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Análisis

Los Estados desunidos que heredará el nuevo presidente

El desconcierto de la mitad de la nación ante el final de un ciclo histórico, alimentado por Trump con odio, choca peligrosamente con las exigencias sociales de la otra mitad, sobre un fondo de pandemia y crisis económica

portada criterios estados desunidos

El novelista Paul Auster, premio “Príncipe de Asturias” en 2006, sitúa su novela “Un hombre en la oscuridad”, publicada dos años después, en unos distópicos EE UU envueltos en una nueva guerra civil de secesión a raíz de las elecciones del año 2000. Aquellos comicios fueron los que George W. Bush ganó gracias a una sentencia del Tribunal Supremo que le adjudicó Florida con un margen de algo más de 500 papeletas.

Veinte años después de lo que Auster calificó de “golpe de Estado judicial”, y doce años después de que llenase las páginas de aquella magnífica novela de ecos de cañón, Joe Biden, el ganador de las elecciones de 2020 a menos que decidan otra cosa los jueces, se encontrará un país más dividido que nunca. Una nación atravesada por una fractura que deja chica la temida falla californiana de San Andrés y en cuyas trincheras se apuestan, listos para apretar el gatillo, grupos paramilitares de fanáticos supremacistas, jaleados por Trump e imbuidos del mesiánico deber de defender el alma y las esencias de EE UU. Dos quimeras que, por supuesto, tienen la piel blanca.

En el visor de las armas de guerra de los paramilitares se dibuja con toda claridad el enemigo: negros, feministas, ecologistas, militantes LGTBI, jóvenes de diversa pigmentación cutánea y adscripción, maduros resistentes de antiguas batallas. Antifascistas. Para todos ellos, la esencia de EE UU es funcionar como un crisol en continua evolución donde se funden y conviven personas e ideas. Son inclusivos, miran adelante y, algunos con la pinza en la nariz, han votado a Biden, mientras que los ultras blancos son segregacionistas, están pegados a un retrovisor que refleja un espejismo y, con grandes alharacas, han votado a Trump.

Para los paramilitares, los “antifas” son una variopinta legión de radicales comunistas que, utilizando como instrumento al “radical” demócrata Biden, pretenden destruir la nación elegida por Dios como patria de la libertad. En realidad, Biden es un centrista moderado de 77 años que lleva vinculado a la elite política de Washington desde que a los 29 fue elegido senador. En ese cargo se mantuvo durante 36 años, hasta que en 2009 pasó a ser vicepresidente con Obama otros ocho años.

protesta trump

Las campaña electoral para las presidenciales del pasado martes, y los estrechos resultados de su interminable escrutinio, han puesto de manifiesto que la victoria de Trump en 2016, lejos de ser la pataleta de algunos millones de obreros y campesinos blancos, hastiados y empobrecidos por la globalización y la rapacidad neoliberal, era solo un aviso del nuevo ciclo histórico en el que EE UU está ya plenamente inmerso y al que los dos grandes partidos aún no han sabido adaptarse. Buena prueba de esto último es que los dos candidatos son septuagenarios y que, con 78 años, Biden será el hombre de más edad en llegar a la presidencia.

Si 2016 hubiera sido un error, habrían acertado las encuestas nacionales que auguraban una clara victoria de Biden con una ventaja en voto popular de siete a diez puntos. Y, sin embargo, la distancia entre el demócrata y el republicano ronda los tres puntos. Poco más que los 2,1 que sacó Clinton a Trump cuando en 2016 se impuso en voto ciudadano pero perdió porque los sufragios del republicano estaban mejor situados que los suyos. Algo crucial si se recuerda que el sistema electoral de EE UU, federalista hasta la raíz, otorga al ganador de cada estado todos los compromisarios que se atribuyen a esa circunscripción. Y quien suma 270 se lleva la Casa Blanca.

De modo que no hay error, sino una creciente polarización de la sociedad estadounidense que, de haber ganado Trump las elecciones con su mensaje de odio, no habría hecho sino agrandarse en los próximos cuatro años, hasta teñirse de abierto guerracivilismo.

