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Arquitectura personal Faustino Ruiz de la Peña | Pintor y profesor

“Lo que pintaba le gustaba a mi madre y yo quería agradar”

Crecí feliz en una casa de seis hermanos, con las apreturas de un padre que trabajaba en tres sitios y una madre que administraba sabiamente”

El pintor y profesor Faustino Ruiz de la Peña, en el tránsito de Santa Bárbara. MIKI LÓPEZ

Faustino Ruiz de la Peña (Oviedo, 1969) se licenció en Bellas Artes en la Universidad de Salamanca en 1992 especializado en pintura y empezó a moverse por los lienzos sobre un terreno experimental, siguiendo lo que le habían enseñado, lo que se llevaba, lo que se veía por todas partes. Mientras preparó su oposición de profesor de Enseñanza Media tuvo muy poco tiempo para pintar, pero cuando sacó la plaza empezó su carrera de pintor que se vuelca en el siglo XXI.

En aquella abstracción de fondos neutros y trazos expresivos que pensaba largamente y ejecutaba rápido empezaron a aparecer anatomías solitarias. Hace 15 años viró hacia las atmósferas y los paisajes figurativos. En 2008 ganó el Certamen Nacional de Arte de Luarca.

Es profesor en el IES de Trubia, pinta y expone pon regularidad, está casado con una profesora de Literatura, Paula, y tienen tres hijos, Carlos, Juan y Paula, entre la primera juventud y la adolescencia.

Se cuenta con imágenes, algunas muy nítidas, en las que dispone ordenadamente los elementos. Cuando habla de sí hay dos rasgos que aparecen varias veces en la conversación: la temprana búsqueda de agradar en la que encuentra confort y la inseguridad, que quizá condicione la anterior y que desaparece en el resultado de haber conseguido su objetivo.

–Nací el 2 de septiembre de 1969 en Oviedo, en el Hospital General. Soy el quinto de seis hermanos. Santiago me lleva 6 años; Chelo, 5; Nacho, 4; Lucía, 2, y yo le llevo 6 a Juan. Vivíamos en Pedro Masaveu y en el edificio había otras tres familias numerosas, una de 10 hijos.

–¿Cómo era esa casa?

–Feliz, con apreturas, las propias de un padre que tenía que trabajar en tres sitios para llevar el dinero que mi madre administraba sabiamente. Había más de una litera y había que hacer turnos para bañarse o trabajar.

–Su padre.

–Juan Ignacio, tiene 84 años, pasó el covid, estuvo ingresado casi un mes y salió adelante. Fue profesor de Música y periodista. Le hubiera gustado ser director de banda de música militar pero, pese a la afición musical de la familia, mi abuela Jovita se empeñó en que, como era el mayor, tuviera una carrera más seria: Derecho. Con 23 años estudiaba leyes, daba clases de armonía en el Conservatorio y traía niños al mundo.

–¿Y el periodismo?

–Más adelante se presentó a unas plazas de radiofonista en Radio Nacional y sacó la carrera por libre. Me acuerdo de acompañarlo a examinarse en la Complutense. Íbamos en el Seat 850 y veíamos las pintadas y la gran urbe que era Madrid. Daba clases particulares, formó coros, orfeones, ochotes, en la radio hacía guardias los domingos. Llegaron las incompatibilidades de los ochenta, escogió la música y volvió la economía de guerra con varios hijos estudiando fuera.

–¿Qué tal fue como padre?

–Riguroso en los estudios, no sé si exagerado, pero sí de pedir resultados. Nos ponía problemas de Matemáticas, nos hacía dictados de Lengua. Fue magnífico. Lo recuerdo en el salón de casa sentado al piano Weinstein, que sonaba muy bien, con dos de mis hermanos a un lado y otros dos al otro, enseñándoles solfeo, armonía y repentización.

–¿Y usted?

–Yo era espectador: no detectaron en mí actitud hacia la música, más bien un oído algo duro. De los cinco, tienen grado profesional cuatro, creo.

–¿Le importaba?

–No. Lo agradecía porque era un trabajo tostón.

–Hable de su madre

–Consuelo Esther, segunda de cinco hermanos. Tiene 83 años y también pasó el coronavirus. Fue ama de casa y abnegada madre volcada en nuestra educación, la cocina, coser... La evoco punteando uno por uno los productos que compraba en el economato de la Diputación.

