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Anglomanías

"Pompa y circunstancia" es un diccionario sentimental de la cultura inglesa para entender la fascinación de siglos que despierta Gran Bretaña

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A finales de la segunda década del siglo pasado, "Peter Pan", la obra de J.M. Barrie conquistó corazones simples y sofisticados. En 1919, dos pequeños escolares lograron convencer a científicos, periodistas y a una buena parte de la opinión pública de que habían fotografiado hadas en su jardín. Inglaterra todavía no se hallaba recuperada de los padecimientos de la Gran Guerra, pero ese tipo de cosas servía de bálsamo para cicatrizar heridas. La capacidad de introducir elementos domésticos de superación en las situaciones graves siempre fue una gran virtud británica que años después serviría para ir forjando el famoso espíritu de Dunkerke, la mayor invocación del sentido del deber de un pueblo ante una de las grandes tragedias de su historia.

La era eduardiana había sido un dulce período de placer entre las ruinas de la grandeza victoriana y el horror de la guerra. Abarca, de 1901 a 1910, el reinado de Eduardo VII, un monarca esteta aunque sin llegar a Lord Acton, aquel inglese italianato, diavolo incarnato, y se extiende durante una década hasta diluirse en las trincheras de Francia y en una pegajosa nostalgia posterior. Fue recreada por algunos de los más grandes escritores británicos de la época, entre ellos E. M. Forster, John Galsworthy, H. G. Wells, Kenneth Grahame, Wodehouse, Ford Maddox Ford y hasta por el propio Conrad. Otros que simplemente nacieron en ella sucumbirían más tarde a su influjo como Evelyn Waugh y Nancy Mitford.

Waugh (1903-1966) fue el mejor novelista de su generación y uno de los grandes prosistas satíricos del siglo XX. Sin embargo, su abominable carácter y, a veces, insufrible esnobismo le llevaron en el camino de vuelta de una visión cínica, proyectada en sus mejores novelas, a un aburrimiento postrero bastante contagioso para el lector. Mitford le preguntó en una ocasión cómo podía comportarse de manera tan detestable con los demás considerándose a sí mismo un católico practicante. Y Waugh le respondió: "No tienes idea de cuánto más repugnante sería si no fuera católico. Sin la ayuda sobrenatural difícilmente se me podría considerar un ser humano".

Al contrario de lo que significó la magnitud victoriana, la época eduardiana describe mejor que ninguna otra ese hálito de la vieja Inglaterra de un mundo pequeño de knuts, señoritos zánganos y aristócratas rurales, basado en Londres y que se desbordaba por las casas de campo de Shropshire y otros alegres condados, que diría Wodehouse. Sin embargo o más bien precisamente por ello, la dorada percepción cultural de aquel tiempo de señores y siervos, de arriba y abajo, jamás ha dejado de estar de moda en las Islas.

La idea de Gran Bretaña se elevó durante décadas sobre otras y significó muchas cosas diferentes en la imaginación europea de los últimos siglos. Para algunos, es la de una tierra de libertad y tolerancia, de la Carta Magna, de la democracia parlamentaria y el refugio de tantos disidentes desde Voltaire a Salman Rushdie. Para otros, un lugar de tradición gentil, instituciones estables, privilegios aristocráticos, capitalismo, revolución industrial, imperio y moda pop. La unificación europea ha representado en cierto modo la extensión de muchos de sus ideales , de los pilares democráticos estables y asimismo del libre comercio, y, sin embargo, podría decirse que se ha traducido potencialmente en el fin de la singularidad británica. Hasta entonces algunos de esos logros representaron lo mejor de la civilización mundial, ahora pertenecen a la grandeza de un pasado.

Para Voltaire, que había cruzado el Canal después de un tiempo encerrado en la Bastilla, Inglaterra representaba el modelo que tenía que inspirar a Europa: una combinación de libertad de expresión, tolerancia religiosa, el pensamiento racional de John Locke e Isaac Newton y moderación política. Con el paso del tiempo, Gran Bretaña logró alcanzar un peculiar equilibrio contradictorio, basado en una combinación de la estabilidad social y la desigualdad, la libertad y el aburrido convencionalismo, la tolerancia y la suficiencia, el civismo y la codicia. Allí, como Marx llegó a decir, incluso los trabajadores eran burgueses.

