«Severo Ochoa es uno de los grandes pioneros de la biología molecular, un miembro destacado de ese selecto grupo de científicos que intuyeron que eso que llamamos "vida" puede ser básicamente explicado a través del estudio de las estructuras, funciones y transformaciones de un pequeño conjunto de macromoléculas».

El juicio es formulado por Carlos López Otín, catedrático de Biología Molecular de la Universidad de Oviedo, quien conoce a fondo no sólo la trayectoria del científico luarqués, sino también las repercusiones de sus hallazgos en la evolución posterior de la disciplina a la que se dedica.

Otín llegó a coincidir con Ochoa en los años ochenta del siglo pasado. El escenario de estos encuentros fue el Centro de Biología Molecular, que, emplazado junto a la Universidad Autónoma de Madrid, lleva el nombre del Nobel asturiano. Con más de 80 años de edad Ochoa continuaba yendo casi a diario por el centro. Le gustaba hablar de ciencia con algunos de sus discípulos más cercanos (Margarita Salas, Eladio Viñuela, César de Haro...) y también con los jóvenes investigadores que iban incorporándose a un equipo científico cuya puesta en marcha había inspirado él mismo. Entre estos últimos figura Carlos López Otín.

¿Por qué le dieron el Nobel a Severo Ochoa? Los campos de acción del científico asturiano fueron numerosos, aunque relacionados entre sí. Destacó en casi todos ellos, pues lo que diferencia a un científico genial de uno del montón es la capacidad de detenerse, observar un proceso, captar la esencia de la cuestión y desentrañarla parcial o totalmente.

«Algunos de los hallazgos de Ochoa han sido determinantes en la evolución de la biología molecular», explica Otín, quien, puesto a elegir uno de ellos, se queda con el desciframiento del código genético, un logro que al que «contribuyó de manera decisiva», aunque no exclusiva.

La explicación de este avance requiere detenerse y tratar de esclarecer algunos conceptos. La bioquímica -la química de la vida- tiene un lenguaje propio, un código específico. Los padres transmiten información a sus hijos fundamentalmente a través de la palabra. Pero la transmisión de la vida se lleva a cabo a través de un código genético que hasta hace poco más de medio siglo era una incógnita. No se entendía ese lenguaje que propicia que cualquier célula de cualquier organismo pueda traducir el lenguaje nucleotídico de los ácidos nucleicos portadores del mensaje genético al lenguaje aminoacídico de las proteínas. Estas últimas -las proteínas- son las responsables de ejecutar las instrucciones contenidas en dichos mensajes genéticos. Por eso es fundamental ese proceso de «traducción» del mensaje.

Pues bien, el científico asturiano fue un destacado artífice tanto del desarrollo de herramientas moleculares que permitieron abrir el camino para la descodificación como de la elucidación de algunos de los vocablos del código.

«Evidentemente, el código genético ha tenido una repercusión enorme, porque es la clave que traduce la información de nuestros genes a las proteínas. Tiene repercusión en toda la actualidad, por ejemplo, en la secuencia del genoma», subraya Margarita Salas, bioquímica asturiana unida a Ochoa por el doble vínculo de pariente y discípula.

Y, sin embargo, a Ochoa le dieron el Nobel antes del desciframiento de la clave genética. Se lo otorgaron por su descubrimiento de la polinucleótido fosforilasa, una enzima que le permitió sintetizar por vez primera ácido ribonucleico (ARN) en el tubo de ensayo. El ARN desempeña una función crucial: transmitir a las células, a cada célula, la información genética contenida en el ADN. Es, por consiguiente, un factor clave dentro de la cadena de transmisión de información desde el ADN a las proteínas.

Estos hallazgos no han alcanzado nunca la extraordinaria resonancia del descubrimiento, a cargo de James Watson y Francis Crick, de la estructura en doble hélice del ADN. Pero unos y otros, junto a la definición -por parte de Arthur Kornberg, discípulo de Ochoa, con quien compartió el Nobel- de los mecanismos de replicación del ADN, «se sitúan entre los hitos fundamentales sobre los que se ha cimentado el desarrollo de la biología molecular», resume Carlos López Otín.

A la vista de los acontecimientos posteriores, no es exagerado catalogar a Severo Ochoa como uno de los precursores de la moderna biología molecular. Un adelantado en la crucial tarea de leer -y enseñar a leer- el «libro de la vida». Un investigador de curiosidad innata e inusual inteligencia que ganó un premio Nobel y que tal vez se hizo acreedor a otro, aunque los laureles de la Academia sueca por descifrar el código genético se los llevan, en 1968, Marshall Nirenberg y Gobind Khorana.

