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Rodolfo Pico, el “gatobardo” de la geometría poética

El pintor valdesano falleció en 2017, justo cuando su arte había entrado en una magnífica madurez, con unas composiciones llenas de color donde el pop limitaba con el surrealismo

Rodolfo Pico Ángel González

“Rodolfo Pico. El Gatobardo” es el título del libro que acaba de editar la familia del pintor, nacido en 1952 en San Pelayo de Tehona, Valdés, y fallecido en Gijón en 2017. Es una recopilación y análisis de toda la obra de un creador genial, escrita por Rubén Suárez, crítico de arte de LA NUEVA ESPAÑA, que falleció en junio del año pasado, poco después de terminar el trabajo. En esta doble página, y a modo de doble homenaje, se reproduce el primer capítulo de esa publicación.

Rubén Suárez

Cuando Rodolfo Pico murió, la noticia conmovió profundamente a los aficionados asturianos al arte, especialmente en Gijón, donde vivía y pintaba casi desde niño, porque se trataba de un artista y un personaje muy conocido y apreciado, creador de una obra de una muy sugestiva singularidad dentro de la creación plástica asturiana, en la que ocupaba un lugar de privilegio. Además, su muerte fue repentina y relativamente temprana –tenía 64 años–, y concurrieron en ella inusitadas circunstancias que la hicieron particularmente desconcertante y dolorosa.

“Dental I”, 2008.

“Dental I”, 2008.

El actor gijonés Arturo Fernández repetía a menudo que le gustaría morir en el escenario (aunque lo hizo en la cama a los 90 años), algo que en cierto modo sucedió en el caso de Rodolfo Pico. El periódico LA NUEVA ESPAÑA del 2 de marzo de 2017 daba así la noticia: “(…) El cuerpo sin vida del pintor fue encontrado por la asistenta que le limpiaba el estudio y vivienda de la calle Álvaro de Albornoz. Un mueble bloqueaba la entrada a la estancia, así que la mujer optó por llamar a la Policía”. Añadía que la muerte podría haberse producido en un brote de epilepsia, enfermedad crónica que padecía, y que llevaba muerto más de veinticuatro horas. Estos detalles agudizaron el desconsuelo de familiares, amigos y admiradores, y, sin duda, hicieron el suceso más difícil de olvidar.

“Paisaje en la canícula”, 2010.

Rodolfo Pico sí murió en el escenario, pues eso era para él su estudio, y además lo hizo el día antes de que finalizase su última exposición, que se mantenía abierta, con notable éxito, en el Museo Evaristo Valle de Gijón y que llevaba el título –cruel ironía; él, que las amaba tanto– de “La geometría sonriente”. El funeral se ofició en la iglesia parroquial de La Resurrección, que lo era de su barrio de Laviada, y en el curso del mismo su sobrina Leticia Zapico dio lectura al último poema del pintor, escrito poco antes de su muerte como regalo para ella.

“El Cromonauta”, 2010.

Porque Rodolfo Pico también era poeta, y no de ocasión, sino de los que hacen de la poesía un modo de entender la vida, escribiendo desde la cultura literaria y el sentimiento profundo. Por eso, como mejor manera para finalizar el último capítulo de su vida cabe recordar la emocionante despedida que, coincidiendo con la clausura de su exposición en el Museo Evaristo Valle, le dedicaron sus familiares y amigos más cercanos, y reproducir el bellísimo texto que sobre este acto publicó María de Álvaro al día siguiente, lunes 3 de marzo, en el diario “El Comercio”, bajo el título “Rodolfo Pico, una despedida en óleo sobre lienzo”:

“No solo de música se alimenta el gato”, 2008.

“No solo de música se alimenta el gato”, 2008.

“Si recordáis mi risa, si disculpáis mis errores pasados, si evocáis esas pequeñas cosas que un día compartimos, seguiré estando con vosotros. Recordadme en todo lo que compartimos y estaréis orando por mí y por todo lo que nos hace eternos. Tomémonos de la mano, os he amado tanto, he amado tanto la vida… y por ello vamos juntos a dar un abrazo al peso de la luz, que ya siempre será conmigo, en una infinita escucha, en un sonoro silencio…”.

“Holmes”, 2010.

