"Lolín" Fernández custodia la memoria obrera de Coruño: "Fue una maravilla"

Criado en el barrio nacido a la sombra de la fábrica de explosivos, lamenta la desaparición de aquel vergel: "es una pena que no se haya conservado"

José Manuel "Lolín" Fernández, ante la capilla de Coruño

José Manuel "Lolín" Fernández, ante la capilla de Coruño / Luján Palacios

Luján Palacios

Luján Palacios

Hubo un tiempo en que Coruño, en Cayés, era una suerte de paraíso terrenal para decenas de familias. Una pequeña arcadia feliz nacida a la sombra de la Compañía Anónima de Explosivos, creada en 1895 en una ería del barrio llanerense por Indalecio Corujedo, Justo Guisasola y José Tartiere, e integrada en 1898 en la denominada Unión Española de Explosivos. Un niño nacido en 1936 tuvo la “inmensa suerte” de criarse en el poblado obrero que se levantó para los empleados de la fábrica. José Manuel Fernández González, “Lolín”, cuenta ya casi 89 años, pero el paso del tiempo no le ha borrado ni un ápice de la memoria de aquellos días en Coruño, en un pueblo con viviendas de estilo inglés, jardines, gallineros, cuadras, avenidas arboladas, casino, escuela, bolera, fuente, consultorio médico, biblioteca, zona deportiva, cooperativa obrera y capilla. Esta última, desacralizada y convertida en templo de “skaters”, es el único vestigio que queda en pie de la infancia de “Lolín”. “Todo se perdió, es una pena muy grande porque esto fue un espacio único, muy avanzado socialmente, en el que vivió mucha gente y donde fuimos muy felices”, rememora.

Nacido en Lugo de Llanera en tiempos de Guerra Civil, “Lolín” se trasladó con unos cinco años al poblado bautizado como “Tartiere” con su familia. Porque “mi padre y mi abuelo fueros los dos trabajadores de la fábrica de explosivos”, explica. Así que les concedieron una vivienda en un vecindario en el que llegaron a ser “unos 200, había mucha gente”. La vida del llanerense ha sido intensa: empezó como aprendiz en la Escuela de Formación Profesional de la Fábrica de Armas de Oviedo y en el año 1956 ingresó en la Unión Española de Explosivos como técnico en la oficina de proyectos y obras de las fábricas de Cayés y Lugones. En 1963 fue nombrado jefe de talleres y servicios hasta el cierre de las fábricas en el año 1972. Se trasladó entonces a Galdácano (Vizcaya) y en el 75 volvió a la fábrica de explosivos de la Manjoya, hasta que se prejubiló. No faltaron avatares por el medio: en 1958 fue llamado a filas para combatir en la guerra de Ifni, en Marruecos. “Mi hijo tenía quince días y estuve fuera 16 meses; cuando regresé ya caminaba, hablaba y hasta cantaba”, recuerda “Lolín”.

Pero sus pensamientos más felices son los relacionados con su vida siempre en el entorno de Cayés, primero en el barrio obrero y luego en varias casas en los alrededores. Hoy en día sigue residiendo a un paso de lo que fue el poblado obrero, transformado en el polígono de Asipo y sobre el que ha escrito varios artículos para preservar su memoria. “Era una gozada vivir aquí: teníamos una escuela buenísima, con maestros que aplicaban criterios pedagógicos muy adelantados a su tiempo, con excursiones en tren para conocer cosas interesantes, con muy buenos medios materiales”, resume. A ello se suma la libertad de crecer en un entorno seguro, un pueblo en el que se conocían todos, en el que contaban con todas sus necesidades cubiertas y en el que llegó a haber “ocho bares a lo largo de la carretera”. Tal fue la pujanza económica propiciada por la fábrica, que permitió incluso que “el poblado contara con saneamiento, algo impensable en aquella época”.

Tenían su propio suministro de agua para un total de 62 viviendas, y se estima que la población en los años 50 era de casi 250 habitantes. En el patio del colegio se construyó un mapamundi en relieve de ocho metros de diámetro para aprender jugando, el Casino- Teatro se llenaba con las actuaciones de la Compañía Asturiana de Comedias, el campo de fútbol de “Las Artosas” y el frontón tenían gran demanda, los fines de semana se reforzaban los servicios de autobús para ir a Oviedo, porque “a la gente le gustaba pasar el domingo en la capital”, y cuando había partido, “más de lo mismo”. Por la fiesta de la patrona, Santa Bárbara, se organizaban enormes descargas de pólvora que se oían en kilómetros a la redonda, y la capilla fue escenario del paso de la vida de sus habitantes: el mismo “Lolín” contrajo matrimonio en ella con su esposa, Josefa Isoba, “Pepita”. “Estuvimos casados 64 años, nos criamos aquí, juntos”, apunta.

De todo lo que fue, Coruño se ha convertido en una sombra del pasado, con su capilla solitaria en medio del polígono industrial. “Lo que pasó aquí, no debería haber pasado. Todo se echó abajo y no se conserva nada de lo que fue una maravilla. Las máquinas antiguas que se cuidaban con mimo acabaron en la chatarra, y de los más de 470 árboles del poblado, se talaron casi todos, quedan unos 30”, enumera con pena Fernández. Él es uno de los últimos guardianes de la memoria de aquel vergel en el que se trabajaba y se vivía con alegría, en el que los niños criaban conejos y crecían felices para continuar con la labor de sus padres. Un modelo que “pasó a la historia”. Pero que vive para siempre con “Lolín”.

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