Eran tiempos de orgullo, no de risa. Y decir orgullo negro en la Sudáfrica de la época era sinónimo de desafío. En 1960, Mandela fue arrestado junto a otros compañeros y retenido sin orden judicial en una comisaría de Newlands, Ciudad del Cabo. Un joven uniformado se refirió a él como Nelson. "No soy Nelson para ti -respondió-; para ti soy el señor Mandela". El orgullo y la dignidad que Mandela quería para todos los sudafricanos no cabían en aquella Sudáfrica. Pronto llegaron la clandestinidad y la lucha armada. Kathrada vivió en la línea de decisión el trasvase de la resistencia pacífica a la de la pólvora. "La respuesta del gobierno del apartheid, lejos de escuchar las quejas de la gente, fue responder con leyes aún más estrictas. Una y otra vez. Vimos que todos los esfuerzos de acciones no violentas, boicots, manifestaciones, huelgas, resistencia civil no funcionaban".

La cárcel era cuestión de tiempo. "Recuerdo que era un frío día de invierno y se convirtió en un día gélido. Nos sentimos como congelados. Fuimos llevados a la prisión de Johannesburgo...". La cadena perpetua de Mandela pilló a Denis Goldberg en la sala de estar de la granja Liliesleaf viendo como entraba la policía. En la habitación de al lado, la cúpula de la resistencia antiapartheid trazaba un plan para derrocar al gobierno en una mesa repleta de papeles con la letra de Madiba, que en ese momento estaba detenido. Él les había pedido mil veces que destruyeran sus notas y no lo hicieron. Tras ese día, Goldberg, el único blanco del grupo, Mandela y otros seis líderes pasarían la mitad de la vida en prisión.

"Cuando me conducían a la cárcel -recuerda Goldberg- ya era de noche, y miré al cielo para ver las estrellas. Sabía que era la última vez que las iba a ver. O por lo menos no las vería en mucho tiempo. Un joven policía se me acercó y me dijo: ´No hace falte que busques el modo de escalar esos muros, nunca más saldrás de aquí´".

Mandela estaba vigilante el día del juicio, con su habilidad para percibir los momentos clave de la historia y estar preparado. Querían convertir el proceso contra la resistencia antiapartheid en un juicio al sistema de leyes más racista del mundo, y sólo tenían palabras para conseguirlo. La pena de muerte era probable. "Me hizo creer; Mandela nunca dudó", asegura Bizos, quien formaba parte del equipo de abogados defensores. Se había pasado toda la noche dando vueltas al discurso desafiante que iba a pronunciar Mandela, en el que iba a decir que estaba preparado para morir por el ideal de una sociedad libre e igualitaria. Bizos se levantó muy temprano y fue al juzgado a ver a su amigo para plantearle añadir tres palabras al discurso. Sólo tres palabras. Mandela le escuchó, alcanzó un bolígrafo y las añadió. Luego, ante el juez y el mundo, dijo que perseguía un ideal por el que, "si es necesario", estaba dispuesto a morir. Ese día fue el apartheid quien empezó a morir. Treinta años después, ya libre, Mandela invitó a cenar al juez que le había condenado ese día.

Cuando se pregunta cómo Mandela pudo soportar 27 años en prisión, Goldberg, 22 años entre rejas, responde por él: "No nos sentíamos culpables de nada, y eso fue clave para sobrevivir". Para Mandela y sus compañeros, la prisión fue una universidad. En una ocasión, un amigo le preguntó cómo había hecho para dejar de ser el machista redomado que era de joven y convertirse en defensor de los derechos de la mujer. Respondió que en la cárcel de Robben Island había tenido tiempo para leer y pensar. Una vez libre, seguía buscando un sillón en una esquina para cavilar durante largo rato. Verne Harris, jefe del centro de Memoria de la Fundación Mandela, se rinde ante eso. "Esa manera de reflexionar sobre las pequeñas cosas, aceptar sus errores y pedir disculpas hacen de él un hombre especial y un ser humano excepcional", señala.

Kathrada llegó en el mismo furgón que Mandela a la cárcel de Robben Island. Desde el primer gesto, se dio cuenta de que su camarada iba a aprovechar la estancia entre rejas para erigirse en el futuro presidente del país. "Ocurrió al principio: a Mandela le ofrecieron vestir lo mismo que nosotros, los indios: pantalones largos; además de recibir pan y mejor comida. También le ofrecieron eximirle de los trabajos forzados, porque debíamos trabajar en la cantera con picos y palas, pero lo rechazó. Dijo: ´Cuando todo el mundo sea tratado igual, entonces lo aceptaré, hasta entonces no aceptaré´. Así que rechazó tener un trato preferencial".

Sólo al final de su condena, cuando fue trasladado de Robben Island a la cárcel de Victor Verster, saboreó su victoria. En sus últimos meses en prisión se encaprichó por una marca de champú. Los guardianes le dijeron que se había agotado de las tiendas. Mandela, que aprendió la lengua afrikáans en la cárcel, insistió hasta que uno de los guardias no tuvo más remedio que recorrer varios supermercados y volver con dos bolsas cargadas de aquel champú. Hoy, a cincuenta metros de la prisión, hay una estatua de Mandela con el puño en alto.

Madiba hacía de la vida una concatenación de pequeños triunfos, aunque algunas batallas dejaban cicatriz. En una ocasión, fue a cenar a casa de Joel Stransky, jugador de rugby que anotó todos los puntos de su equipo de la final del Mundial de 1994, que ganaron los Springboks y Mandela convirtió en una celebración de hermandad para el país. Antes de ir a casa de la familia Stransky, puso una condición: cangrejos, no. "Se había hartado de comerlos en Robben Island y decía que ya no los soportaba más".

Mandela fue presidente e hizo bandera del perdón, pero dejó el poder tras un solo mandato. Incómodo con las alabanzas -en una sesión de fotos, hace unos años, preguntó si le podían tomar imágenes sólo de sus manos, que su cara se veía siempre demasiado-, trató de alejarse del artificio, de lo material. En los archivos de su fundación, hay cientos de regalos que descansan casi ignorados. La camiseta firmada de Argentina que Maradona le envió durante el Mundial de Sudáfrica está arrugada sobre una mesa, en un rincón.