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Jordi Doce | Poeta, autor de uno de los primeros diarios del confinamiento

“La idea de que la poesía es consuelo nunca me ha convencido”

“No escribí ‘La vida en suspenso’ para opinar; no me interesaba reducir la realidad con prejuicios ni valoraciones” | “Las redes sociales imponen simulacros de relación social y, también, de lenguaje, de afectividad”

Jordi Doce

Con “La vida en suspenso”, el poeta, crítico y traductor Jordi Doce (Gijón, 1967) escribió uno de los primeros diarios del confinamiento. El libro, editado por Fórcola en junio de 2020, es, en palabras de su autor, “una forma de articular o amansar la sensación de incertidumbre que vivíamos y de la que, en el fondo, no nos hemos desprendido”. En esta entrevista, un año de pandemia después, cuenta cómo se le impuso su escritura. Y cuánto y de qué modo ha afectado la crisis del covid-19 al resto de las facetas de su trabajo.

–“La vida en suspenso” fue uno de los primeros diarios del confinamiento. Y le sirvió, decía en mayo de 2020, para reencontrarse con la escritura. ¿También para reencontrarse con la poesía? ¿O ya lo concibió de mano como un ejercicio poético en prosa, como ha hecho otras veces?

–Como digo en el propio diario, no hubo plan ni premeditación. Fue uno de esos casos en los que el impulso de la escritura surgió espontáneamente, con naturalidad: había que aguzar la atención y registrar la extrañeza, el pasmo incluso. El mismo domingo 15 de marzo me vi anotando lo que percibía, como una forma de articular o amansar la sensación de incertidumbre que vivíamos y de la que, en el fondo, no nos hemos desprendido. Y fue un impulso muy íntimo, más acá de la decisión de compartir esas entradas en mi blog (donde, en todo caso, no podían tener más que un puñado de lectores). Todo se paró, de repente. Y ese hueco, ese espacio-tiempo vacío, fueron a ocuparlo las palabras.

–¿Fue un acto de consuelo, como quería Joan Margarit que fuera siempre la poesía, o de lo contrario, de indocilidad, de rabia serena?

–Ni una cosa ni la otra, en realidad. La idea de que la poesía es consuelo nunca me ha convencido, y en todo caso lo será siempre a toro pasado. Al principio hay una extrañeza, algo que está ahí y que me interpela. Y uno responde a esa realidad extraña con palabras que quisieran sondear el enigma sin destriparlo ni quitarle su gracia, su sentido. No sentí tampoco, me parece, indocilidad ni rabia. Más intenso fue el sentimiento de irrealidad, de incertidumbre, y el malestar causado por la yuxtaposición de experiencias contrarias: por la ventana asistíamos al estallido de la primavera y en la pantalla se sucedían los recuentos de muertos, de ingresados en la UCI, los testimonios angustiosos del personal hospitalario...

–¿Siente que lo que escribió entonces sigue siendo válido ahora? No como literatura, sino como informe de lo ocurrido. ¿Escribir sobre los efectos del virus hace que uno sea más consciente de la volatilidad de lo que escribe?

–El diario, desde luego, no se libra de incurrir en ingenuidades. Pienso en un pasaje en el que enumero lo que me gustaría hacer después del confinamiento, y en el que está claro que no me había enterado de la verdadera naturaleza del virus. Ya entonces se hablaba de contar con vacunas fiables para inmunizar al grueso de la sociedad, pero yo insistía en pensar, en querer pensar, que era poco más que una gripe estacional. Asumo el error y ahí queda, como un síntoma y una prueba de mi ignorancia. Por lo demás, yo no podía escribir “un informe de lo ocurrido”. Escribo de lo que percibo desde mi humilde esquina. Y eso tiene que bastar. Una de mis bestias negras de este tiempo es esta manía universal de opinar de todo –algo que las redes sociales han convertido en epidemia– y de confundir la escritura con la opinión. Yo no escribí el diario para opinar. No me interesaba reducir la realidad con prejuicios ni valoraciones. Quería acogerla en toda su riqueza, su complejidad contradictoria. El mundo es mucho más grande que nuestro pobre yo opinante, y reducirlo al blanco y negro binario de tantos tuits y columnas de periódico me parece un índice de pobreza mental.

–Desde entonces, ¿de qué manera ha modificado la pandemia, en hábitos, en punto de vista, en lo temático, la poesía que usted escribe?

–Es demasiado pronto para decirlo, quizá, pero no siento que haya modificado nada. El trabajo editorial y creativo exige, al menos en mi caso, un cierto grado de soledad y reclusión, de modo que el confinamiento de estos meses ha sido en realidad una versión extrema de lo que solía ser mi rutina cotidiana. Echo de menos, eso así, como todo el mundo, los encuentros en libertad con los amigos, los viajes, los conciertos, etcétera. Por lo demás, mi poesía es de digestión lenta, quiero decir, que no suele reaccionar en caliente a lo que pasa. Primero hay que desplegar las antenas, percibir la vibración en el aire, y luego ya veremos cómo se transmuta todo eso en palabras.

–¿Cree que podrá hablarse, también en poesía, de un antes y un después de la pandemia del covid-19?

–Es posible. Quizá no de forma directa, más allá de algún poema de ocasión sobre el uso de mascarillas y la distancia social. Pero es evidente que la pandemia refuerza la sensación de incertidumbre, de falta de horizonte y hasta de desastre inminente que recorre este comienzo de siglo XXI. El “no future” del punk es ya un peligro cierto. Y todo eso se filtra en la escritura, en la pintura, en el cine, en el arte que estamos haciendo entre todos. Es inevitable. La pandemia es solo un ingrediente más, quizás el más aparatoso por su inmediatez, de un caldo tóxico que sube al mismo ritmo que el nivel de las aguas marinas.

