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En la nueva vida todo era viejo: el año que trajo la novedad del Covid 19 repuso muchas antiguallas de la vida del siglo XX

Fue el año de la vuelta atrás en el que los grandes cambios tienen que ver con todo lo que se ha podido hacer gracias a la informática y todo lo imposibilitado por el cierre de los bares

Una pareja lee en un banco del Campo San Francisco, en Oviedo IRMA COLLÍN

Vivir sin objetivos no enseña a hacer balances. Es una vida sin enfermar ni inmunizarse, como este año. En mi balance del año del Covid, niños, ha habido tanto nuevo como viejo porque este presente es un retorno.

De este tipo de males ya habla la Biblia, por decir un texto antiguo, y hasta el hallazgo de la solución provisional de la vacuna y después el combate no difirió mucho de las enseñanzas del Renacimiento. Pero uno no llega tan allá y, vitalmente, el año que trajo la novedad del Covid 19 repuso muchas antiguallas de la vida del siglo XX.

Como ahora, cuando yo era pequeño se volvía poco de los hospitales, a diferencia de estos últimos años en los que los enfermos iban al hospital y (como dicen de los quinquis en comisaría) entraban por una puerta y salían por otra casi inmediatamente, pero sanos. En los años sesenta la idea general era que el hospital era el tráiler de ver la película de tu vida pasar ante tus ojos en unos segundos y morirte. Ahora los que ingresan tardan en salir y hacía décadas que tantos no salían vivos.

Se guardaban muchas colas y no se consideraban, como ocurrió en la era intermedia entre el desarrollismo y la pandemia, un fracaso del servicio, sino un éxito del negocio. Se hacía vez hasta para coger agua del caño público cuando cortaban el suministro en verano.

Estudié todo el bachiller antiguo sin control térmico, es decir, sin calefacción y las asignaturas de letras (éramos pocos) con un cristal roto por el que entró, inclemente, todo un invierno. En casa la calefacción estaba racionada y la ventilación era salud. Doble salud cuando se abrían las ventanas para ventilar la habitación del enfermo porque venía el médico. Las miasmas eran el coronavirus de los 60. En el aire de la calle también flotaba el hollín, macroscópico, que se posaba en la nariz y al ir a quitarlo se extendía en tiznón. A cambio, el ruido se expresaba en menos decibelios.

Alfonso Sánchez era tan importante como Netflix y otras plataformas por las que se ven las películas ahora, no con más ilusión que los ciclos que presentaba en el único canal de televisión aquel señor mayor, calvo, de hablar calamitoso que sabía muchísimo de cine y escribía muy bien.

Ver fútbol era un bien escaso. La pandemia llevó el deporte rey al exilio, los partidos a cero, pero eso sólo son dos encuentros menos que en los sesenta, cuando había uno por televisión y otro en el estadio local. De ahí el éxito del “Carrrrrrrusel Deporrrrtivo” en los tiempos sin epidural en que no había parto sin dolor ni hortera sin transistor.

La vida normal estaba perimetrada: se salía poco de la ciudad. Sociedades como la Ovetenses de Festejos (SOF) fletaban autobuses para excursionar a Candás o a Luanco y fue así hasta después de la explosión del turismo particular que llenó las serpenteantes carreteras asturianas de domingueros. Se salía muy poco de la provincia, para muchos hombres sólo para hacer el servicio militar. El “resto de España y extranjero” era una boca de buzón, abierta como las de los Javis en los concursos de Tele 5, como sorprendida de recibir cartas. Hasta la democracia, se salía mal de España y, en algunos países, los españoles éramos vistos como apestados, igual que ahora.

En los balcones de los 60 se veían mujeres que no salían solas de casas

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No abundaban los besos y abrazos. Se estrechaban reciamente la mano los varones y se abrazaba virilmente a los amigos aplaudiendo en sus omóplatos, pero no se era más cariñoso que ahora. Los niños recibían besos de abuela que ametrallaban el papo y acuchillaban el oído y ósculo de tía que marcaba de carmín la mejilla y lo borraba mojando con saliva un pañuelo muy reutilizable, pero, al tiempo, cualquiera te podía dar un capón al paso, un pellizco de monja, un cachete de maestro por el mero hecho de ser niño. Los jóvenes empezaron a saludarse con dos besos, pero, en general, la española nunca besaba por frivolidad y los guardias multaban por hacerlo en público cuando se consideraba tal lo más recóndito de un parque vacío al anochecer.

