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La aldea del porvenir: entre el carbono y el silicio

Ahora que las grandes ciudades están en crisis, es hora de conectar el pueblo con la tecnología y la ciencia

El experto en desarrollo rural Jaime Izquierdo, comisionado para el reto demográfico del gobierno de Asturias, firma este artículo, en el que apuesta por la conexión de la cultura del carbono, que representa el mundo rural, con la del silicio, que se encarna en las nuevas tecnologías. Ahora que las ciudades, por su deriva hacia el consumo y el despilfarro, están en crisis, esta nueva conexión permitirá revitalizar unos territorios condenados a convertirse en desiertos verdes, heridos de muerte por el despoblamiento.

En la entrevista que publicó LA NUEVA ESPAÑA el pasado 23 de agosto dice el catedrático de Psicometría José Muñiz que “el futuro será una guerra cruel entre lo humano, el carbono, y lo digital, el silicio”. Tiene razón y comparto con Muñiz una previsión que solo evitaremos convirtiendo en complementario lo que ahora se presenta como antagónico y que nos sitúa ante una nueva versión de la deshumanización surgida con la industrialización del mundo a finales del siglo XIX.

Alfredo Pérez Rubalcaba, que solía mezclar con humor e ingenio su pasión y su profesión –la política y la química–, decía que dos de los elementos más abundantes del universo eran el carbono y el silicio y que, afortunadamente, a la vida le había dado por organizarse sobre el carbono y no sobre el silicio porque de lo contrario en lugar de ser como somos los humanos, de carne y por ello blanditos y flexibles, seríamos de cristal, frágiles, con aristas cortantes y poco dados al tacto y la caricia. Ese antagonismo estructural entre ambos elementos tiene su reflejo en nuestra sociedad actual como así evidencia el divorcio entre lo orgánico y lo inorgánico, entre lo humano y lo tecnológico, entre lo real y lo virtual, entre la conversación constructiva que crea cohesión social y la deriva destructiva con la que enredan nuestros demonios en las redes sociales.

Hace años que trabajo sobre la hipótesis de convertir la aldea en el espacio de encuentro que necesita la humanidad –en su escala local, celular, terrenal y campesina– para recuperar el sentido común haciendo que carbono (naturaleza) y silicio (tecnología) desplieguen concertadamente sus virtudes, se hagan empáticos y descubran que cooperando pueden dar forma a la “aldea del bienestar” ahora que el Estado, las grandes ciudades y la sociedad del bienestar –con su peligrosa deriva hacia el consumo y el despilfarro– están en crisis. Dicho en dos palabras: crear en la célula más elemental y más antigua del poblamiento humano –la aldea fue el primer experimento urbano de la humanidad– las condiciones para reconectarla con la tierra y conectarla por primera vez con la Tierra. Es decir, hacer que sea posible el “teletrabajo” y recuperar –y hacer más satisfactoria que antaño– la original función agroecosistémica y comunitaria del “tierratrabajo”.

Para desarrollar esta idea necesitamos, por una parte, atrevernos a dar forma a una política de Estado –o regional– para la aldea y, por otra, fomentar desde lo local una política de aldea para el Estado, o para la región. En el ensamblaje local, localizado e inteligente entre carbono y silicio se encuentra la clave para que ambas políticas –la que va del Estado o la comunidad autónoma para la aldea y la que va de la aldea para el Estado– confluyan. Al menos en eso creo.

Pero antes déjenme que repase algunas cuestiones que no nos contaron en la universidad y han pasando desapercibidas para la política, la sociedad, la ciencia y la tecnología. Desde su fundación hasta su abandono –un larguísimo periodo de la historia que va desde las primeras manifestaciones del Neolítico hasta hace apenas unas décadas– la aldea funcionó, entre otras muchas cosas, como una especie de “bomba de carbono” perfectamente diseñada para manejar su ciclo –lo capturaba del aire a través de las plantas y los árboles, lo procesaba a través de los herbívoros domésticos y lo retenía en el suelo a través de la fertilización orgánica– y como una “granja movida por energías renovables”, que nos proveía de alimentos –que ahora llamamos ecológicos– que gestionaba a la vez el territorio y la naturaleza por medio de una cultura bien medida, reglada y sistematizada –recogida en unas ordenanzas elaboradas por la propia comunidad a modo de carta magna– y cuyo trabajo propició un aumento espectacular de la biodiversidad y se reflejó en la creación de unos equilibrados paisajes de extraordinario valor agroecológico.

