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Crónicas gastronómicas

La sumisión y el amor

En la película de Paul Thomas Anderson nominada en los "Oscar" hay un hilo conductor menos invisible y muy sugerente que es el de la comida: a través de él se plantea la lucha de poder en la pareja

La sumisión y el amor

Me gusta "El hilo invisible", de Paul Thomas Anderson. Es una de esas películas con aura de ayer que no se acostumbran a ver hoy. Apenas recibió nada de los "Oscar" y, sin embargo, era probablemente la mejor entre todas las nominadas. Además de intimidad, buen gusto y una asombrosa historia de dependencia y amor, la película de Thomas Anderson tiene la comida como hilo conductor desde el primer momento. Es, por decirlo de alguna manera, alta costura gastronómica.

Cuando Reynolds Woodcock, el protagonista que encarna Daniel Day-Lewis, conoce a Alma (Vicky Krieps), la mujer que interrumpirá y transformará su vida, el encuentro se produce en el comedor de un hotel rural inglés de la costa. Es una de las secuencias más sugerentes; con ella el espectador empieza a deslizarse por las sinuosas curvas que vienen a continuación. Él coquetea con ella ordenando una letanía completa de tocino frito, bollos y condimentos y, como ocurrencia tardía, una porción de salchichas. No podían faltar.

Lo primero que figura en la comanda es el popular conejo galés. El welsh rarebit consiste en una rebanada de pan untada de una especie de bechamel hecha con queso cheddar, mostaza, pimienta roja molida y cerveza que se cocina en el horno. Se trata de un plato típico de taberna, ideal para acompañar una pinta de ale. Su nombre proviene de los ingleses y de una interpretación irónica del humilde papel de los lugareños en su colonización. Según se cuenta, los campesinos galeses tenían prohibido comer los conejos que cazaban en las propiedades de los nobles y, en vez de ello, se alimentaban con una especie de pasta de queso fundido. De hecho, en la lengua autóctona, cymraeg, el plato elude las alusiones a los conejos, se traduce simple y llanamente por queso al horno.

El momento clave llega una vez que Alma ha tomado nota y Reynolds arranca la página de su cuaderno, la guarda y le exige que entregue su pedido de memoria. El gesto parece como un acto astuto de dominio emocional. Pero Alma está un paso por delante de Reynolds. Después de que ella ejecuta su pedido sin problemas, y él le pide que lo acompañe a cenar, le devuelve otra nota ya escrita: "Al niño hambriento". Es una forma coqueta y hábil de dirigirse a un hombre bastante mayor. Pero es también la frase que encierra el sentimiento de una madre, la promesa de cuidarlo ocurra lo que ocurra.

Woodcock es un brillante y obsesivo diseñador de modas, un modista que viste a princesas belgas y herederas inglesas en su atelier de una elegante casa londinense, donde lleva una vida destinada completamente a facilitar la claridad creativa que exige su trabajo. Antes del desayuno en que Reynolds conoce a Alma por primera vez, descubrimos que el diseñador exigente e impaciente está acostumbrado a ejercer su voluntad sobre las personas que le rodean por medio de la comida. Le enfurecen los pasteles, disfruta de las gachas de avena y crema, intentando con ello impresionar a Alma como a la amante que la precede, a las que advierte de la obligación de untar mantequilla y masticar las tostadas sin hacer ruido. Se complace en pedir para otros en los restaurantes, ya sea un postre de crema para Alma en su primera cena juntos, o un tartare de carne para su hermana y socia en el negocio, Cyril. La llama "mi pequeña carnívora". En una breve escena al comienzo de la película, la cocinera de Reynolds le dice a Alma que su patrón odia los hongos cocinados con excesiva mantequilla. Es un aviso a navegantes. Alma, si quiere estar con Reynolds, debe acomodarse a sus gustos.

Sin embargo hace todo lo contrario. El punto de inflexión de la historia llega precisamente cuando se dispone a prepararle una comida especial para su cumpleaños. A él no le gustan las sorpresas, intenta advertirle Cyril, pero no se inmuta. El comedor a la luz de las velas es testigo de la tensión. Alma, para reafirmarse en su autoridad, le sirve espárragos con mantequilla derretida, como le gusta cocinarlos, en vez de con aceite, como él prefiere. Él arrastra la punta del espárrago con solemne desprecio por la mantequilla y le da un mordisco. "¿Qué pasó para que te comportes así?", pregunta. "¿Es porque crees que no te necesito?" "Sí", responde ella.

La conclusión que extrae Alma es que si Reynolds no le permite entrar en su vida siquiera para alimentarlo y cuidarlo como es debido con sencilla cena de espárragos, necesita llevarlo a una situación límite en la que le resulte imposible rechazarla. Para ello tiene que hacer de él un ser necesitado de sus cuidados.

La escena culinaria más bella y exuberante de "El hilo invisible" es también la culminación de esa lucha de poder entre la pareja. Sucede casi al final de la película cuando Alma le prepara a Reynolds una tortilla de setas en la cocina de la casa de campo en medio de una preciosa y sugestiva intimidad plástica, con el contraste entre el metal resbaladizo del cuchillo y las setas; la cebolleta transparente finamente picada. Y mantequilla. Muy abundante y por dos veces: un gran pedazo para dorar los hongos, y otro para engrasar la sartén. La cuajada se hincha cuando los huevos batidos entran en contacto con el calor. End of the story.

El acto de sumisión, finalmente aceptado y en el futuro consentido, llega cuando Reynolds Woodcock se lleva la tortilla mantecosa a la boca. El envenenamiento resulta esta vez tan sensual que uno se siente tentado a prescindir aunque sólo sea por una vez del aceite de oliva.

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