-Después de la Guerra Civil cada uno nacía donde podía. Me nacieron en Jerez de la Frontera (Cádiz). Dolores, mi madre, era «gata», madrileña de siempre, y mi padre, marciano, sin patria, había nacido al norte de Córdoba pero de ascendencia catalana y vasca. Su familia tenía una fábrica de papel en Igualada y la cambió por un olivar en Jaén. Él estudió veterinaria porque era la única carrera que se hacía en Córdoba. En el instituto había sido alumno de Niceto Alcalá Zamora, primer presidente de la II República, y en la carrera, de Félix Gordón Ordás, que fue ministro de Industria y Comercio, y presidente de la República en el exilio. Era veterinario pero ejercía como empresario. En 1959 se fue a Estados Unidos con el marqués de la Motilla para aprender a fabricar piensos compuestos y poner en marcha grandes granjas de ponedoras. Dio la vuelta al mundo tres veces. Intelectualmente era muy inquieto, orteguiano y unamuniano.

-¿Notaba usted eso en casa?

-A los 15 años me dio a leer la «Crítica del juicio» de Kant. A mí los que me gustaban eran Emilio Salgari y Agatha Christie.

-¿Lo leyó?

-Porque obligaba; pero sin un maestro detrás, no se entiende. Él venía de la época de entreguerras, intelectualmente florida, llena de periódicos, con Generación del 27 artística, filosófica y literaria. Hizo crítica de cine. Vivió como estudiante la dictadura de Primo de Rivera. Luego fue secretario de la CEDA (la alianza de las derechas españolas), pero no renunció a sus maestros.

-¿Cómo era su madre de usted?

-Una burguesita, nieta de Vicente Rico, empresario de las artes gráficas que rivalizaba con Rivadeneyra. Dibujaba figura humana y dominaba lápiz y acuarela, y escribía muy bien; pero, como era mujer, sus habilidades quedaban circunscritas al ámbito doméstico. Si te contaba una película, no hacía falta que fueras a verla. Además de fabuladora, su capacidad crítica me hacía ver cosas que, de otra forma, me habrían pasado inadvertidas. Organizaba las visitas turísticas. Pasábamos los veranos en Suances (Cantabria) y soy de los españoles que vieron las cuevas de Altamira iluminadas por la linterna del guía. Si íbamos a Palos de Moguer, nos llevaba a ver las pinturas de Vázquez Díaz. Vivió una juventud espantosa. Pasó la Guerra Civil en Madrid y de los Rico sólo quedaron las hembras. Como los hombres eran empresarios, señoritos e iban a misa, murieron en checas o en Paracuellos. Su padre desapareció a los pocos días del asalto al Cuartel de la Montaña en el inicio de la sublevación militar en Madrid. Nunca lo superó.

-¿Se hablaba de eso en casa?

-Todos los días del año. Cuando en los setenta se volvió a hablar de «la Pasionaria», Alcalá Zamora, Martínez Barrio y Negrín para mí eran personajes familiares. Mi madre llamaba al alcalde republicano de Madrid Pedrito Rico y cuando hablaba de Alfonsito se refería a Alfonso XIII. En su calle ponían un cordón policial cuando Alfonsito iba a ver a la Moragas, su amante. Mi madre recordaba el esplendor perdido porque su casa de Príncipe Pío cayó en el bombardeo. Franco no destruía iglesias, sino estaciones, y la casa estaba junto a la del Norte. Emigraron al barrio de Salamanca con lo único que sobrevivió: una quesera de cristal de Bohemia, tallada y con oro, gruesa, pero que suena mejor que la campana de la catedral. Mi madre tenía un novio teniente del Ejército franquista que murió en el frente. Doble trauma. A mi padre lo conoció después de la guerra? fue el segundo.

-¿Cómo era el ambiente en su casa?

