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Luis Roda | Juez decano de Gijón

"En la angustia de adolescente veía un muro que no podía rebasar"

“Fui un niño bueno y estudioso porque me gustaba aprender y mi madre me dijo que siempre las llevé por cabezón; soy terco y casi lo considero una virtud”

Luis Roda, en el muelle de Fomento de Gijón. | | MARCOS LEÓN

–Nací en Mieres, el día de San Antonio de 1951. Fui el segundo hijo. El primero murió en el parto. Entonces se nacía en casa y fue un niño enorme, pesó más de 6 kilos. Mis padres pensaron que no podrían tener más hijos. Pesé 4 kilos y medio al nacer y les parecí pequeño.

–¿Quién era tan grande?

–Mi padre. Tenía una tía en Oviedo, Mercedes, de cara guapa, a la que llamaban “La Giralda”. Mi madre también tenía buen tamaño. Era maestra y dejó de ejercer cuando quedó embarazada de mí, influida por la pérdida de ese hijo. Siempre noté la falta de ese hermano. Con 14 años fui al cementerio civil de Mieres a buscar su lápida.

–Un hermano fantasma.

–Sigue presente: llevo una medallita con la fecha de su muerte que mi madre colgó de su pulsera. Mis padres habían ahorrado para el niño y con ese dinero se fueron a Sevilla. Allí compraron una imagen de la Macarena enmarcada en una ventana con tejado, de escayola dorada, que pondré en la casa que estamos restaurando en Beberino de Gordón (León). He notado la falta de mi hermano, he sido el del medio, aunque sea el mayor.

–Su padre era abogado de Fábrica de Mieres. ¿Qué tal era?

Muy inteligente y con genio. Mi mujer lo define como una gallina clueca, porque gritaba mucho y era ultraprotector... Se estaba muriendo, con 88 años, y me preguntaba si me haría falta dinero. Era muy tierno dentro de una cáscara áspera, muy culto, lector y melómano. Tengo su afición a la cultura germánica. A él le gustaban Wagner y Beethoven y a mí el Barroco. Creo que en muchas cosas le he defraudado, que hubiera preferido tener un hijo registrador o notario.

–¿Cómo era su madre?

–Muy alegre. Tuvo que haber sido muy guapa de joven porque lo era de mayor. Mantuvo siempre una voz juvenil con la que cantaba sin poner una nota en su sitio. Jugaba a hacerse la niña y era más lista de lo que parecía.

–¿Y con usted?

–Mi padre nunca me pegó un tortazo; mi madre me sacudió alguna vez. Yo era un niño bueno, muy estudioso porque me gustaba aprender, pero ella me dijo que toda la vida las llevé por cabezón. Soy terco y casi lo considero una virtud. Acabo haciendo lo que creo que tengo que hacer, salvo que alguien me convenza de lo contrario. Es tenacidad y fuerza de voluntad.

–Tiene una hermana.

–Marta, tres y pico años menor, nos adoramos desde niños. Yo hacía la labor protectora de niño, pero ahora la hace ella porque mentalmente es más fuerte que yo. En los sentimientos soy más frágil. Lo que me hace daño me hace mucho daño.

–¿La ideología de casa?

–Gente conservadora dentro de un orden. Cuando empezó la democracia mi madre y yo votábamos a UCD. Mi padre era algo más conservador sin pasarse. La religión no era una obsesión. Misa los domingos.

–¿Qué le gustaba de niño?

–Dibujar y, con mi padre, oír música. Mis padres me daban libros. Hice la Primaria en un colegio que no existe, el Sagrado Corazón, cuatro señoritas, tres aulas, buen nivel, y los sábados, clase de Francés. El preparatorio de ingreso se hacía allí y era mixto.

–¿Qué recuerda de Mieres?

–Lo viví en una burbuja. Mis padres eran muy amigos de los Donapetry, que vivían a 150 metros de casa, y tenían un jardín en el que pasé la infancia. En mi libro “Memorias de la ciudad que nunca existió” hablo de ese jardín y de cómo la parte exterior de Mieres me llegó con cuentagotas hasta los 12 años en que los Donapetry vinieron a Gijón. Mi amiga de toda la vida es su hija Amparo.

–Que murió en 2010.

–Al hablar de ella aún lloro. A los 11 años subíamos a esquiar juntos a Pajares en el destartalado bus del Centro Cultural y Deportivo Mierense, que una vez perdió una rueda bajando el puerto con nosotros dentro. Puede haber dudas de la existencia de Dios, pero el ángel de la guarda existe.

–¿Sabía qué quería ser?

–No. Me fascinaba construir casa y dibujarlas.

–¿Por qué no fue arquitecto?

–Porque había que ir por Ciencias. Tuve un profesor de Matemáticas en tercero de Bachiller que nos volvió locos a la mayoría: ponía ceros por un error, asustaba, tiraba los libros a la cabeza. Me vi aprendiendo Matemáticas de memoria.

–¿Qué adolescente fue usted?

