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Aurelio Suárez, un Bosco para el siglo XX

El sorprendente diálogo entre el más bosquiano de los pintores asturianos y el más aureliano de los maestros universales del arte

Un fragmento de "Las tentaciones de San Antonio", de El Bosco.

El escritor angloíndio Salman Rushdie contempla "El jardín de las delicias", la obra maestra de El Bosco, y concluye: "Al final de una novela, el escritor desvela el misterio. En este caso, el autor no quiere que lo resuelvas. Quiere que permanezcas en ese misterio". La obra de Jheronimus van Aken, conocido como Jheronimus Bosch y, en España simplemente como El Bosco, se ha convertido en la sensación artística de la temporada gracias la exposición irrepetible que se puede contemplar hasta el 11 de septiembre en el Museo del Prado de Madrid, donde se ha logrado reunir 21 de sus 25 cuadros.

Con motivo de los 500 años de la muerte del pintor predilecto de Felipe II -su más entusiasta coleccionista-, vuelve el eterno misterio de El Bosco; un enigma pictórico habitado por las más fantásticas criaturas y nunca resuelto, del que han bebido numerosos artistas a lo largo de la historia. En Asturias, este retorno del artista holandés remite inmediatamente al pintor gijonés Aurelio Suárez (Gijón, 1910-2003), sin duda el más bosquiano de todos los pintores asturianos. Y no sólo porque las obras de Aurelio estén habitadas por seres tan fantasiosos e imposibles como los del maestro nacido en el Ducado de Brabante hacia 1450. La pintura aureliana es, en esencia, la misma pintura del Bosco: de ella también emana ese misterio permanente del que habla Rushdie.

El arte es un territorio donde el tiempo no pasa de manera lineal, avanza y retrocede para volver a avanzar, impulsado por la fuerza de los creadores, que acuden a los maestros del pasado más remoto adoptándolos como padres, usándolos de trampolín, arrastrándolos al presente. Éste fue el caso de Aurelio Suárez con el maestro nacido en Hertogenbosch. En una de las pocas entrevistas que en su vida concedió, firmada por el periodista Bastián Faro, en 1949, el pintor gijonés confesaba que sus influencias había que situarlas en las pinturas rupestres, en el Bosco, Cranach, Giotto, Patinir, El Greco y el Goya de "los caprichos". El hijo del artista, Gonzalo Suárez, confirma esta filiación artística: "El Bosco era el estanque de donde bebía mi padre. Claro que sí, muchas de sus obras son muy bosquianas".

Todas las referencias pictóricas que Aurelio desveló a Faro las había descubierto el artista naciente en el Museo del Prado. Fue durante su estancia de juventud en Madrid para cursar unos estudios de Medicina que truncó el estallido de la Guerra Civil. Concluida la contienda, la vida de Aurelio Suárez se circunscribió a Gijón. Pero El Bosco quedó para siempre fijado en su retina y también en algunos libros de su biblioteca, tal y como confirma su hijo.

Desde aquel encuentro entre el padre flamenco, el Bosco, y su nuevo hijo gijonés, Aurelio, las pinturas de ambos artistas pueden leerse casi en la misma clave. La intuición dice que ambas vienen del mismo lugar: una poderosísima imaginación. Así explica este paralelismo el crítico de arte y periodista Juan Carlos Gea, uno de los grandes conocedores de la obra de Suárez, en la "Aureliopedia", principal compendio de la obra del artista gijonés: "El concepto bosquiano de una geografía cerrada, unitaria y múltiple, saturada de un abigarramiento de seres y situaciones fantásticos, híbridos y extravagantes que escenifican con una apabullante cantidad de matices la condición humana y el orden del universo (y su reverso caótico), invita a un acercamiento interpretativo muy compatible con Aurelio. Sobre todo, si se considera con seriedad la hipótesis de que al menos una parte de su pintura (la del Bosco) encierra, aunque sea en clave indescifrablemente hermética, ciertas intenciones satíricas o moralizantes, y que el conjunto de su obra quizá pudiera contemplarse como un inmenso retablo de paraísos e infiernos reales o imaginarios, personales y colectivos".