En puridad los campesinos, los aldeanos, fueron los más genuinos seres humanos pues en su acepción más etimológica –la que hace referencia al humus– eran los seres que vivían y cuidaban del suelo. Fue la industrialización, su modelo energético, su forma de investigar y su forma de organización urbanocéntrica e inorgánica la que abrió la espita del carbono y rompió el ciclo. Desde entonces el carbono cabalga desbocado a lomos de los principios organizativos de la Revolución Industrial, las ambiciones del capitalismo y el despiste generalizado de la sociedad urbano-industrial de la que formamos parte. Por eso queremos inspirarnos ahora en el funcionamiento sistémico de la humilde e inteligente aldea –y en la biomímesis campesina histórica– para solventar algunos de los graves problemas que nos acucian, especialmente en el manejo del campo, la gestión local de los recursos naturales y la lucha contra el despoblamiento.

Y ello supone integrar en un único vestido aldeano los tres subsistemas de los que dependerá su futuro: el sistema agroecológico local (SAL), el sistema energético local (SEL) y el acceso al sistema de telecomunicaciones y las nuevas tecnologías sin que ninguno de estos tres subsistemas prevalezca sobre otro.

Para nuestro futuro común, y para la gestión del medio rural en los territorios de memoria campesina, necesitamos una ciencia con conciencia aldeana que conecte con la tierra

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Una advertencia antes de seguir adelante: nada de esto será posible sin, por una parte, una “toma de conciencia” de la comunidad aldeana manifiestamente dispuesta a tomar la iniciativa y a trabajar por su futuro, a recuperar su identidad histórica, su cultura genuina, a recuperar la condición de comunidad organizada y cohesionada y a responsabilizarse de la custodia del territorio y, por otra, sin unas administraciones públicas que reformen

sus mecanismos e instrumentos de gestión e intervención territorial demasiado lentos, segregados, encorsetados, burocráticos cuando no dogmáticos o contradictorios y que inmersos en el pensamiento único de la perspectiva de escala industrial han contribuido hasta ahora más al desmantelamiento conceptual de la aldea que a su reinvención. Entonemos todos un mea culpa y pongámonos manos a la obra para arreglar un desaguisado secular.

A la iniciativa aldeana y a la deseable transición de la Administración pública de su actual forma de organización vertical, sectorial, urbana e industrial a otra inédita posindustrial, funcional y sensible a las distintas realidades locales, debemos incorporar una nueva mirada desde la investigación científica y universitaria que debe abandonar la senda iniciada por semejantes derroteros allá por los años cincuenta del pasado siglo XX. Una ciencia y una universidad renovada que en lo que aquí interesa haga suya la propuesta de Leo Tolstoi: mira bien tu aldea y serás universal. Para nuestro futuro común, y para la gestión del medio rural en los territorios de memoria campesina, necesitamos una ciencia con conciencia aldeana que conecte con la tierra y, como decíamos de los campesinos, se haga humana.

La ciencia y la universidad tienen ante sí el reto de integrar localmente la tecnología, las humanidades y el empirismo histórico de las pequeñas culturas campesinas, tal como hicieron en el pasado los institucionistas de Giner de los Ríos. En los conocimientos tanto de lo humano como del suelo, del humus, reside la esencia de lo que somos –especialmente en regiones eminentemente rurales como Asturias– por eso las nuevas tecnologías (el silicio) –como antes lo fue el mecanicismo industrial– no pueden ser nunca el sustituto de lo humano (el carbono) sino el complemento.

La buena noticia es que José Muñiz, aldeano de nación (Sograndio, 1949), es ahora Rector de la Universidad Antonio Nebrija y que Manuel Villa-Cellino –enraizado en la aldea piloñesa de Lozana– es el presidente del Consejo de la Universidad y la Fundación Antonio Nebrija y nada de lo que acabo de decir les es ajeno. Por mi parte estoy empeñado en evitar la incruenta guerra que anuncia José Muñiz, por eso les digo a ambos que cuenten conmigo para ello y que estoy a su disposición.

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