–Un poco pardillo. Empecé a ver muchas cosas de aluvión. Trataba con gente mayor que yo y noté que me hacía falta leer más. Cogí un libro de casa que se llamaba “Y la Biblia tenía razón” y compré “La trama geológica de la historia humana”. Leía con desorden. Tuve varias crisis, entre ellas la religiosa. Pasé todas las etapas negras. Con 15 años no acababa de entender qué era la vida. Cuando estaba angustiado tenía la imagen de un muro enorme que no se podía rebasar ni por arriba ni por los lados. Luego, indirectamente, descubrí que si estaba estudiando o leyendo no me angustiaba. Terapia ocupacional. No paraba de leer, estudiar e ir al cine.

–¿Y esa angustia?

–Pensé mucho en la muerte. Creo que todo venía de que empezaba a no creer las cosas, que se me desmontaba y no estaba dispuesto a seguir con lo que se esperaba. Odiaba la Semana Santa y el rezo en familia. La exposición de los sentimientos religiosos en público me pone enfermo. Un telepredicador es para mí el peor espectáculo. No soy ateo, pero dejé de ir a misa oficialmente con 20 años.

¿A Beberino iba por la OJE?

–No, aunque fui a dos campamentos de la OJE hasta que un mando, que se llamaba José Manuel, me dio dos bofetadas.

–¿Por qué?

–Por quejarme de que me salpicaran al tirar los calderos cuando estaba limpiando letrinas. En ese momento, la OJE se acabó a perpetuidad. A Beberino habían empezado a ir mis abuelos maternos a raíz de la Guerra Civil, a secar, y al poco alquilaron una casa que acabó comprando una tía mía que murió el año pasado. Tengo mucha relación con el paisaje, los sonidos, los ruidos, los olores de Beberino. Quiero poner allí mi segunda biblioteca. El dinero que gané en el premio “Jovellanos” por “Cunas, tumbas y huellas” me lo gasté en comprar una huerta al lado del río con un nogal y una acequia al lado, o sea que es Mesopotamia.

–El resto de verano, Gijón.

–Sí, después de Begoña, a casa de los abuelos paternos, cerca de la Iglesiona. Mi padre acabó comprando un piso de veraneo en la avenida de la Constitución que, con reformas, se convirtió en la casa familiar.

–¿Tenía pandilla en Gijón?

No. Llegábamos muy tarde. En Beberino, sí, chavales de todas las edades. Iba en bici a La Robla y a La Pola a comprar con Ana Mari, que me llevaba 11 días y fue mi punto de partida en chicas. Una amiga maravillosa.

–¿Cuándo vino a vivir a Gijón?

–En 1968. Mi padre llegó dos años antes para las expropiaciones de Veriña para Uninsa, luego Ensidesa, ahora ArcelorMittal.

–¿Por qué escogió Derecho si le gustaba la literatura?

–Nunca me tentó hacer Filosofía y Letras. Me gustaba la Medicina, pero en el selectivo había materias como Bioquímica para las que no tenía base. Pensaba en Santiago de Compostela porque era menos científica y porque me atraía una chica que hacía Medicina.

–Pero hizo Derecho.

–Imaginé que haría una oposición. Me gustaba la carrera diplomática sin saber lo que era, para trabajar en Finlandia. Me atraían los países nórdicos, la Europa fría. Se me dan bien los idiomas y tengo facilidad. Hablo bastante bien francés, me manejo en inglés e italiano, estudié alemán y de vez en cuando vuelvo a él, leo en portugués.

Un sentimental que se esconde en las sentencias y asoma en la vida y en los libros

Luis Antonio Roda García (Mieres, 1951) es el juez decano de Gijón. Comenzó su carrera en Luarca en 1979 como juez de distrito, la siguió en el Juzgado de primera instancia de Bergara (Guipúzcoa) en 1981 y de Luarca en 1982. Sacó las oposiciones a juez de primera instancia en 1983 y ejerció en Laviana hasta 1986. Pasó nueve meses en la Audiencia de San Sebastián y es juez en Gijón desde 1986.

Como es un sentimental intensamente enamorado, decir que está casado con Cristina Carrasco solo es suficiente en términos legales, pero no alcanza a definir su relación con esta abogada, a la que separó, y quien trajo al matrimonio dos hijos pequeños: Felipe y Cecilia. Esta última le ha dado dos nietastros –Nacho y Guillermo– y un “yernastro” al que adora.

Melómano desde la niñez, militante del Barroco, ha visto cómo en lo que va del siglo XXI emergió una afición que pugnaba desde la primera juventud, la escritura literaria, que le aleja de la sumarial y razonada de las sentencias. Escribir y publicar se ha vuelto muy importante en su vida. Su último libro, “Cunas, tumbas y huellas”, ganó el XXVI Premio internacional “Jovellanos” de ensayo. Se suma a “Las luces de la ciudad. Biografías gijonesas” y “Memorias de la ciudad que nunca existió”.

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