“Holmes”, 2010.

Solo un aplauso final templó el sonoro silencio de todos cuantos se reunieron en el Evaristo Valle al cerrar la exposición que el destino quiso que fuera póstuma, pero no fue inmediato, se dejó esperar tras las gargantas anudadas de artistas, amigos, galeristas… que recordaban a Rodolfo Pico. A él, a su risa, y a ese universo lleno de colores que el gijonés creó con su paleta.

“Oficio de lluvia y colores”, 2008.

Las palabras fueron el broche, la forma de cerrar la visita que guio por sus cuadros Jorge Mola, y eran palabras del propio Pico. Las había escrito dos años atrás para confortar a su amigo Miguel Watio, que acababa de perder a su hermana. Sin adivinarlo él entonces, sirvieron para despedirle, o mejor dicho, para hacerle más presente. Tan presente como su propio arte, que le sobrevive y que durante los últimos meses estuvo colgado en las paredes del museo de Somió.

“Cruz de espinas”, 2014.

“Cruz de espinas”, 2014.

A las obras de Pico, a su chat noir, a su particular Principito cosmonauta, a sus nostalgias heredadas de Cuba por vía paterna, se sumaron para la ocasión dos piezas muy especiales, dos abrazos pintados de sus colegas y grandes amigos Miguel Watio y Pelayo Ortega. Pintó Watio a Rodolfo con su eterna gorra sobre un barco de papel despidiéndose para surcar un mar de mil colores, y Ortega le dijo adiós con la sencillez de una pajarita de papel cargada de poesía, esquinada sobre fondo negro, negrísimo. Y los dos, con la pintura de Pico, con su recuerdo, le pusieron el mejor cierre a una muestra a la que seguiría para siempre su sonoro silencio.

“La pena”, 1974.

Este libro pretende contribuir al mejor conocimiento de la vida y obra de Rodolfo Pico. Algo que muchos de los que le conocimos pensamos que le debíamos a un artista que fue parte importante de la historia de la pintura asturiana, pero también una hermosa persona, inteligente, independiente, culta y buena, y trabajador infatigable enteramente entregado a la creación plástica.

S/T, 1979.

S/T, 1979.

Además, se da la circunstancia de que, como declaró Pelayo Ortega, entrañable amigo a lo largo de la vida y el arte, en el momento en que supimos de su muerte, “estaba pintando como nunca, desde una magnífica madurez”. Algo muy cierto, porque aunque Rodolfo Pico siempre fue un artista que mereció la atención y el apoyo de la crítica, de galeristas y de coleccionistas, y que había ido evolucionando a lo largo de su trayectoria por distintas etapas, aun conservando el denominador común de una reconocible huella estilística en su figuración, alcanzó sin embargo en los últimos años un momento de plenitud en el dominio de sus recursos plásticos, cuando apostó decididamente por un nuevo realismo de cuño absoluta e inequívocamente personal.

“Paisaje tendido a la luz de la luna”, 2008.

Fértil creador de imágenes específicas, Pico integraba esas imágenes, iconos reconocibles, en complejas composiciones de una característica estructura formal geoconstructiva, lo que junto a la peculiar planitud e intensidad del color y un manejo del espacio también muy distintivo hacían sus pinturas sugestivamente dinámicas y expresivas.

“Cachimba y sabor Caribe”, 2007.

“Cachimba y sabor Caribe”, 2007.

Limitando el pop y el surrealismo, su obra ponía de relieve su instinto entre poético e irónico y la riqueza de su imaginación en la creación de pinturas que a menudo aludían a su universo personal, algo que no condicionó una obra que nunca pecó de anecdotista ni ornamental, porque la fantasía temática no era más que un motivo al servicio de las calidades formales, cromáticas y compositivas, en definitiva, de la verdadera pintura.

“Arqueología”, 2001.

Personalidad dominante en su tendencia plástica, las últimas exposiciones demostraron que, efectivamente, estaba pintando como nunca –mejor que nunca– en la imaginativa creación de situaciones y personajes, así como en la formalización plástica, donde su sonriente geometría velaba por la “vocación de esencialidad y pureza” –en palabras de Juan Manuel Bonet– de su pintura.

S/T, 2004.

S/T, 2004.

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