El asesinato del fotoperiodista hispano-francés Christian Poveda en los suburbios de San Salvador ha devuelto al primer plano mediático a las maras, las bandas delictivas más peligrosas del planeta. Poveda pagó caro el haberse atrevido a mostrar la realidad de estos grupos desde dentro, hasta el punto de haber sido testigo de siete muertes durante la grabación del documental que dirigió, «La vida loca». Sus presuntos asesinos fueron detenidos esta semana.

Pero las maras nunca salieron de las portadas de los medios en Centroamérica, donde su actividad delictiva es tan cruel e incontrolable que llega a amenazar a la democracia y a la gobernabilidad de varios países. El fenómeno de las bandas juveniles tiene un origen muy particular. La causa primigenia, el caldo de cultivo y las consecuencias están en Centroamérica, especialmente en El Salvador y en la comunidad hispana de Estados Unidos. El nacimiento, la causa posterior y su «entrenamiento» se ubican en la ciudad de Los Ángeles.

En la California de los años cincuenta, los jóvenes rebeldes, descontentos con la realidad de su época y marginados de una sociedad que no les tenía en cuenta, empezaron a agruparse en pequeñas bandas que se disputaban el dominio del barrio o de cierta calle a base de puñetazos, navajas y bates de béisbol. Algunas de esas bandas crecieron y se volvieron más violentas, ampliando sus actividades y relacionándose con el crimen organizado, como los Crips and Bloods. Hartas de pelarse entre ellas, encontraron un enemigo común en los latinos que empezaban a hacerse notar en la década de los setenta. Mayoritariamente mexicanos, los jóvenes latinos se agruparon también en bandas, copiando el sistema de las bandas estadounidenses, y se instalaron en el territorio que va de la calle 10 a la 20, en el South Central angelino.

Con el tiempo llegarían las drogas duras (para consumo y para tráfico), las AK-47, que reemplazarían los bates de béisbol y los tratos con los cárteles del narcotráfico y la mafia. En los años ochenta, la llegada masiva de refugiados de las guerras civiles centroamericanas hizo crecer exponencialmente a las bandas. La «tierra prometida» no era tal, y los hispanos fueron segregados y empujados a los suburbios. En las bandas los jóvenes encontraban la contención que no recibían en sus familias, destrozadas por la guerra y la posterior marginación. Pertenecer a un grupo les daba el poder que la vida les negaba y les granjeaba el respeto y el temor que no podían obtener de otra manera. Muchos de esos jóvenes refugiados tenían experiencia militar acumulada en los conflictos bélicos que sufrieron en sus países de origen, lo que dotó a las maras de un estilo violento muy eficaz y disciplinado.

En 1996, el Congreso estadounidense aprobó una ley por la que cualquier extranjero que pasara más de un año en prisión debía ser deportado a su país de origen. Así, entre 2000 y 2004, casi 20.000 jóvenes fueron expulsados de Estados Unidos y repatriados a El Salvador, Nicaragua, Honduras y otros países centroamericanos, de manera irresponsable, sin enviar los antecedentes policiales, lo que impedía a los gobiernos que los recibían continuar el proceso judicial. En consecuencia, las calles se llenaron de ex convictos, que rápidamente empezaron a reagruparse sobre la base de las bandas a las que habían pertenecido en Los Ángeles. Las bandas comienzan a crecer y se produce una verdadera invasión. De ese fenómeno de crecimiento se deriva el nombre de «mara», que hace referencia a la marabunta, la plaga de hormigas carnívoras que sembraba el pánico en la película homónima protagonizada por Charlton Heston en 1954.

Las bandas más grandes y violentas son la Mara Salvatrucha y la Mara 18. La primera se originó en la calle 13 de Los Ángeles (también se la conoce como Mara 13) y en su origen estaba integrada en su práctica totalidad por salvadoreños («Salva» por salvadoreños, «trucha» en su jerga significa listo, astuto). La Mara 18, como su nombre lo indica, proviene de la calle 18 de Los Ángeles y su nombre original, con el que todavía la llaman muchos de sus miembros, es 18th Street Gang.

Pero no todas son diferencias entre ellas. Coinciden en la crueldad de costumbres y en la ilegalidad de sus actos.

Para ser miembro fijo en las maras hay que pasar por la prueba de ingreso o «dar el brinco». Para los hombres, la prueba consiste en ser golpeado y pateado salvajemente por varios miembros de la mara durante 13 segundos en el caso de la Mara 13 o 18 segundos en la Salvatrucha. El aspirante a pandillero no puede defenderse, apenas cubrirse lo mejor posible de la lluvia de golpes. Para las chicas, hay dos alternativas de «graduación»: la golpiza que reciben los varones o acostarse con el jefe de la «clicka» (célula de la mara) y otros dos hombres que él elija.

Los miembros de las bandas son claramente identificables por los numerosos tatuajes que lucen en todo el cuerpo, dibujos que relatan los hitos importantes en sus vidas de «mareros». Para ganarse los tatuajes hay que realizar tareas, y los más importantes son los que «certifican» el haber asesinado a algún enemigo de otra mara o a un policía. La muerte de un policía es el salvoconducto para escalar en la banda. Para ser «macizo» (jefe de «clicka») es casi indispensable haber «jaqueado» (asesinado) a un «chucho» (policía). Cuanto más «manchado» (tatuado) esté un marero, más prestigio tiene entre sus «compadres» o «homeboys», compañeros de banda. El tatuaje también se convierte en su condena, marcados de por vida por su etapa pandillera. Aquellos arrepentidos que han querido dejar la vida delictiva se autodenominan «muertos vivos»: serán perseguidos por la mara enemiga, que reconocerá sus tatuajes, por la Policía, que detiene a cualquiera que tenga «manchas» mareras, y hasta por sus propios ex compañeros de mara, que no permiten a nadie abandonarlos, la peor traición que puede cometerse, sólo superada por la delación.

La actividad marera se financia por tres vías: el tráfico de drogas, el «impuesto» de protección al estilo mafioso (sobre todo a prostitutas) y el dinero que sus familias envían desde Estados Unidos. Su poder es tan grande que incluso las cárceles en El Salvador se dividen por maras. Nunca se mezclan detenidos de distintas bandas en un pabellón e, incluso, hay centros penitenciarios enteros dedicados a albergar presos de M18 o Salvatrucha. Los líderes detenidos tienen a veces más poder que los propios directores del centro penitenciario y deciden quién puede acceder al predio y quién no. De los 120.000 presos que hay en El Salvador, uno de cada tres pertenece a una mara, lo cual tampoco parece tanto si se tiene en cuenta que entre el 60 y el 70% de los delitos en ese país están relacionados con las bandas, que han convertido a El Salvador en uno de los países más violentos del continente. En 2007 se contabilizaron 3.500 homicidios, sobre una población de 5.700.000 habitantes.

Las autoridades de los países más afectados por la actividad de las maras centran su política en forma casi exclusiva sobre la represión policial, dejando en manos de ONG o iglesias la tarea de rehabilitar mareros arrepentidos. La mayoría de las asociaciones que trabajan con mareros están formadas por ex miembros de las bandas, que ayudan a otros a alejarse de la delincuencia. Y de la verdadera causa del problema, la pobreza, la marginación, la falta de trabajo y oportunidades, tampoco se ocupan con eficacia los gobiernos centroamericanos.