–¿Y como madre?

–Una delicia. Llevaba el peso de la educación día a día. También tenía zapatilla voladora. Jugábamos grandes partidos de pelota de papel con una portería en el quicio de la habitación de mis hermanos y otra en la mesa de la cocina. Aquello era el viejo Tartiere... pero estaba prohibido y cuando oíamos la llave de la puerta o el ascensor quedábamos congelados y jadeantes y la zapatilla solía volar. Tuvimos mucha convivencia con mis abuelos paternos y maternos.

–¿Vivieron en su casa?

–Jovita, la madre de mi padre, fue independiente hasta el final, aunque mis hermanos iban a cuidarla. Los maternos convivieron con nosotros hasta el final de sus días. Mi madre se volcó en cuidarlos, y mi abuelo Tino, que era mi padrino y con el que tuve una relación entrañable, sufragó muchos gastos de mi formación.

–¿Dónde estudió?

–En La Gesta, en clases de 48 alumnos, sin filtro social, algo estupendo, el hijo del panadero y el del cirujano, solo chicos, donde la mano estaba a la orden el día. Alguna vez me cayó una bofetada sin hacer nada por ello. Lo veíamos normal. Mis hermanos eran veteranos del Alfonso II y cuando entré en sexto de EGB ya me avisaron con qué profesores debía tener cuidado. Aquella noche no dormí porque no sabía con qué me iba a encontrar. Era una educación que en ese aspecto dejaba que desear. Fueron años felices.

–¿Qué tipo de guaje era?

–Uno de mis recuerdos es el de la primera vez que fui al cine, en un verano de Portonovo, vi “El puente sobre el río Kwai” y los grandes títulos y aunque me dormí en el cuello de mi madre a los 10 minutos me quedó la afición por el cine de antes: Hawks, Wilder... Era juguetón, futbolero, del Real Oviedo, del Atlético de Madrid –mi primera camiseta fue un 9 de Ayala comprado en Deportes Isa– y del CAU, el equipo de mi barrio. Tenía mi grupo de amigos y pasaba el día dibujando.

–¿Era el mejor dibujante de clase?

–Sí, aunque en Pretecnología no era nada bueno porque no era paciente. Perseverar y ser paciente lo adquirí más tarde porque es necesario en el arte.

–¿Su Oviedo de infancia?

–Desde junio, iba del colegio San Gregorio a la plaza de la Gesta hasta que se metía el sol. Una señal decía Parque de Invierno, pero tardaron 20 años en hacerlo: eran caleyes, vaquerías y algún bloque de pisos.

–¿Estimularon que dibujara?

–Vieron que después de hacer los deberes dibujaba partidos de fútbol, galopadas por la pradera y batallas aéreas de “Hazañas Bélicas” y los sábados iba a la biblioteca infantil a por los libros de “Tintín” y “Astérix”. Como dibujante tenía mi público y mi madre conserva una caricatura que hice del Congreso de los Diputados en la que salían Adolfo Suárez y Felipe González. La tele estaba encendida y aquello me interesaba. Recuerdo los debates de “La clave” hasta que me rendía el sueño.

–¿Qué ambiente ideológico había en su casa?

–No se hablaba de política. Mis abuelos Jovita y Tino hablaban bien de Franco. Se practicaba religión y se iba a misa el sábado. Yo bendigo la mesa. Soy creyente.

–¿Cuándo supo que quería vivir de ser dibujante?

–Mi padre pensaba en que fuera delineante, que me sonaba a Rotring. No me parecía mal. Con 14 años empecé a ir a clases de dibujo en Compasso, con María Antonia y Pilar Arturo y vi que tenía habilidades y que lo que hacía agradaba. A los 18 exploramos el grabado y preparamos el dibujo de volumen y claroscuro para el examen de ingreso en Salamanca.

–¿Cómo era el artista adolescente?

–El 50% era artista y el otro 50%, adolescente: amigos, leer y cine.

–¿Qué le llevó a Salamanca?

–Un poco de inconsciencia. Lo que hacía gustaba a mi madre y sus amigas y yo tenía un gusto por agradar, una forma más de buscar la verdad en el arte.

