Durante el periodo de confinamiento descendió el número de casos de acoso escolar en España, lógico en tanto que los escolares no mantenían contacto físico directo. Sin embargo, no debemos hablar de que el acoso desapareciera, ya que otras formas –como el ciberacoso– se incrementaron en 2021 mostrando, según la Fundación ANAR, que uno de cada cuatro estudiantes fue testigo de situaciones de este tipo. En los años anteriores a la pandemia, el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte venía registrando un incremento del acoso escolar (en 2017 +11,65%, frente a 2016), a pesar de las campañas de sensibilización y la mediatización de esta problemática. Se deduce de ello un par de ideas importantes: la primera se localiza en el trasvase de casos de acoso a ciberacoso, evidencia de la complejización de la vida de los jóvenes en un contexto que cambia de forma acelerada; la segunda, incluso más importante, que esta realidad es reflejo de que el centro educativo es un espacio de socialización –una sociedad en miniatura o un elemento intrínseco de los espacios sociales– que requiere de, además de instrucción, una aproximación educativa multidimensional, integral e interdisciplinar que se focalice también en la adquisición de competencias sociales.

No es difícil imaginar la complejidad de la vida adolescente en el momento actual. Si en la vida adulta el desarrollo de proyectos vitales enfrenta retos mayúsculos –las sucesivas crisis recientes no cesan en recordarlo–, en la adolescencia los desafíos no son menores. Erik Erikson, psicólogo alemán que dedicó su vida académica al análisis del proceso evolutivo a lo largo de toda la vida, señalaba la etapa adolescente como un momento de inestabilidad que apeló como crisis vital: un escenario en el que la construcción de la identidad deja de estar circunscrita a la familia, principalmente la nuclear, para que los iguales –amigos y no tan amigos– generen una influencia muy relevante. Esos lazos con iguales tienen lugar principalmente en la escuela, de modo que las reglas de convivencia generadas en los centros educativos son el aprendizaje de usos sociales que adolescentes generalizarán a cualquier contexto presente y futuro. No queda más remedio, entonces, que asumir que la institución escolar debe comprenderse como un escenario tejido inexorablemente a cualquier otro campo social: incluyendo los mismos problemas generales, junto a los específicos de esta edad y contexto. La escuela no debe ser ciega o evitativa de los hechos sociales que atravesamos, ya que esa evitación es rápidamente incapacidad, sino que está llamada a enfrentar estas situaciones para descubrirse como referente, como ejemplo y como radical solución.

Por ello, ante problemáticas difíciles no hay recetas simples. Ante un contexto de cambio y complejidad creciente, no hay opción para aproximaciones sencillas. Hemos de repensar el modelo educativo de manera integral, y eso implica varias cuestiones ineludibles.

La primera, entender el centro educativo como el epicentro social; donde se gesta el presente y, sobre todo, el futuro de nuestra convivencia. Por ello, se antoja necesario entender los colegios e institutos como espacios íntegramente vinculados a la comunidad en la que se encuentran. Las puertas y ventanas de estos edificios han de mantenerse abiertas y atentas a su entorno, para que el estudiantado que lo habita comprenda el mundo en el que se encuentra, con su crudeza y su oportunidad. También, para que haya una capacidad de influencia hacia afuera: el centro educativo representa espacio de creación y convivencia, con potencialidad de modular el entorno para, de manera directa, mejorarlo. De nuevo, la educación en el centro, y el centro educativo, epicentro social.

Para abordar esta dinámica necesaria, retomamos la idea de que la orientación educativa necesita trascender la instrucción académica para transmitir también un abanico competencial que permita construir entornos y futuros habitables. El reto es mayúsculo, y aquí la Educación Social tiene un papel fundamental. La Educación Social como disciplina del ámbito educativo con la característica y potencialidad de responder a demandas sociales exigentes y cambiantes. Generar oportunidad de desarrollo frente al conflicto; convivencia ante el desencuentro, o participación y compromiso como antídoto de la apatía son las herramientas con las que la Educación Social puede transformar un escenario social como el educativo formal, y a las personas que lo habitan.

La progresiva incorporación de profesionales de la Educación Social en los centros escolares pretende representar una respuesta a las dificultades de inserción y convivencia escolar de una parte de la población infantil y adolescente. La presencia de las y los educadores sociales se plantearía como propuesta ante las problemáticas vividas hoy en las escuelas, las cuales, en ocasiones, no encuentran herramientas para gestionar por sí solas estos desafíos, o hallan límites al tratar de extender su acción más allá del entorno escolar.

En Asturias la tarea sigue pendiente, mientras que en otras comunidades, como Galicia o Castilla-La Mancha, la incorporación de educadores y educadoras sociales a los centros educativos da sus frutos. Por ejemplo, en los centros educativos gallegos el proyecto “Dorna” se inició en 1998, hace más de 20 años. Formuló una propuesta de trabajo preventivo dirigida a la promoción de la salud, entendida desde una visión integral. Una visión de salud que permite una educación ante situaciones que apelan a los jóvenes, como la adicción al juego de azar online o la convivencia en redes sociales con las que comenzamos nuestro argumento. Dejar fuera de nuestros centros la Educación Social supone, ante todo, dejar fuera un derecho que el estudiantado tiene reconocido. No nos lo podemos permitir.