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Banderas rojas ante la Catedral para defender las cruces: una manifestación que unió a todos

La protesta en Oviedo fue la primera de la Transición que agrupó a los más dispares representantes de todo el espectro político regional

El quinqui gallego sigue despellejando la historia. Le toca el turno a la Cruz de la Victoria: la despoja de toda su armadura joyera, aquella que mandó colocar Alfonso III el Magno en el castillo de Gauzón (Castrillón) en el año 908 para vestir un alma de roble que la tradición -hoy desmentida por las pruebas del carbono 14- situaba en las mismas manos del rey Pelayo durante la batalla de Covadonga. Con ese signo venció a los infieles.

También Saavedra se llevará el oro y dejará allí la madera. Después, la Policía recuperará el 80% del metal y casi el 90% de las piedras que la adornan. El ladrón cree que se lleva una fortuna en piedras preciosas, pero, en realidad, las variedades de cuarzo, citrinos, amatistas, berilos, espinelas, rosas y granates de la Cruz de la Victoria se parecen más al cristal que al diamante. Con la Caja de las Ágatas, cuando se recupere su dorada piel arrancada, se verá que también se ensañó con ella. La parte del panel frontal de la tapa llegó a los restauradores convertida en una pelotita metálica que no era mayor que los dos centímetros de diámetro.

Casi un año después, el martes 30 de junio de 1978, será el juicio del expolio de la Catedral. Domínguez Saavedra se presenta, paradójicamente, cargado de joyas: muchas medallas y amuletos al cuello y una hebilla de un palmo con la figura de un águila de alas desplegadas. También son símbolos. Camisa abierta y oscura de cuellos anchos, chaqueta de pana negra, pantalones con paquete, gafas "Rayban" oscuras. Ese día pide perdón a los asturianos. "Yo no sabía lo que significaba hasta que hablé con unos periodistas y con mi abogado defensor", dice. El letrado es, por cierto, Antonio Masip, luego alcalde de Oviedo, luego eurodiputado. Por esas cosas que tienen los juicios, que muchas veces pesan lo que no tiene peso, ese día se supo que los peritos tasaban el valor material de las tres piezas dañadas en las siguientes cantidades: Cruz de la Victoria, 955.000 pesetas; Cruz de los Ángeles, 425.00 pesetas y Caja de las Ágatas, 736.875 pesetas. Evidentemente, en este caso, la valoración que había que hacer era otra.

El miércoles 10 de agosto, cuando Asturias despertó con la noticia del saqueo, el sentimiento de pérdida arañaba más el corazón, que los bolsillos. ¿Qué sería entonces de la imagen de marca de una región que, como muchas en la época, empezaba a olfatear su identidad autonómica y al tiempo ya había perdido el icono diferencial que, andando el tiempo, en 1990, enarbolaría en su bandera oficial? ¿Y en este robo simbólico se había mutilado sólo la raíz de Asturias? Con la retórica de la época, impregnada de la fanfarria lingüística del franquismo, el arqueólogo y periodista José María Fernández Buelta, ex secretario general de Patronato de Reconstrucción de la Cámara Santa, enviaba este telegrama al ministro de Educación: "Excelentísimo Ministro de Educación. Ministerio. Madrid. Con sevicia horrenda fueron revueltas las entrañas maternales de la historia de la unidad de la Patria. Los astures lloraremos apiñados espiritualmente alrededor del primer estandarte de España; la cruz de roble de Pelayo, que es la misma que la Cruz de la Victoria. ¡Viva Asturias! ¡Viva toda España!".

Es muy posible que, en aquellos días, muchos asturianos no sangrasen tanto y estuvieran más preocupados por el alcance y rumbo de la Transición, o de las huelgas del transporte y la hostelería que en esos días se desarrollaban. Pero también es verdad que prendió la crítica por el escaso cuidado y protección que hasta entonces tenía el tesoro catedralicio y que los asturianos salieron a la calle para exigir su recuperación y preservación. Entre 4.000 y 6.000 personas recorrieron Oviedo el 18 de agosto en una manifestación convocada por la Plataforma para la Defensa del Patrimonio Cultural y Artístico constituida a tal efecto. Ramón Cavanilles, presidente de la Asociación de Amigos de la Catedral, leyó el comunicado. Dijo que lo que se había destruido era "la entraña misma de la asturianía, reflejada en unas joyas hechas en Asturias en el periodo en el que el genio asturiano alcanzó su plenitud". Dijo, y debía ser porque la autonomía estaba cociéndose, que las joyas habían nacido "cuando Asturias dejó de ser un conglomerado de tribus para formar un verdadero estado". Dijo Cavanilles que tras aquel glorioso momento se inició "la decadencia del país (léase Asturias), que ya no volverá a dar pruebas de su espíritu creador a lo largo del último milenio". Era por tanto el momento de "alzarse" contra un declive secular. De paso, se reclamó "el derecho de autogobierno que piden los demás pueblos del Estado español" y luego, obviamente, se cantó el "Asturias, patria querida", que aún no era el "himnu cimeru", como escribe Gracia Noriega. Aquel acto fue la primera y la última vez que los asturianos se movilizaron de forma masiva en defensa del patrimonio Prerrománico, su gran hecho diferencial. Desde el punto de vista político, la protesta también fue una rareza. En sus memorias de la Transición, publicadas en este periódico, Gracia Noriega subraya que fue el primer acto público en el que convergieron las más variadas fuerzas políticas. "Los de Falange llevaban la bandera más grande que encontraron, pero, sobre todo, abundaban las banderas rojas y hasta alguna ikurriña", escribe el autor llanisco. Nadie como él ha descrito la paradójica, y hasta cómica, fuerza de los símbolos ultrajados: "Aquel acto parecía una imaginación de Chesterton: ante una Catedral gótica ondeaban banderas rojas como protesta por el robo de unas cruces". Así es Asturias.

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