen de seguridad. Durante el Imperio de los Romanov aquellas fronteras incluían buena parte de lo que hoy es Finlandia, los BálticosPolonia o Ucrania, un país que ha sido siempre pieza indispensable para cualquier líder ruso con ínfulas imperiales. Durante la época soviética llegaron todavía más lejos, hasta la Alemania Oriental por el norte y Yugoslavia por el sur. 

Mapas en continua mutación

Esa serie de consideraciones geográficas e históricas quizás ayuden a explicar por qué las naciones europeas limítrofes con Rusia reaccionaron con un miedo visceral a la invasión de Ucrania y el renovado expansionismo ruso. Sus mapas han sido un corta y pega constante en los últimos siglos, siempre a merced de la potencia regional de turno, fuera Suecia, Polonia-Lituania, Prusia y luego Alemania o Rusia, la más tenaz de todas. Todas reaccionaron volcándose en su apoyo a Ucrania, aumentando su gasto en Defensa y modificando su paradigma de seguridad. Finlandia ha abandonado su no alineamiento para integrarse en la OTAN. Los Bálticos han solicitado bases permanentes de la Alianza en su territorio y, en el caso de Letonia, han reactivado el servicio militar obligatorio. Mientras que Polonia, el país más importante de la región, aspira a prácticamente triplicar el tamaño de su ejército, que pasaría de unos 115.000 militares activos a cerca de 300.000. 

Por sus terribles experiencias durante la Segunda Guerra Mundial, cuando ninguna potencia europea se dio demasiada prisa por impedir que nazis y soviéticos ocuparan la región, sus capitales tienden a confiar más en Washington que en Bruselas para dormir por las noches. Quizás con la excepción de Helsinki, que se pasó la Guerra Fría haciendo equilibrismos para no ser fagocitado por su vecino ruso. Una política -la finlandización- que uno de sus caricaturistas describió como "el arte de inclinarse hacia el este sin enseñarle el culo al oeste".

El recuerdo del comunismo soviético, la última vez que el grueso de la región vivió al dictado de Moscú, no es particularmente bueno. Y la mayoría ha optado por educar a su población para que no olvide las purgas, las deportaciones y las privaciones de aquel capítulo de su historia. En Riga se puede visitar el Museo de la Ocupación de Letonia; en Varsovia, el Memorial a los Presos Políticos de Stalin, por poner dos ejemplos. 

La vulnerabilidad de los Bálticos

Mirando al futuro, también la geopolítica contiene algunas claves sobre las perspectivas de cada uno de ellos. Los más vulnerables son los países Bálticos, unidos al resto de Europa occidental por los 90 kilómetros del corredor Suwalki, descrito a menudo como “el Talón de Aquiles de la OTAN”. Particularmente Estonia y Letonia mantienen además una nutrida comunidad rusa entre su población, cerca del 25%, un factor explosivo dada la tendencia del régimen de Putin a desestabilizar y justificar sus intervenciones en el “extranjero cercano” por la necesidad de proteger a las minorías rusas. 

Para los polacos Ucrania es su zona de seguridad, lo que explica en por qué se han volcado tan generosamente con un vecino con el que mantenían serias diferencias históricas. "Si cayera Kiev, Varsovia sería la siguiente’, es una de las frases escuchadas en sus calles. De todos los países fronterizos de la UE, Finlandia es el que más seguro se siente, ya sea porque tiene el ejército más poderoso del norte de Europa o porque nunca llegó a ser absorbida por la Unión Soviética. Sí lo fueron las repúblicas bálticas, mientras Polonia fue un satélite comunista.

Lo que es evidente en todos ellos es que el miedo de los compases iniciales de la guerra ha dejado paso a una inquietud más comedida, derivada las dificultades que está teniendo el ejército ruso para imponerse en Ucrania. A Moscú ya no le quedan demasiadas simpatías en la región, por más que el ruso se siga escuchando en sus calles. Más bien al contrario. A sus gentes les gustaría que se cumpliera la advertencia que cuelga de uno de los rascacielos de Vilnius, la capital lituana: “Putin, (el tribunal de) La Haya te está esperando”. 

Compartir el artículo

stats