Ver la pintura de ambos y leer lo que se ha escrito sobre cada una es descubrir que, en algunas ocasiones, las valoraciones y los planteamientos pictóricos son perfectamente intercambiables entre el uno y el otro, pese a los siglos que los separan.

No sólo en lo estrictamente artístico. Ambos autores tienen su biografía personal envuelta en la niebla. De El Bosco apenas sabemos nada; y lo que sabemos, con poca certeza. A diferencia de otros coetáneos, como Durero, no dejó ni libros ni cartas. Lo que se conoce de su existencia procede del archivo municipal de la localidad donde nació o del libro de cuentas de la hermandad religiosa a la que pertenecía. Su vida es un arcano, lo mismo que muchas de sus imágenes. De Aurelio, aunque se conocen muchos más datos de su biografía en comparación, también puede decirse que es un pintor marcado por la leyenda del genio secreto, de autor huraño que ni siquiera exponía su obra. Gea desmonta el tópico y acude al testimonio de los allegados, que le retratan como "cortés e incluso cordial, hospitalario y excelente conversador", aunque también transmite el perfil de un hombre "hipercrítico, de humor cáustico y ocasionalmente bronco e iracundo ante lo que consideraba intromisiones en su privacidad". Este autor habla, en definitiva, de una "voluntad de penumbra" para preservar todo lo suyo que sí alimentó esa leyenda. Al fin y al cabo, Aurelio consideraba que el pintor debía expresar su yo por la pintura "y solamente por la pintura. Lo demás ni tiene importancia. No es necesario hablar, ni comentar, ni explicar", respondió en una entrevista publicada en 1959 en LA NUEVA ESPAÑA.

La lectura de la obra de los dos autores también requiere las mismas "gafas de ver". Contra lo que en primera instancia pudiera pensarse, y también lo que el tópico fácil dice, no estamos en el caso de El Bosco en un precursor del surrealismo, en un artista freudiano antes de Freud. Tampoco Aurelio deja su pincel en manos del inconsciente. El Bosco era un transmisor de verdades morales y espirituales (quizá por eso le apasionaba al más católico entre los católicos: Felipe II) y su fauna aparentemente onírica es una traducción visual de metáforas, juegos de palabras o enseñanzas de la Iglesia. El Bosco, como Aurelio, pintaba "con la cabeza".

El maestro de Brabante no ha dejado marca de fábrica de su poética. Aurelio, aunque muy parco en intervenciones públicas, sí. "Pintar no es copiar de la naturaleza. Es representar gráficamente lo que imagina nuestro cerebro". En la "Aureliopedia" se cita una confesión de Aurelio Suárez revelada a otro pintor gijonés, Melquíades Álvarez. Éste último le preguntó cuál era "su sitio". Y Aurelio respondió: "Mi sitio es mi cabeza". Cabe fantasear que lo mismo habría respondido El Bosco si hubiéramos tenido la ocasión de hacerle la misma pregunta. En su cabeza, en esa máquina fascinante de traducir la realidad, nacían sus monstruos y quimeras, convertidos en expresiones visuales de su concepción del mundo. Como Aurelio, El Bosco pinta ideas. "Yo no necesito temas concretos, ni modelos para pintar, sino simplemente ideas", dejó dicho Aurelio en una de las pocas entrevistas que concedió.

Contemplar la obra de El Bosco es contemplar la de Aurelio. La primera es aurelianismo, la segunda bosquiana. El filósofo Pedro Olalla escribió sobre la obra del pintor gijonés: "El mundo está lleno de monstruos y todo nos parece normal. Soñamos que vivimos en el mundo real y nos negamos a despertar". El escritor holandés Cees Nooteboom dijo sobre su compatriota: "Cuanto más miras sus cuadros, más se agranda el enigma". ¿No hablan del mismo pintor?

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