Los indianos, por lo general, fueron gente seria y de orden, que cuando decían «ése es persona decente» se referían a que tenía muy saneada la cuenta corriente. Pero la existencia y mentalidad del indiano triunfador no excluía los personajes pintorescos que no hacían buenos negocios y habían de quedarse en América para siempre o resignarse a ser repatriados por el Consulado. En los años veinte, ser repatriado era lo peor que le podía pasar al indiano, incluso peor que casarse con una india, lo que, en determinados lugares, representaba la «muerte civil». Conozco historias verdaderamente lamentables de esta modalidad de endogamia. Porque el indiano «como Dios manda» o no se casaba hasta que retornaba a la patria o aprovechaba un viaje para casarse con la sobrina o alguna muchacha de la aldea, siempre mucho más jóvenes que él. En ciertos aspectos, la sociedad cerrada de los indianos no se diferenciaba de las de los oficiales y administradores ingleses en la India. Lo que no eran los indianos eran socialistas, por lo que si ahora votan a ese partido, muy mal deben irles las cosas al partido y a ellos (en realidad, muy residuales, y que, salvo excepciones, tienen poco que ver con los indianos de la época clásica).

Atanasio Rivero era un tipo genial. Hubo indianos de verdadero genio (Íñigo Noriega, José Menéndez, Manuel Suárez, etcétera) para los negocios. Atanasio Rivero lo fue para la literatura en muy pequeña medida y en enorme proporción para las mixtificaciones. Según Constantino Suárez, «si dijéramos que Atanasio Rivero fue uno de los escritores más castizos e ingeniosos de las letras españolas contemporáneas, no habría hipérbole en la afirmación. Para que su fama fuera poco extensa bastaron dos circunstancias: que floreció en tierras de América, más concretamente en Cuba, y que derrochó su talento e ilustración en las páginas efímeras de la prensa periódica».

Era ovetense, pero no se conoce la fecha exacta de su nacimiento, que pudo suceder entre 1865 y 1870. Desenfadadamente resume su infancia y estudios en una entrevista concedida a Alfonso Camín: «Soy de Oviedo. Fui a la escuela como el que más y estudié como el que menos. No recuerdo de mi infancia más que la cara de mi maestro, que era barbada y aborrascada, y unos calzones rotos que debí traer luengos días, porque aún los tengo entre ceja y ceja. Fui campanero amateur de la Catedral. Ingresé en el instituto sin saber cómo y estudié varios años sin saber para qué. Mi Bachillerato fue algo serio y algo glorioso... Lo cierto es que salí suspenso, por junio, de las trece asignaturas, y en septiembre me aprobaron de todas por quitarme de delante. Estudié dos años de latín sin entender que lo estudiaba para hablarlo».

No iba para sabio, pero bien claro tenía que podía ir para pícaro. Desanimado de continuar los estudios, ingresó en el cuerpo de telégrafos, siendo destinado a Salas. Su dedicación a los telégrafos fue completa; como él dice: «Fui telegrafista Breguet en ferrocarriles y telegrafista Morse en el Estado». De paso fue inventor. En ratos de ocio hizo un invento portentoso, precisamente para aumentar el ocio propio, que consistía en despachar el telégrafo sin necesidad de levantarse de la cama. También se adelantó a su tiempo suprimiendo el aparato de relojería del Morse y recibiendo siempre «de oído» y en ocasiones recibía «a ojo» hasta cuarenta telegramas seguidos. Enterado de estos portentos, el director de Telégrafos de la provincia, se escandalizó mucho, pues era hombre piadoso, y dijo que aquel funcionario «olía a azufre», pero en lugar de ponerle de patitas en la calle, le encargaron además de la estafeta de correos. Por correos y telégrafos, Atanasio cobrada quince duros al mes, así que echó cuentas, determinó que no compensaba y marchó a Cuba el año 1893. Durante su estancia en Salas organizó las fiestas de agosto e inició su vida literaria con una oda a la tortilla de chorizo, mucho más substanciosa que la triste oda a la patata de otro vate de cuyo nombre prefiero no acordarme.

En Cuba quiso trabajar como dependiente de comercio: en todas las casas a las que acudió le dijeron que ya era muy mayor para ese empleo, por lo que se dedicó a la literatura y a la vida bohemia, y no debió irle mal, porque, según Constantino Suárez, llegó a ser muy estimado «por sus prendas intelectuales y agradable carácter». Al estallar la guerra de Cuba entendió que no era asunto suyo, por lo que marchó a México y de allí a El Salvador. En la república centroamericana vivió una picaresca alegre y momentos de gloria política y militar.