–¿Agradar? Ahora el arte quiere provocar, entendido como irritar.

–Todo el mundo tiene su público. Unos buscan la náusea, otros la reivindicación; yo, sentirme bien. A través de la pintura se caen las inseguridades. Mi madre dice que fui un niño inseguro y proponerte retos y crear tu lenguaje te da pilares. Aunque mantengo inseguridades.

–¿Eligió Salamanca?

–Podría haber sido Madrid, donde tenía un hermano, pero mi tío Juan Luis, profesor en Salamanca, nos habló de aquello y fui a un colegio mayor adscrito a la Pontificia. Me pareció bien. El examen de ingreso fue a 40 grados con 300 o 400 aspirantes en unas naves de la carretera de Vitigudino. Presenté un trabajo en que había pintura negra –Solana, Goya– conectada con algo de cubismo y collage. El dibujo del natural fue una cabeza de caballo etrusco, muy frontal y mal iluminado. Difícil. Aprobé sin demasiada presión. Si no, hubiera hecho Derecho en Oviedo, sin dolor.

–Salamanca, primer vistazo.

–Llegué a aquel colegio mayor con muebles castellanos, un frío que pelaba, la ropa marcada por mi madre y cajitas con comida. Eché de menos Oviedo, a mi madre, a los amigos y a una novia que al poco me dejó. Un año complicado.

–¿Le gustó lo que descubrió?

–El ambiente del colegio mayor muchísimo: físicos, teólogos, uno de Las Hurdes, un abulense, varios gallegos. En la Facultad encontré profesores con crisis personales que desaparecían hasta fin de curso, otros que te escondían trucos técnicos que sí te enseñaba el maestro de taller, que no tenía ese ramalazo de artista; compañeros infinitamente mejor dotados que yo y otros que no...

–Usted venía de mucha tutela artística.

–Te dejaban volar. Te sueltan con 150 que están igual que tú y de los que, en el trabajo diario, aprendías mucho admirando lo bueno y aprendiendo lo que no tienes que hacer. Estábamos trabajando el desnudo y había compañeros que hacían la misma foto y desde el mismo ángulo y cuando revelaban la suya era infinitamente mejor. Los primeros años de carrera definen la especialidad.

–¿Siempre quiso ser pintor?

–Sí. Veía posibilidades a Restauración, pero eran dos años más y el consiguiente esfuerzo económico de mis padres que, de habérselo planteado, habrían accedido.

–¿Ya tenía paciencia?

–No, la adquirí cuando empecé a dar clases y también en el giro que dio mi pintura hace 15 o 16 años, cuando empecé a trabajar la figuración de forma no tan anecdótica sio buscando el reflejo del paisaje. Al final maduras. Un poco.

–¿Qué más aprendió?

–Desarrollé la personalidad de haber marchado de casa, haber estado solo y haber conocido un montón de gente interesante.

–¿Quiso vivir de la pintura?

–No. Es muy arriesgado. Volví a casa, a mi amado Oviedo, de manera natural. Tengo amigos que apostaron por el riesgo y tienen historias más atractivas. En unos pocos meses vi que quería trabajar y, por tener una seguridad, preparé unas oposiciones, que llevan unos años en los que tienes que dejar a un lado la expresión artística.

–¿Le gustó dar clases?

–La docencia me ha enseñado mucho y la disfruto. Entré porque un compañero, Carlos Suárez, me dijo que había una bolsa de profesores interinos de Dibujo y otras especialidades en Castilla y León. Llamé y me citaron para dos días después para firmar cuatro meses de contrato por una sustitución de maternidad.

–En León.

–Sí, viví en una pensión en la calle Ordoño y enseñé geometría, unos conocimientos artísticos muy sumarios y algo de cámara oscura y fotografía a chavales de EGB y BUP. Al marchar mis alumnos y yo lloramos. Al volver, preparé las oposiciones. El dinerín permitía viajar e invitar a la novia.

–Volvía a tener novia.

–Desde otoño de 1988, en segundo de carrera. Hoy es mi mujer. Es de Oviedo y eso me hizo venir con algo más de frecuencia en unos viajes infernales de tren, de siete horas, y a veces en el vagón de Correos, con las sacas. Me dio equilibro. Intercambiamos cartas preciosas y cuando venía era todo amor.