Los ojos mandaban sobre la boca. La mirada era el escaparate de la intención y del carácter y el decoro en el vestir no hacía que nadie dijera “mírame a los ojos”. La boca en rouge era algo francés o americano, Brigitte o Marilyn.

No se llevaba mascarilla, pero sí velo y mantilla entre las mujeres y abundaban las tocas por la calle porque había muchas monjas de andar resuelto y montañero. Aquello lo traía la religión, esto la ciencia. Ni una ni otra dejan ir a cara descubierta.

Las vacunas eran galones infantiles en forma de postilla. Su marca se lucía donde el hombro resbala a brazo. Como los ombligos, las había con un piquito hacia fuera o con un cráter hacia dentro. Eran veraniegas y sexy porque la mentalidad era muy invernal.

La gente se controlaba muchísimo entre sí y se llamaban la atención por cualquier cosa, fuera con el estilo directo e imperativo del “oiga, haga el favor de…”, fuera con el pasivo-agresivo de hablarle al viento “ay, Dios, como si no hubiera pocos muertos…”. También entonces se llevaba fatal cualquier advertencia porque en español no se ha inventado una forma neutra de hacerlas. “¡Métase en lo suyo!”, “¿Es usted policía?”. “No le tolero…” Entonces era intolerancia. Ahora es “tolerancia cero” y dicen que es buena.

Los balcones estaban muy habitados, sobre todo por mujeres que no salían solas de casa. Eran un poco policías de balcón, fisgonas de ventana y espías de visillo, pero también madres de hijos que cruzaban sin mirar y personas que necesitaban respirar y ver la vida. Además, la televisión emitía pocas horas.

Sonaba el Dúo Dinámico, pero no el de “Resistiré” (un Manolo y Ramón tardío y Almodóvar) que, quemando etapas, pasó de “15 años tiene mi amor” al coñazo de “El bastón del abuelo”, un himno Cebolleta (by Vázquez), que también habría sido muy Covid.

Mercado del Fontán Irma Collín

Había crisis del papel higiénico. En los váteres donde había rollo (y no un clavo con hojas de papel para reciclar) regía el monopolio de “El elefante”, por un lado, áspero; por el otro, satinado, por la doblez, uña de bruja. Nadie sabe por qué ni cómo (porque no venía marcado) del rollo había que sacar 400 hojas. De cumplirse, la cantidad de papel por uso sería similar a la del lineal vacío del inicio del confinamiento.

Se trabajaba mucho en casa. No había teletrabajo, pero sí mucho pluriempleo en el hogar. Modistas que cosían para fuera, médicos con consulta de gabinete, contables de tarde que eran administrativos de mañana…

Todo era control y remoto. Decimos “trabajar en remoto” para quitar la palabra control. Nunca fue tan remoto el control como ahora, pero entonces era remoto lo que hoy nos parece a tiro de piedra, perdón, a 5 minutos de coche.

El horario del toque de queda era el normal. La mayor parte de la sociedad la mayor parte de los días estaba en casa pronto (salvo señoritos y putañeros). El que saliera y metiera ruido era fácil que durmiera (la mona) en “el cuartón”, espacio en comisaría y figura legal sin juez.

Las tardes de fin de semana se regían -bares aparte- por un horario más estricto que el barbónico y las calles se andaban entre negocios cerrados al paso aburrido del paseo, muchas veces para sacar a la mujer después de que hubiera pasado el día en casa y la mañana sin sentarse y a una hermana que se había quedado soltera. ¡Qué triste era!

También se recelaba de los jóvenes, genéricamente, como enemigos del orden, aunque sólo un pequeño grupo lo fuera activamente y en la mayoría el afán de libertad fuera tan difuso como el que cantaba Nino Bravo en “Libre”, donde el sol cuando amanece el libre, cuando lo que hace, cada día, inexorablemente, como una condena, es atravesar el plano del horizonte y pasar al hemisferio visible.

No se llamaban riders pero había más que ahora. Sin plataforma, pero trabajando de recaderos de la tienda de abajo, de la panadería, de la tintorería, cobradores del agua, del gas, del seguro del coche, de la letra de la lavadora, del Círculo de Lectores, de... ¿Rider? Había un vaquero de un tebeo americano que llegaba de México que se llamaba “Red Ryder”. Y su amigo niño indio Castorcito. Y su caballo negro, Trueno. Tenía iniciativa, era dinámico, pero no hacía recados.

