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La mirada de Lúculo | Crónicas gastronómicas

Importa la suculencia

En la cocina hace falta que todo, la técnica, el producto y el marco, esté al servicio del sabor, que se resume en el equilibrio entre los distintos ingredientes de un plato

Los cocineros distinguidos por las guías están condenados a perseverar en la regularidad a que obliga la excelencia. Hay pocas profesiones donde la posición sea tan infernal y uno se vuelva tan rehén de la propia fama o del prestigio. Así todo, hay cocineros que se dedican a hacer juegos de prestidigitación con los ingredientes y otros que realmente cocinan. Ricardo González Sotres, de El Retiro, de Pancar (Llanes), pertenece afortunadamente a este último grupo, del que uno se puede fiar. En una de las salas de su restaurante cuelga de la pared una especie de cuadro de la última cena presidido por Manolo de la Osa, uno de los mejores y más influyentes cocineros de este país de las últimas décadas y a la vez menos recompensados por el éxito en sus negocios. De la Osa, de quién Ricardo aprendió en Las Rejas, está también presente en el huevo de casa, migas, sardina salada y trufa que figura en los menús de El Retiro, como uno de esos platos canallas y suculentos que rompen cualquier monotonía.

La suculencia, creo yo, es el principio y el fin de cualquier comida que se precie de serlo. Se puede ser más fino o elaborado, pero lo que realmente aprecia el que se sienta a la mesa de un buen restaurante es que le den de comer como es debido. Que lo que está en el plato tenga de una manera o de otra sentido; no sea una amalgama de ingredientes inconexos. En su menú largo, Sotres sigue una transición lógica, desde el frescor de un aguacate, tartar de lubina, mostaza verde y caviar; de una vieira con emulsión de codium, coco y jengibre, que el mismísimo Olivier Roellinger hubiera firmado en Cancale; de una ostra con holandesa y sidra, o una inolvidable cococha de salmón, a los platos de resistencia, con el huevo antes citado como ecuador, los diferentes pasos del bacalao: sus callos, las pieles crujientes, una bandada y un pilpil, hasta alcanzar la sabrosa consistencia del guiso de morros, oreja y carabinero, en dos servicios, de manera que se pueda chupar la cabeza aparte; el estofado de fabes con calamar, caldo de ternera y algas, para concluir con un meritorio pichón asado con apionabo y setas, el lomo de vaca rubia gallega a la brasa y hasta unos callos. Sabor, contundencia y humo, para sentirse como si estuviéramos comiendo en la cocina al calor del fuego. La buena atmósfera contribuye al enriquecimiento de los sentidos.

El cocinero de Pancar busca que todo juegue su papel en la comida, empezando por el marco que la rodea. Las piezas encajan. Una vez le pregunté si tenía predilección por algún restaurante en particular fuera de España y me citó el de Alta Saboya de Marc Veyrat, cocinero autor de una sinfonía pastoral con vistas al Mont Blanc que no es fácil de repetir, siempre comprometido con las fragancias del matorral, los aromas del territorio alpino y defensor a ultranza de la identidad del terruño. Hasta el punto que en su largo litigio con Michelin, para aclarar por qué la Guía Roja le despojó de una de sus tres estrellas al año siguiente de habérsela otorgado -un caso insólito en la alta cocina-, comentó indignado que la única explicación que recibió de los inspectores fue para confundir una emulsión de reblochon y de beaufort, dos de los grandes quesos saboyardos, con una de cheddar. A Sotres, que se explica cocinando, se le ve felizmente ensamblado con el oriente asturiano. No se trata, sin embargo, de rendir un culto falso a la autenticidad, esa especie de fetichismo esnob que tanto aqueja a las clases medias, que lleva a poner por encima de todas las cosas aquello que se encuentre lejos de una carretera asfaltada, a ser posible en lo alto de la colina o dondequiera que el lugareño pone su mesa. Es saber compaginarlo para que el cliente, como escribió en su día el crítico y periodista gastronómico Jay Rayner, pueda seguir en contacto con el campesino que llevamos dentro a la hora de apreciar una comida y el plutócrata de dientes como perlas que sigue encontrando placer en la expectación que le produce llegar a un restaurante con ambiciones. Y la ambición colmada de cualquier cocinero que se precie de serlo es la suculencia.

La técnica en la cocina debe ser un instrumento al servicio del sabor, que es el resultado del equilibrio entre los distintos ingredientes de un plato y que deben tener sus funciones definidas. Parece sencillo y no lo es. La mayoría de las veces el cocinero, en un afán desmedido por mostrarnos todo lo que puede ofrecer en ese momento y exhibir sus grandes dotes, se olvida de tocar la tecla adecuada. La suculencia tampoco tiene que ver con la manía de abusar de los condimentos y de juntar ingredientes que no se conocen ni de vista. No hablo ya del uso extendido, en la cocina del quiero y no puedo, de productos exóticos -hoy todo está al alcance de cualquiera- que el aprendiz de brujo no conoce por falta de costumbre o por cultura y que, pesar de los pesares, pretende dar a entender lo familiarizado que está con ellos. El buen gusto por la comida es felicidad y a él se llega, la mayoría de las veces, transitando por caminos allanados. Equilibrio y respeto por lo que uno se trae entre manos, suele dar buen resultado. Ahora hay que tener también en cuenta un aspecto importante: sin repetirse en la cocina es imposible adquirir maestría en las preparaciones, pero repitiéndose demasiado se consuma la rutina. De ahí al aburrimiento solo hay un paso. La buena cocina no tiene que servir únicamente para entretener el estómago, o para llenarlo, suya es la misión también de estimular los sentidos de la mejor manera posible.

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