–¿Cómo se llama?

–Paula, es profesora de Literatura.

–¿Cuánto tardó en sacar las oposiciones?

–Las saqué en 1998 y me presenté la primera vez en 1994. Entretanto di clases en el Menéndez Pidal en Avilés y el jefe del departamento me dijo que diera Cerámica. No sabía, pero fue terapéutica. Aquellos chavales problemáticos se volcaron en el cacharro que hacían y lo que les enseñabas de diseño los cambiaba. El arte modela a las personas y las saca de sus problemas. Al año siguiente, por un error burocrático mío, caí en Cangas del Narcea, donde tuve un buen jefe del departamento. Vivía de lunes a viernes en un hostal, El Químico, junto a viajantes, médicos, bancarios, administrativos y la conversación me enriqueció.

–¿Pintaba?

–No demasiado. Fueron años de rigor y disciplina. Si estaba en Oviedo, daba clase por la mañana y por la tarde cortejaba en el Milán, porque mi mujer era de Filología y en la biblioteca preparaba apuntes durante cuatro horas. Estuve dos años seguidos dando clases en Posada de Llanera. La oposición me costó: te vas metiendo presión y llegué emocional y físicamente agotado. Tenía 29 años. Hice prácticas en Moreda.

–¿Cuándo se casó?

–En 1998.

–¿Cuándo expuso por primera vez?

–En colectiva, con Compasso en 1986. Hice alguna solidaria. En la Facultad me presente y me seleccionaron en algún certamen. Mi primera individual fue en 2000 en la Casa de Cultura de Llanera y luego en la de Avilés, con Ripoll. Expuse individualmente un poco tarde comparado con otros compañeros.

–Exponer es expuesto.

–Has estudiado y peleado para ello y cuando lo cumples sientes que lo lograste. Hay algo inconsciente. Te gusta lo que haces y con el objetivo de agradar te enfrentas a tu primera empresa individual.

–¿Y las inseguridades?

–Se quitan cuando ves 15 o 20 lienzos y sientes más orgullo que otra cosa. Era una pintura más complicada, expresionismo alimentado por los profesores de la Facultad que me hablaban de Rothko, por lo que veía en ARCO, por el descubrimiento de los matéricos y de Saura. Era una obra que necesitaba más de contemplación y maduración. Estaba más sentado en el tayuelu, contemplando, que pintando.

–¿Cuánto tiempo hizo eso?

–Cuatro años. Pintura en movimiento lo llamaba.

–¿Por qué cambió?

–Recordaba los retos de plantearme la figura humana, el boscaje, las atmósferas propias de la luz de Asturias. La figuración irrumpió. La maduración es la búsqueda. Un día ves un rincón y ves el cuadro y dices “quiero hacerlo mío”. Es como la apropiación del pintor del Paleolítico que quiere hacerse con ese animal y como la viñeta de Tintín en la que quieres que encajen las líneas.

–¿Mantiene tensión con su obra?

–Siempre hay una incertidumbre abierta cuando no has acabado una obra y no sabes cuál va a ser la siguiente. Me gusta mi trabajo de profesor, pero los meses de pandemia dediqué a la pintura cinco horas diarias y fui tremendamente feliz. Podría solo a pintar. Lo hago dos horas y media al día y a veces cansa emocionalmente, pero esos meses estuve encantadísimo.

–¿Cuándo ocupa ahora la pintura en su vida?

–Me cuesta vivir sin pintar. En vacaciones me vuelco en la familia y no la echo de menos, pero después de días de no ir al estudio mi mujer me dice que “estoy repunantuco”, que vuelva al garaje.

–Tiene tres hijos.

–Carlos, de 20 años; Juan, de 19, y Paula, de 14.

–¿Fue un padre presente?

–Sí y quisiera haberlo sido menos porque alguna vez pierdes al niño porque ves al alumno que tiene que rendir como se exige ahora.

–¿Qué tal cree que le trató la vida hasta ahora?

–Bien. Añoro a mi abuelo, pero sabes que es ley de vida. Perdimos a una amiga de cáncer hace cuatro años y todavía nos duele al reunirnos. Ahora hago lo que quiero: pinto lo que y cuando quiero. Cometí el error de confundir a veces la amistad con lo laboral con algún galerista. Aprendes.

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