Que se puedan confesar, los grandes cambios posibles han sido lo que se han podido hacer por la informática y los que no, por el cierre de los bares.

En mi familia se creía en la superioridad moral de estar en casa sobre la de vivir en la calle, en la bondad de andar en zapatillas respecto a andar por los bares, pero me rebelé contra eso y como sedentario sin partido de fútbol ni excursión de scout, socialicé en los bares.

Este año la hostelería se ha revuelto como fiera acosada.

La terraza es un bar en la calle, lleno de mesas, donde nunca hay sitio

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Con los salones cerrados, pero las cocinas abiertas, ha aumentado la oferta del chocolate con churros. Los churros han sido puestos en Valor (1881) como el antisushi de los tíos con mascarilla de bandera de España y olé, como merienda nacional y recuerdo de la abuela que al freír traía el reír.

El gran cambio urbano ha sido el aterrazamiento de las aceras, ensanchadas por las peatonalizaciones de los prósperos 90 del siglo XX y hostelerizadas en los pandémicos 20 del XXI. Gana hoy el sedente, lo que ganó el peatón.

Crecí sin terrazas, con el confuso recuerdo de las sillas verdes del Bar Paredes, el cierto de las cuatro mesas de la Cafetería Rívoli en la calle Uría de Oviedo donde el dibujante Alfonso tomaba el vermú y la lujuriosa sorpresa de la calle Corrida de Gijón, un cuadro impresionista y veraniego de mesas, señoras, cafés, gomosos, cubalibres, chicas y cocacolas, donde descubrí una regla de oro: la terraza es un lugar en la calle lleno de mesas en el que nunca hay sitio cuando quieres sentarte.

Así sigue siendo.

Incluso ahora en los tiempos de la terraza versión extendida. Cuando sale un rayo de sol, uno no encuentra un pequeño pedazo de terraza, un lugar donde caerse sentado.

Aunque he visto imágenes nuevas: el éxito de terrazas en terraplén, que parecerían inclinadas a fracasar, y de terrazas carcelarias, siempre a la sombra.

He visto las colas al café de las 10 a la puerta del bar que parecen las de la sopa del ejército de salvación, los toldos de cafetería bajo la lluvia como hospitales de campaña en la guerra de Corea durante la época de los monzones, el coche funerario entre mesas y sillas que acogen el vivo al bollo y el negocio viento en popa de los asientos con el viento de cara.

He visto en días de lluvia al que tiene el vino en la mano y el agua en los pies y en tarde frías a los que charlan junto al mechero que les convierte media cara en habitantes de Mercurio (ellos, por proximidad al sol) y de Venus (ellas, porque son más frioleras, salvo en época de sofocos).

Cuando la pandemia acabe, la ciudad bar querrá quedarse

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Con el cierre de los interiores, salen a la luz los alcohólicos del barrio y los terracestres, habitantes del planeta terraza a todas horas (¿madrugan para colocar la toalla que guarda el sitio para sí y toda su descendencia?).

A cambio de restringir los interiores y reducir los aforos para subir la persiana sin bajar la guardia, hay hosteleros que se han hecho terrazatenientes latifundistas y gracias a eso los camareros dejarán de sufrir las varices de la barra para gozar los gemelos de los cien metros lisos, recorridos ida y vuelta con desinfectante y bandeja de consumiciones. En las fiestas de San Mateo de los años 40 había competiciones de carreras de camareros. Hoy se rifarían a los campeones, como hacen con los escanciadores.

Se soñó la ciudad-jardín, se necesitó la ciudad-dormitorio, se improvisa la ciudad-bar que, cuando acabe esto, querrá quedarse. Propongo para cuando llegue ese conflicto una nueva ordenación del territorio -como la que se hizo a partir de 1970- que cree polígonos hosteleros, con lanzadera, en los vacíos polígonos industriales

Ahora es necesario este entretiempo de chigres de las aceras para que viva un sector que gusta popularmente a casi todos y políticamente a la derecha y que ayuda a combatir con relación real, no virtual, los aerosoles de tristeza en suspensión de este año de muerte lenta, solitaria y abundante y de vida de mierda, pobreza y desigualdad en el que tanta gente habla sola bajo las mascarillas y respira el CO2 de las ideas fijas porque no hay ventilación que disperse la sucesión de malas noticias que flotan en el aire.

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