-Rígido. Mi padre era germánico. Si sacabas buenas notas, te compraba un tebeo; si eran malas, no salías de la habitación. Si le oía decir «Pepito», yo tardaba milisegundos en ponerme ante él. Figura en tratados epidemiológicos porque descubrió en los caracoles un parásito que mermó la cabaña porcina del sur de Cádiz. Aisló el primer brote de peste equina a mediados de los sesenta, traído por mosquitos de África, y consiguió en la República Sudafricana, en 48 horas, la vacuna. Tuvo en cuenta que también afectaba a mulos y burros, lo que no hicieron en 1992. Mi madre se encargaba del estilo, de enseñarnos a manejar los cubiertos, sentarnos rectos, no decir un taco y mostrar una fachada. Mi hermana mayor tiene una veta fabuladora, como mi madre. Tengo un hermano gemelo, Gerardo, y nos parecemos como un huevo a una castaña. Somos física y humanamente como el día y la noche.

-¿Ni de niños tuvieron la complicidad que se atribuye a los gemelos?

-Como yo era alto, siempre andaba con mayores y sus amigos no podían ser los míos. A los 7 años mis padres me descubrieron dibujando a Popeye o al Pato Donald y él era incapaz de hacer la «o» con un canuto. Me impusieron una educación artística que empecé con el pintor Enrique Hernández, con mi caballete y a pintar figuras al carboncillo, dominar el óleo, el pastel o la acuarela, mientras mi hermano podía jugar al balón o tocarse los huevos.

-¿Le dio rabia esa educación?

-Me gustaba dibujar, estaba todo el día haciéndolo, pero pintar era sangre, sudor y lágrimas, dos horas al día y un ballet ante el caballete, controlando posturas para que el cuello no se contrajera. Me gustaba, pero era cansado; lo agradecí, pero luego.

-¿Cómo fue su infancia en Jerez?

-De jerezano espurio. Acento aparte, en mi casa se hablaba de otra manera y a mi madre había que traducirle el arábigo-andalusí para que supiera que los alcauciles eran las alcachofas; los jeringos, los churros, y la alcuza, la aceitera. Cuando voy ahora me tiene que traducir mi hermana, que, siendo natural de Madrid, es la jerezana-jerezana. Todavía pesaba la herencia franco-británica. El jerez es un invento francés comercializado por ingleses y esa cultura estaba detrás: se jugaba al tenis, al polo, al golf, se llamaba «yerzi» al jersey y «los señoritos» -que eran señores que se levantaban a las seis de la mañana para ir al campo- se vestían en Londres. En el paseo de la calle Larga (lo que sería Uría en Oviedo) se veían auténticos lores. Por cierto, mi padre nos trajo a mi hermano y a mí dos «yerzis» de París color azul celeste en 1955 y nos quedábamos en casa porque nos hubieran apedreado por llevarlos. Los colores de la época eran el azul mahón, el marrón carmelita y el gris. Llevabas pantalón corto hasta los 14, rodilla al aire, media-calcetín, chaqueta y pajarita.

-Eso los de familia acomodada.

-Sí. En Jerez estaba todo mezclado. En la plaza de Domecq estaba la casa del marqués de Domecq, la clínica de Romero Palomo, el palacio de Pinohermoso, el convento del Servicio Doméstico, con portada barroca de principios del XVIII, varias casas señoriales y, junto a todo eso, el lumpen, el corral, la casa de Tócame Roque, personas muy ignorantes con un nivel económico muy bajo y niños que crecían desnudos hasta los 6 años e iban con un trozo de pan duro vaciado para meterle un poco de aceite o un trozo de bacalao seco, sin desalar, que pasaban el día chupando. Enfrente de casa había un tabanco (un chigre) donde se reunían los arrumbadores (trabajadores de la bodega). Urbanismo espontáneo de Jerez. En la niñez convivías con los niños de la calle en los juegos y eran los que te enseñaban a usar los banzones, el aro, el patinete y a vivir.

-¿Dónde estudió?

