El legado de Pin, un padre ejemplar

Maruchi y Crisanto Alonso Álvarez

Pin de la Quinta nació en julio de 1936, pocos días después del inicio de la Guerra Civil española. No era el mejor momento, desde luego, pero esas fueron sus circunstancias cuando respiró por vez primera fuera del útero de mi abuela Sara, en Ables (Llanera). Y en Llanera vivió siempre, en un radio de pocos kilómetros, y allí se despidió de todo el domingo 13 de noviembre sobre las 18.30 horas, en el salón de su piso de toda la vida, al lado de la mujer de su vida (60 años juntos, nada menos...). Yo (su hija) llegué casi a la vez que él se iba. Él no solía llegar tarde a ningún sitio, y este viaje era importante.

Pin fue un hombre muy sencillo, como este breve nombre por el que todos le conocían. Su nombre completo: Crisanto (por su padre) José Manuel: demasiado largo para un hombre humilde, como era mi padre.

No pudo ir a la escuela: entre la guerra y la postguerra, había que ganarse el pan. No nació nadando entre dinero, precisamente. Tenía siete años cuando empezó a trabajar, ayudando en el campo, llevando aperos de trabajo y agua a los adultos. Su infancia fue breve, ya ven. Sus huesos crecieron y se formaron mientras trabajaba, y así siguió toda la vida, mientras pudo. Y cuando llegó el momento, y tener un título académico fue importante para mejorar su nómina, para su familia, estudió y se sacó el Graduado Escolar (debía de tener casi 40 años), y lo hizo con buenas notas y sin tiempo apenas, porque era listo y sabía luchar.

Siempre quiso que nosotros, sus hijos, viviéramos de otra forma, que viviéramos mejor. Aunque sabemos que fue una sorpresa para él que los dos estudiáramos una carrera universitaria sin problemas y sin mucho dinero. Quería ayudarnos a encontrar trabajo y sabía que en ese mundo no podría hacer nada por nosotros, ¡no era el suyo...! Pero lo que no sabía es que su cara cuando le decíamos que todo iba bien, que pasábamos a otro curso, que las notas eran buenas, y que ahí seguíamos, era suficiente ayuda para nosotros. Yo le decía: "Papá, ¡un notable en anatomía!". Y él contestaba: "Muy bien, hija". Y añadía: "¿Y qué sacaron los demás?". Yo me enfadaba ante esa pregunta, pero a su manera él sabía lo que era competir para trabajar, y nosotros éramos gente sencilla (creo que ese era su temor).

Nunca faltaron libros, ni nada que fuera verdaderamente necesario. La verdad que no sé como lo hizo, o sí... Trabajando en dos sitios (mañana y tarde), y prescindiendo de cualquier lujo para sí mismo. Igual que no faltaban aquellos pequeños paquetitos de Diego Verdú que guardaba para el día de Nochebuena. No como ahora, que la Navidad empieza en octubre y el turrón ya no sabe a nada.

Hace tiempo que su cabeza ya no estaba con nosotros. Pero esta Navidad estamos echándote mucho de menos, papá... Aunque la Navidad ya no significara nada para ti desde hace unos años.

Nunca estuvo al paro, eso no. Ni parado, en sentido literal, porque siempre tenía algo que hacer: la plancha que no funciona, el aceite del coche, la lámpara del salón que se ha fundido una bombilla, el lavabo que se ha atascado, esta mesa que cojea, este grifo que gotea, la persiana que se atasca... Pin sabía hacer de todo.

¡Mi padre sí que fue un súper héroe! No había nada que no pudiera arreglar. Y por eso nuestra despensa era como una ferretería (pero de las de antes, las de verdad, que tenían de todo), y los cajones pesaban tanto que costaba abrirlos. Aún pesan, porque allí siguen sus cosas. Cualquier cosa necesaria en la familia, la tenía mi padre. Yo siempre viví convencida de eso, y segura de que podía arreglarlo todo, porque así era.

Se jubiló con 65 años, y estaba bien. Venía a mi casa y llevaba a sus nietos al instituto en coche (cinco minutos de coche, pero así no pasaban frío, aunque fuera primavera). Poco a poco, fuimos viendo que esa tarea empezaba a resultarle complicada. Estaba más torpe, más lábil, caminaba peor, se emocionaba más. Y ese fue el comienzo de la única enfermedad que pudo postrarlo, primero en una silla y luego en una cama.

En los últimos años, antes de enfermar, escribía mucho. Nos pedía agendas viejas y escribía diariamente. Escribía las memorias de su vida. Al principio, yo no me interesé por eso, pensé que era una forma de entretenerse tras la jubilación, de ocupar un montón de tiempo que nunca tuvo para sus hobbies. Pero en esos escritos nos ha contado muchas cosas de su vida, sus emociones, sus creencias; y los guardaremos como la mejor de las herencias. Igual fue más consciente de lo que pensábamos de su pérdida de memoria en los primeros años. Y quería recordar.

Pin vivía conforme con lo que tenía, y "tan contento": durmiendo cuatro o cinco horas solamente, y siempre en movimiento. Primero con su trabajo, luego con su casa, con sus hijos, con sus nietos... Igual pasaba la aspiradora que a primera hora bajaba a comprar un croissant para el desayuno de mi madre, cuando se despertara.

Estas cosas recuerdo ahora, y muchísimas más.

Y, aunque ya no nos conocías, y parecías estar en otro mundo, ajeno a este, quiero pensar que cuando de vez en cuando mirabas más fijamente, aunque con extrañeza, a tú alrededor, tú también recordabas esas cosas, y otras más. Y que eran buenas.

Te has llevado una parte de nosotros, pero nosotros te guardaremos en el corazón, papá.

Gracias, Pin. Gracias por todo.