Primero hizo de «negro» para un cómico y después fundó y dirigió el periódico «Sancho Panza», que se hizo tan popular que todo el mundo le conocía por don Sancho. Un vaivén de la política le elevó al cargo de secretario particular del ministro de Fomento, en el que firmaba con el nombre de Sancho Rivero. Las cosas marchaban bien hasta que a un talento local se le ocurrió construir la República Centroamericana, formaba por Honduras, Nicaragua y El Salvador: mas al no ponerse de acuerdo sobre dónde estaría la capital del conjunto, las tres repúblicas se declararon entre sí la guerra y Atanasio fue automáticamente ascendido al grado de coronel, a las órdenes directas del presidente salvadoreño general Tomás Regalado, que era hombre valiente, pendenciero y borrachón. El general Regalado dio un cuartelazo en trece estados de los que ganó doce cuarteles, y al coronel «Sanchito» le encomendó la toma de la localidad de Cojutepeque, lo que hizo después de un intercambio de seis disparos, ni uno más. Como Rivero dice: «Fui bachiller sin esgrimir un libro y coronel sin mancillar el sable». No conozco la razón o razones por las que, tan bien situado en la política y en la milicia como parecía, un buen día regresó a La Habana decidido a sentar cabeza, y como primer paso, contrajo matrimonio con doña Aurora Quiroga. Y se dedicó al periodismo. A partir de 1901 colabora habitualmente en el «Diario de la Marina», en el que popularizó las secciones «Pistos manchegos» y «Comidillas». «La prosa y el verso no tenían secretos para él -escribe Cándido Posada-, el asunto más baladí tratado por su pluma adquiría proporciones admirables».

En 1904 publica la novela «El mayorazgo de Villahueca», y en 1905, la recopilación de artículos «Duelos y quebrantos» (le tenía afición a los títulos de resonancias gastronómicas) y el cuento «Pollinería andante», del que es protagonista Sancho Panza, caballero de su pollino. De 1911 es otro cuento, «Virgilio, gran patriota», y en 1916 se da a conocer como cervantista publicando «El crimen de Avellaneda», un ataque, como se deduce del título, contra el autor del falso Quijote. Es curioso señalar la atención que Avellaneda merecía a los escritores indianos: Constantino Suárez también le dedicó un artículo. Y será como cervantista como Atanasio Rivero alcanza su mayor fama, embromando a los serios y sesudos cervantistas de la metrópoli: esos personajes que según Azorín no conseguían otras cosas que desvirtuar a Cervantes y a su libro.

«El crimen de Avellaneda» fue su contribución al aniversario de la muerte de Cervantes y su aval como cervantista. El bombazo lo lanzaría poco después, al afirmar que había descubierto que el «Quijote», en realidad, se componía de dos libros en uno, en lo que hasta entonces nadie había reparado. De un lado estaba el relato que todo el mundo creía leer: las aventuras de un hidalgo manchego que por leer demasiadas novelas de caballerías sale a los caminos como si el tiempo de los caballeros continuara vigente. Pero mediante la combinación matemática de todas sus letras, el «Quijote» contenía otro libro que Cervantes se había propuesto ocultar. De todos los mortales, tan sólo uno había desvelado ese secreto, y para ponerle al alcance de todos, Atanasio Rivero viajó a Madrid y expuso el descubrimiento en una serie de artículos publicados en «El imparcial».

La conmoción causada en los ambientes literarios españoles, y nada digamos entre los cervantistas, resultó extraordinaria, provocando acaloradas polémicas entre los que aceptaban la tesis del «Quijote» como «libro trazado» y los que sospechaban, si no una broma de tamaño natural (porque los cervantistas nunca fueron capaces de concebir que fueran posibles las bromas, porque para ellos el «Quijote», ese monumento del humorismo, es algo rematadamente serio), cuando menos una mixtificación. Incluso el propio Rodríguez Marín, vicario de Cervantes en la tierra en aquel tiempo, terció en la polémica, sin saber muy bien a qué carta quedarse. Por otra parte, en «El crimen de Avellaneda» aventuraba otra teoría tal vez más fundamentada. Habida cuenta que Avellaneda es un seudónimo, Rivero afirmó que encubría a Gabriel Leonardo Albión y Argensola, sobrino de los dos poetas aragoneses, y al dramaturgo Antonio Mira de Amescua. En poco tiempo se hizo famoso. Se le ofrecieron colaboraciones en periódicos madrileños, pero él se contentó con un banquete de homenaje en el Centro Asturiano de Madrid y regresó a Cuba, donde tenía su vida organizada. Por lo menos, había hecho trabajar a los cervantistas fuera de su rutina: Rodríguez Marín se vio obligado a publicar el folleto «El apócrifo " secreto de Cervantes"», con el que intentaba desmontar la patraña. Atanasio Rivero debió disfrutar de lo lindo con el barullo a que dio lugar su fantasía.

En La Habana escribe la sección «Comidilla» en el diario «El Mundo» hasta el final de sus días: que termina el 3 de enero de 1930 en un sanatorio de Madrid, al que había acudido para aliviarse de una vieja afección bronquial, a la que él llamaba «la ruin».