El respeto por la tradición británica garantizaba la libertad y mitigaba la fuerza de las teorías revolucionarias. Inglaterra se mantenía abierta a nuevas ideas, pero rehuía todo aquello que pudiera perturbar el orden económico. Poco a poco, los pensadores comenzaron a percibir un vínculo claro, más que una contradicción, entre la libertad y la estabilidad. El escritor Ian Buruma, holandés, descendiente de judíos y durante años afincado en Inglaterra, recuerda en su libro "Anglomanía" (Anagrama, 2001) cómo Alexander Herzen, padre del socialismo campesino, decía: " Los únicos países tranquilos de Europa son aquellos en los que la libertad personal y la libertad de expresión no están restringidas".

Los corazones han latido entre la fascinación europea por Inglaterra y la anglofobia, una pasión universal que Francia ha llegado a sublimar en género literario, como explica el periodista y escritor Ignacio Peyró en "Pompa y Circunstancia", su completísimo diccionario sentimental de la cultura inglesa. Un libro tan ingente en la información como ameno, hasta el punto que nadie debería emprender un viaje hacia el entendimiento de Gran Bretaña sin detenerse antes a leerlo o consultarlo. Son más de mil páginas, decenas de entradas con referencias cruzadas, llenas de ingenio estilístico, que se pueden leer independientemente unas de las otras pero que al final nos llevarán a llamar a la siguiente puerta.

Pongamos por ejemplo la letra "p" y nos encontraremos nada más empezar con algo tan indisociablemente inglés como es el paraguas. Lean: "Antes de convertirse en el cetro del Imperio, el paraguas había cubiertos las testas sagradas de los reyes de Asiria y los emperadores de Roma, había servido de palio de David y velado las llaves heráldicas de Pedro en tiempos de sede vacante (...)". El texto, como sucede a lo largo de las páginas del diccionario, sigue generosamente pero sin llegar a ser un circunloquio.

Bajo la misma letra figuran "parlamento", catorce páginas para entender la pompa y el anecdotario de Westminster; "Penhaligon's", la casa de perfumes de Blenheim, "primera colonia cítrica y clásico de los felices tiempos eduardianos"; "Penguin", la gran institución librera; "Pepys" (Samuel), pronúnciese Piips, el gran patrón de los memorialistas ingleses; "perros", nada más se puede decir de un pueblo que tiene al bulldog como símbolo de su seguridad; "Pevsner" (Nikolaus), el autor de la monumental serie de edificios ingleses, condado por condado; "Pimm's", la bebida refrescante de los garden parties, el polo y Wimbledon; "polo", como dice el autor "después de las heridas del campo de batalla, las lesiones más prestigiosas que uno puede tener son las producidas en los campos de polo"; "Powell" (Anthony), uno de los más grandes narradores de las clases altas; "Powell" (Enoch), el político que traducía del griego clásico a los cinco años, que aprendió urdu para tener la oportunidad de ser nombrado en cualquier momento virrey de la India y "que pasaba de los setenta años cuando comenzó el estudio de su duodécima lengua".

La "p", importante por el peso de sus entradas, incluye también "prerrafaelitas", la primera de las vanguardias con una mirada antimoderna al pasado, como escribe Peyró; "primer ministro", un puesto de relevancia cuyos únicos requisitos son, decía Harold Wilson, dormir bien y tener cierto sentido de la Historia; "proms", el festival musical que mejor encarna la mezcla entre la cultura elevada y popular; "public schools", es decir las escuelas privadas que forjaron durante los últimos siglos el carácter británico, desde los campos de juego de Eton que Wellington definió como el origen de la victoria de Waterloo; los "pubs", según Pepys "el corazón de Inglaterra": sesenta mil bares que sirven cada día catorce millones de pintas de cerveza, de acuerdo con las cifras del autor del libro. Y, last but no least, la "prensa", un episodio a tener en cuenta, por la grandeza y la miseria que durante años encarnó la lonja de Fleet Street, donde "las aceras temblaban del fragor de las imprentas" y se esparcía el olor de la tinta.

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