–¿Puede un poeta, como poeta, no como ser humano, sustraerse a la pandemia, ignorarla, y que no deje huella en lo que escribe, aunque, por así decir, no sea el covid-19 el asunto de su poema?

–Veo que ya estoy dando mi opinión, como todos. Bueno, el poeta puede ser muy “poeta”, pero sigue siendo un ser humano. Así que sustraerse a las circunstancias me parece francamente difícil. No es cosa de ponerse dramático, o tal vez sí, pero es evidente que la especie humana es ya una plaga que amenaza la diversidad y el equilibrio de los ecosistemas del planeta. Nuestro modelo económico favorece la avaricia consumista, la desigualdad social, el expolio de los recursos naturales y la muerte de otras especies. Y este es el marco, entiendo, en el que deberíamos situar los debates sobre el virus y su impacto en nuestras vidas y nuestra imaginación.

–¿Qué estímulo lingüístico, de vocabulario, piensa que hallarán los poetas en lo venidero en palabros como “trazabilidad” o expresiones como “contacto estrecho”? ¿Ve posibilidades significantes en esa neolengua del covid, teniendo en cuenta que la noción de “contacto” ya había quedado seriamente tocada con el simulacro de relación social que han impuesto las redes sociales?

–Las redes sociales no imponen sólo simulacros de relación social, sino también, por extensión, de lenguaje, de afectividad. Aunque muchos las usamos y las encontramos útiles, mejor no mitificarlas. Que algunos conviertan un tuit o un post de Facebook en literatura no significa que estos espacios sean propicios para la creación. La prisa compulsiva y la egolatría exhibicionista de las redes es justo lo contrario de lo que quisiera para la poesía, para la escritura. Creo sinceramente que nos falta sosiego, lentitud y, sobre todo, humildad, capacidad de atención.

–¿Pronostica una explosión creativa para los próximos años, como la que sobrevino en la década de 1920, tras la I Guerra Mundial y la mal llamada gripe española?

–Soy mal augur, así que no lo sé. Pero es evidente que las épocas de crisis suelen serlo en todos los planos, también en el intelectual y el creativo. Si esto sirve para remover un poco la tierra...

Fragmentos de “La vida en suspenso” (Fórcola, 2020)

Martes, 17 de marzo. 

Sospecho que estas semanas de encierro terminarán pareciendo un sueño. Un sueño pesado, molesto, como de siesta echada a perder. Los días se irán haciendo una pasta de la que iremos emergiendo con esfuerzo, limpiándonos el engrudo del tedio y las rutinas de interior. Gastaremos una dosis valiosa de nuestra energía en imponernos trabajos forzados que ordenen o dosifiquen el paso del tiempo. Tendrán un éxito moderado, o eso creo. Pero sería necio descuidarlos. Así también dosifican nuestros gobernantes las novedades: ayer, cierre de fronteras; hoy, intervención de unidades militares para regular el flujo de pasajeros en las estaciones; mañana, por lo que llevo oído, el cierre del tráfico aéreo. Entretanto, cada uno en su cubil, vamos arañando nuestro palmo de tierra y haciendo más cómoda y holgada la celda que nos corresponde. Toca hibernar en pleno comienzo de la primavera.

Martes, 24 de marzo. 

El sol del mediodía –un sol limpio, como de entre tormentas– calienta el gran caldero del patio. Se ve ropa puesta a secar en las traseras de los edificios y gente –poca– faenando en algunos balcones. Otros simplemente salen a tomar el aire o fumarse un pitillo. La luz da de lleno en la ventana y me deslumbra. He tenido que bajar el estor. En la calle hace fresco, pero aquí noto cómo el estudio se caldea en cuestión de minutos. Me dan ganas de saludar al sol, como en el poema de Frank O’Hara, pero aún no tengo la confianza necesaria. Prefiero celebrarlo con palabras.

Sábado, 4 de abril. 

Salgo al balcón a media tarde y me sorprende un murmullo apretado, como de agua que corre entre piedras. Es el viento en los árboles.

Lunes, 13 de abril. 

Ahora la vida social –salvando los saludos entre paseadores de perros y alguna charla fugaz con los tenderos– es lo que sucede entre calle y ventana. Ayer, por ejemplo, en el tramo de Bailén que mira a la estatua de Sor Juana Inés de la Cruz: una mujer limpiando las ventanas del salón; un viejo con un cigarrillo en la mano y la cara vuelta hacia su derecha, en dirección a la librería El Aleph, no sé si buscando alguna patrulla en el horizonte… La mañana, luminosa y primaveral, ponía de su parte para que todos se asomaran y se dejaran ver. Luego, ya en una terraza palaciega de Pintor Rosales, un joven padre pedaleando con fuerza en su bicicleta estática; llevaba puesto un maillot de colores fluorescentes y un casco negro, puntiagudo, que inclinaba hacia el suelo como si estuviera haciendo una contrarreloj. Sus dos hijos, muy pequeños, no paraban de correr y dar vueltas por la terraza.

Miércoles, 22 de abril. 

Me desperté justo cuando había desesperado de llegar en metro a Atocha. Me perdía una y otra vez en los subterráneos y no encontraba por ningún lado la línea roja (que, para colmo, ni siquiera pasa remotamente por ahí). Luego, todavía en la cama, mientras me iba desgajando de las aguas del sueño, pensé: ¿Atocha? ¡Serás iluso!

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