Biden tendrá que hacer frente a dos problemas mayores en el interior de EE UU: la pandemia y la crisis económica desencadenada por ella. Pero en esos ámbitos le bastará alinear sus medidas con las que se han venido adoptando en Europa, invocar la pócima mágica de la vacuna, como en Europa, y cruzar los dedos. Tal vez tenga que cruzarlos un poco más que Merkel, Macron o Sánchez, porque el empeño de Trump en minimizar el virus, sumado a las carencias del sistema sanitario y de protección social del país, puede hacer que sus heridas sean allí algo más graves.

El fanatismo supremacista llama a defender el alma del país, una quimera con la piel blanca

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En cualquier caso, la labor de fondo de Biden, menos visible pero de mucho más alcance, será frenar el deterioro estadounidense de la convivencia. Frenarlo, estancarlo, sería ya un éxito. Biden estará en buenas condiciones para intentarlo, porque las incitaciones a la división y a la violencia, la inoculación del virus del miedo, el populismo hipócrita que asaeta a la clase política y desacredita a legisladores y jueces, el estilo autoritario y chusco de gobierno, y el descrédito de los procesos electorales, en este caso motejando de fraude todo voto por correo, ya no tendrán origen en la Casa Blanca.

Ahora bien, que todas esas lacras sean desalojadas del edificio situado en el número 1.600 de la Avenida de Pensilvania, no quiere decir que desaparezcan. Tan solo que pasarán a estar en una oposición que, previsiblemente, contará con el control del Senado para torpedear las iniciativas presidenciales. Se desconocen los planes de Trump para el futuro, pero lo que está claro es que el oportunismo ha modelado a buena parte del Partido Republicano, enemigo acérrimo del magnate en 2016, a su pintoresca imagen. Y lo ha hecho pese a las poderosas corrientes que, desde el partido del elefante, se han negado a respaldar al presidente y han optado por votar al candidato demócrata.

Las lacras estarán sobre todo en las calles y en las casas. No solo en las de los estados del “cinturón del óxido” –Wisconsin, Michigan y Pensilvania–, que acaban de quitar a Trump, por poco, lo que le dieron por menos de 80.000 votos en 2016. Ni en las de los estados agrícolas del Medio Oeste. El trumpismo está en todas partes. Miren si no este dato. En Nueva York, California y Massachusetts, tres sólidos bastiones demócratas, Trump ha obtenido, respectivamente, el 40,4%, el 33% y el 32,4% del voto.

En suma, tras décadas de extensión de las desigualdades económicas, étnicas, geográficas y demográficas, la revolución neoliberal inaugurada por Reagan en 1981 y el capitalismo globalizador y especulativo –que ensancharon aquella senda– han acabado por reventar todas las costuras.

Eso, con ser malo, no es lo peor. Mientras el conglomerado antifascista pretende aprovechar la brecha social para revertir casi medio siglo de desigualdades crecientes y poner fin a la persistente discriminación contra los negros, la masa blanca no latina –y al menos un tercio de la latina– sufre un agresivo desconcierto.

Seguidores armados de Trump exigen el recuento electoral en Arizona EFE

El desconcierto de los “trumpistas” –que lleva al miedo, al pánico y, al final, puede acabar en fascismo– no es sino la reacción de mentes primarias ante el final de un ciclo histórico de más de 60 años en el que EE UU fue potencia hegemónica y gendarme del mundo. Todo comenzó con la victoria sobre los fascismos en la II Guerra Mundial y se prolongó en una Guerra Fría con la URSS en la que el anticomunismo actuó de gran aglutinador de la sociedad americana en un mundo bipolar.

Es cierto que en los 45 años que median entre la capitulación nazi y la caída del Muro pueden distinguirse tres etapas. La primera, los idílicos años 50 de familia feliz blanca suburbana, pero también de “caza de brujas”, que son el ilusorio referente del trumpismo. La segunda, los convulsos años 60 y 70, marcados por el trauma de Vietnam, las luchas negras por los derechos civiles, la revolución juvenil, y, ya en los 70, la segunda oleada de la lucha feminista y el combate organizado de los homosexuales. La tercera etapa, en fin, son los años de involución neoliberal.

Tras la caída del Muro y la extinción de la URSS, llegó la década “del fin de la Historia”, el Nuevo Orden Mundial santificado en la primera guerra de Irak, en el que, se suponía, la misión de EE UU era extender el capitalismo y la democracia por el mundo, a mayor gloria del dólar. Hasta que llegó el 11-S.