Esa innata curiosidad de Ochoa ya se había puesto de relieve en su Luarca natal. Nacido el 24 de septiembre de 1905, fue el menor de la numerosa prole de Severo y Carmen, un matrimonio que durante años residió en Puerto Rico y que retornó a España con el tiempo justo para que su hijo pequeño naciera a orillas del Cantábrico. Desde su infancia, Severo se convierte en un «entusiasta observador de la naturaleza», según confesión propia.

En Madrid, en la primera mitad de los felices años veinte, Ochoa comienza los estudios universitarios. Con 22 años publica su primer libro, «Elementos de bioquímica», como colaborador del profesor José Domingo Hernández Guerra. No llegó a tratar personalmente a Santiago Ramón y Cajal, premio Nobel de Medicina en 1906, pero años más tarde comentará que trató de organizar su vida «tomando a don Santiago como modelo y pensando siempre en él».

En 1936, poco después del inicio de la Guerra Civil, Ochoa abandona España en busca de un clima idóneo para hacer lo que siempre ha aspirado a hacer: ciencia con mayúsculas. Tras una breve estancia en París, el investigador y su esposa (se había casado en 1931 con Carmen García Cobián) se instalan en Heidelberg (Alemania). La represión nazi los lleva a Inglaterra, a Plymouth primero y a Oxford después. Y en el verano de 1940 se trasladan a Estados Unidos, escenario de su eclosión como científico. Como muestra de gratitud a su país de adopción, en 1956 Ochoa decidió nacionalizarse estadounidense.

En San Luis Ochoa trabaja con el matrimonio formado por Carl y Gerty Cori, quienes en 1947 ganarían el Nobel de Medicina. Esta etapa es breve, pues al bioquímico español le ofertan una beca para trabajar en la Universidad de Nueva York. Y los Ochoa se trasladan a la gran ciudad que los acogerá durante casi 45 años. Ya en Nueva York, a finales de 1945, el científico luarqués recibe a su primer alumno posdoctoral, el ya mencionado Arthur Kornberg.

La noticia del Instituto Karolinska le llega el 15 de octubre de 1959. Su nombre ya sonaba desde al menos seis años antes, pero el momento culminante se produjo en 1956, cuando en un congreso celebrado en Baltimore dio a conocer el descubrimiento de la enzima polinucleótido fosforilasa.

La inmensa alegría le empuja directamente hacia su automóvil para comunicárselo personalmente a su mujer. Un guardia de tráfico le detiene por exceso de velocidad. Ochoa explica al agente el motivo de su excitación. El policía se lo cree. Le perdona la multa.

Cincuenta años después, ya se dispone de suficiente perspectiva para apreciar que la huella de Ochoa, Watson, Crick, Kornberg y compañía es fácilmente detectable en nuevos conceptos moleculares gracias a los cuales en los años setenta y ochenta se desarrollaron nuevas tecnologías mediante las cuales el ADN pudo ser aislado, fragmentado y multiplicado hasta el infinito. Asimismo, ha sido posible establecer procedimientos para combinar el ADN de distintos organismos, y con ellos producir proteínas de la clase y constitución deseadas. «No hablamos de elucubraciones puramente conceptuales. Muchas de estas proteínas recombinantes ya se utilizan en la actualidad para tratar enfermedades como la artritis, la diabetes o diversos tipos de cáncer», enfatiza López Otín.

Los mencionados avances de mediados del siglo XX también se hallan en la base del desciframiento del mapa de la vida, que desvela algunos de los más intrincados misterios moleculares. A través del «proyecto Genoma Humano», hoy se conoce el orden preciso de los 3.000 millones de nucleótidos que configuran nuestro material genético, y la forma en la que estas unidades químicas se organizan para construir los aproximadamente 25.000 genes que determinan nuestras características como especie y que nos hacen únicos y distintos de todos los demás seres vivos del planeta.

Pero el misterio no cesa. «Sabemos más, pero al aumentar nuestros conocimientos también visualizamos nuevas incógnitas», precisa Otín. En efecto, ahora sabemos que «lo más importante no es la secuencia del genoma humano, sino cómo se regula la información allí contenida, qué proteínas se sintetizan o se codifican en el genoma humano y cuáles son las funciones de las mismas», completa Margarita Salas.

La biología molecular plantea de continuo nuevos desafíos, nuevas fronteras que hoy parecen inalcanzables y que mañana serán superadas en busca del más difícil todavía. Avances que responderán unos interrogantes y suscitarán otros nuevos. Nuevos Ochoas llegarán que continúen impulsando el avance de la ciencia. Nuevos pioneros que se adelanten a su tiempo, que contribuyan al esclarecimiento de las claves de eso que llamamos «vida» y al hallazgo de fórmulas que contribuyan a hacerla más larga y libre de enfermedades.