-Mi generación pasó del siglo XIX, en el que nos educaron, al XXI. Estudié con los marianistas, como mi padre, que iban vestidos de negro pero con camisa corbata, su cantera era vasca y -junto a los jesuitas- eran de lo más avanzado en educación. El deporte que practicábamos en Jerez era la pelota vasca. Eran partidarios de la disciplina y el rigor, pero no tenían ese retorcimiento que se ve en las películas de ahora. No me causó ningún trauma esa educación: los que compartieron ese Bachillerato tienen un nivel de educación, de forma de acceder al conocimiento, equivalente a lo que es hoy un licenciado universitario. El colegio estaba a un cuarto de hora andando. A los 14 años, la edad de circular, era típico que, si aprobabas la reválida de cuarto, te regalaran la bicicleta («la burra»), una BH o una Orbea. Si podías levantarla con una mano, eras casi un hombre. El padre de Quique Sánchez Flores, que jugó en el Betis y en el Real Madrid, algo mayor que nosotros, era un atleta al que admirábamos porque levantaba la bicicleta diez veces seguidas.

-¿Cómo se recuerda usted?

-Forastero, porque siempre lo fui. En el colegio, no era jerezano; en Madrid, era de Jerez; en Sevilla, por el disentimiento que hay con Jerez. Siempre me sentí distinto de lo que veía a mi alrededor. Mi padre era agnóstico porque, para él, lo que no entraba en la razón no existía. Tuve educación religiosa, pero veía en los otros que comulgaban una introspección que yo no sentía. Me preguntaba: ¿Por qué disfrutan con eso? Tampoco mi madre era religiosa, más allá del comportamiento social. Soy andaluz crítico incluso para el humor: me hace más gracia el inglés o el catalán, una película de Peter Sellers o de Alec Guinnes que una de Manolo Morán o una obra de los hermanos Álvarez Quintero.

-Pero usted es flamenco.

-Sí, no aficionado. El aficionado puede ser alemán, turco, de cualquier parte. El flamenco nace con ese don musical dentro del alma. En el tabanco de delante de casa, a partir de las 6 de la tarde, los arrumbadores cantaban y oír aquella música de fondo me ponía la carne de gallina. Lo que me gustaba no tenía nada que ver con el folclore ni con la alegría ni la fiesta, sino con el ámbito musical. Entré en ese mundo sin un puto duro y con juventud, y asistí a reuniones -no juergas- de cante con Antonio Mairena, «El Niño Ricardo» -que era guitarrista-, «El Tío Borrico», «Beni de Cádiz»... Estaba como uno más en ese lenguaje que es casi una religión que practica muy poca gente. Pertenezco al cuerpo de los flamencos, los que saben distinguir. Hoy prima el camelo. Yo soy del plan antiguo. Cuando empecé a mamar flamenco, las estrellas eran Manolo Caracol y Antonio Mairena y, junto a ellos, una plétora de cantaores como nunca en lo que es el triángulo del cante genuino (Sevilla-Jerez-Cádiz). Tengo el flamenco de referencia de los años treinta, coexisto con Caracol y Mairena y, en 1969, supe de un niño de San Fernando que lo revoluciona todo y se hace llamar Camarón de la Isla. O sea 30-50-70, tres maneras de crear. Ahora padecemos «camaroneo». Espero el regreso del flamenco genuino. Ya no oigo flamenco nuevo, sólo antiguo.

-¿Y lo demás?

-No leo novedades, salvo a mi amigo Pepito Monteserín y a Pérez Reverte. Releo o sigo a autores de cuando era joven. Así me pasa con los toros.

-¿Cuándo empezó a pasarle?

-Cuando murieron todos. Hasta los 50 años te estás equivocando y haciendo burradas, y luego te das cuenta de que no eres un superhombre.

-¿Qué burradas?

-Dos cajetillas diarias, siete cafés, comer como Gargantúa y Pantagruel juntos, hacer «footing» o ir al gimnasio, y todo en exceso. Nunca bebí porque en Jerez te enseñan a beber: a los 8 años, oloroso dulce; a los 10, oloroso cortado; a los 13, tus dos o tres ronditas de fino y una tapita. Aprendes a paladear y, de adulto, no te emborrachas. Tomo un finito diario como medicina. El médico de cabecera decía a mi madre: «Lolita, al niño, las tres medicinas: sol, jamón y fino de Jerez». A partir de los 50, decía, ya has dicho muchas idioteces y empiezas a recapacitar pero lo que llega no te llena. Dejé de ir a restaurantes y como lo que hago en casa.