Al margen de los beneficios que el tenebroso equipo del vicepresidente Cheney extrajo de la caída de las Torres Gemelas –remplazo del enemigo comunista por el terrorista, militarismo agresivo, recorte de libertades, negocios exorbitantes–, el 11-S inoculó el miedo en la sociedad americana a la vez que, mediante la oposición a la guerra de Irak, reforzaba la articulación de las corrientes izquierdistas. Ahí encontró Obama el núcleo duro del movimiento que le convirtió en el primer presidente negro de EE UU.

El trumpismo está en todas partes, no solo en sus estados. basta ver las cifras de Nueva York o California

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Obama, es sabido, defraudó a los jóvenes izquierdistas que, desde entonces, han ido creciendo en torno a la figura del veterano socialdemócrata Bernie Sanders y se han reforzado mediante la confluencia, desde 2013, con las renacidas luchas negras (“Black Lives Matter”) y, desde mediados de esta década, con la tercera ola feminista, nucleada por el movimiento “Me Too” y espoleada por las torpezas sexistas de Trump. El resultado más visible de este proceso ha sido la marejada de protestas contra la brutalidad policial que, desatada en mayo, se prolonga hasta la actualidad.

Pero Obama está también en el origen inmediato del actual trumpismo. Medio país lo izó a la Casa Blanca, pero el otro medio no estaba preparado para ver allí a “un puto negro de mierda”. Y así, los eclipsados “neocons” de Cheney-Bush impulsaron el “Tea Party”, que intentó disfrazar su racismo descalificando por socialista, léase comunista, al líder demócrata. El “Tea Party” dominó el republicanismo y, en ese bancal, una estrella televisiva con un lenguaje protofascista y falsa leyenda de triunfador llegó a la Casa Blanca en un mundo que ya estaba dominado por la desinformación de las redes sociales.

Es difícil saber cuál será el siguiente capítulo de esta tenebrosa espiral. Los bienintencionados pueden, en todo caso, acogerse al diagnóstico de Bob Woodward, el desvelador del “Watergate” junto a Carl Bernstein, y autor de dos libros sobre Trump: “EE UU necesita la calma de Biden, no la rabia de Trump”.

MÁS DE 1.200 LIBROS SOBRE EL CAOS DE LA CASA BLANCA

Kim Amor

Donald Trump ha sido un gran filón para la industria editorial. Hay más de 1.200 libros relacionados con él. Los de más éxito son los escritos por antiguos altos cargos tras dimitir o ser cesados. Trump exige la máxima lealtad. “Nada le hiere más que le sea desleal alguien en quien confía”, escribe Corey Lewandowski, su primer jefe de campaña. En términos similares se expresa John Bolton, exconsejero de Seguridad Nacional. Bolton muestra a un Trump ignorante, que desconocía, por ejemplo, que el Reino Unido era una potencia nuclear. Bolton describe a Trump como un hombre incapaz de “diferenciar entre el cargo y sus intereses personales, y obsesionado por su reelección”. La Casa Blanca es “un verdadero caos”, añade.

El que fuera jefe de gabinete John Kelly tacha la Casa Blanca de “Pueblo de locos” (“Crazytown”). “No sé por qué todos estamos aquí. Es el peor trabajo que he tenido”, le dice a Bob Woodward en uno de sus dos libros sobre el presidente: “Miedo” y “Rabia”.

En el primero, Woodward explica cómo Gary Cohn, exasesor económico de Trump, y Rob Porter, exsecretario de gabinete, sacaban documentos del escritorio del mandatario para evitar que los firmara. El libro cita al exdirector de Seguridad Nacional Dan Coats, quien asegura que para Trump “una mentira no es una mentira, sino algo que él piensa. No sabe diferenciar entre la verdad y una mentira”.

En “Rabia”, Woodward, uno de los dos periodistas que destaparon el “caso Watergate”, relata la poca importancia que Trump da a la pandemia y revela que afirmó: “Mis generales son unos putos gallinas”. Woodward resalta la falta de empatía y el racismo de Trump, actitud que recoge también Michael Cohen, su exabogado personal, quien lo tacha de “tramposo, mentiroso, racista, depredador sexual y estafador”.

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