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Reportaje

El Occidente ruge contra el abandono: “Nos están dejando morir”

En Salas y Tineo cunde el desánimo: “¿La autovía? Esa no la vemos acabada” | En el valle del Navia llevan 15 años pidiendo una carretera que no sea una tortura | Todo el occidente acusa los recortes sanitarios

1. Por la izquierda, Marcos Álvarez, Diego Menes y Alejandro Álvarez, en el tractor de este último, en Villazón. 2. Manuel Pérez, Ana Mari Mata y José Moncho, junto a la iglesia de Boal. 3. José Díaz, José Manuel Alonso y Lidia Díaz, en la puerta de la casa familiar, que antes fue un bar, en Villazón. 4. Francisco José García, ganadero y empresario; el cartero jubilado Gonzalo Rodríguez y el ganadero Alberto Pérez, en Salas. 5. Daniel Pérez, junto a su nuera y a su yerno, Marián y Luis Daniel Jardón, en el parque infantil del Boal. 6. Ana Paya y Gabriel Celaya, a la puerta del recién abierto establecimiento de Ana, en Boal. | | INÉS GAGO

Enrique González apura su cerveza en una terraza de la calle principal de Boal junto a su amigo Roberto Núñez. “Antes todo esto estaba lleno”, afirma. Es jueves por la tarde, y por ahí solo pasan, como cuentagotas, algunos vecinos de paseo. Nada que ver con cómo era antes, dicen. El problema es que no hay trabajo. Ni las condiciones propicias a generarlo: la merma de población se percibe en todas partes, y es la explicación que dan a “que no nos hagan caso”. Llevan diez años pidiendo reformar la AS-12, que subir de Boal a Grandas de Salime es “jugarse la vida”. También diez años estuvo funcionando el puente de Godán, en la N-634 entre Casazorrina y La Espina, en Salas, y ahora tienen que tirarlo: más incomunicación. Estaba “sin mantenimiento”, dicen los vecinos. Pero claro, qué importarán ellos, si en el Suroccidente “son cuatro gatos” que están “en peligro de extinción”, se resignan los propios vecinos.

El Occidente ruge de mal humor. Pero no solo por las nuevas carreteras que no llegan o que acumulan nuevos deterioros. También temen por el cuidado de su salud. La falta de población es la razón que explica por qué el Hospital de Jarrio cada vez tiene menos servicios, cuentan sus usuarios. Les preocupa. Por ejemplo, el pediatra sólo atiende los jueves. “Yo tengo una niña de 3 años. Hay dos opciones para que le den cita si se pone mala: llamar la misma mañana del jueves hasta que lo cojan, si hay suerte, o si no, ya te pasan para la semana siguiente”, cuenta Ana Paya, que abrió hace un año un establecimiento en Boal. El problema, dice, es que si la niña está mala ese jueves no le sirve ir el siguiente. O si enferma cualquier otro día de la semana.

Manuel Pérez, Ana Mari Mata y José Moncho junto a la iglesia de Boal

Tampoco hay cardiólogo que esté permanente. Se van turnando médicos especialistas de Oviedo y de Avilés. “Hay problemas que se van solucionando. Pero es cierto que para hacer un seguimiento es más complicado si un día tienes a uno y otro, a otro”, cuenta Marián Pérez. Ella y su marido, Luis Daniel Jardón, son de Boal. Muchas veces, como el jueves por la tarde, su hija va a visitarla con sus nietos. “La carretera sí que está olvidada del todo. Lo que se percibe es dejadez”, dice, rotundo, Jardón. Pero su yerno, Daniel Pérez, que vive en Navia, tiene un enfoque más positivo de la situación: “Abandonados no creo que sea la palabra correcta para definir la situación. Hay muchas cosas que se pueden mejorar. Por ejemplo, en el hospital hacen faltan muchos especialistas. El otro día la revisión de la niña pequeña no nos la hizo un pediatra, sino otro médico”, explica.

Todo suma. En un hipotético caso de que a una persona le diera un infarto en Grandas de Salime, tardaría más de una hora y media en llegar al Hospital de Jarrio –que es el que les corresponde– y un periodo de tiempo similar al de Cangas del Narcea, que es el que tienen más cerca. En el primer caso, sería por la AS-12, cuyo proceso de reforma está paralizado. “Hasta Boal todavía se puede circular. Pero al pasar de aquí se estrecha, y comienza un recorrido de baches, curvas y agujeros que llega hasta Grandas de Salime. No se lo recomiendo a nadie”, afirma José Moncho. Y luego en el hospital, puede darse el día que no haya especialista. Poniéndose en lo peor, dice Moncho, “esperando les da tiempo a morirse”.

José Díaz, José Manuel Alonso y Lidia Díaz, en la puerta de la casa familiar, que antes fue un bar en Villazón

Sobre carreteras también va el problema de Salas. Es una acumulación. “Hay cosas que se torcieron cuando se empezó a construir la autovía A-63”, cuenta Lidia Díaz, vecina de Villazón y que el martes, como hay mercado, le gusta acercarse a Salas como siempre se hizo. Casas que empezaron a tener humedades y filtraciones de agua, que no hay forma de demostrar que vengan de la obra, y una promesa en la mejora de las comunicaciones que no acaba de cumplirse. Más bien, todo lo contrario. El argayón causado por las obras y que les mantuvo tres meses sin paso –ahora hay un by-pass– les genera desconfianza.

“¿La autovía? Yo creo que esa no la vemos acabada”, afirma Alejandro Álvarez. Es estudiante de un grado de Electromoción y de Villazón de toda la vida. Allí se quiere quedar, aunque trabaje en otra parte. El argayón no le afectó demasiado, dice, porque ellos no van casi a Salas, “que está muerto”. Como mucho, al supermercado. Y a La Espina más de lo mismo. O sea, que la demolición del puente casi ni le afecta.

“Yo empecé a trabajar de cartero a los 25 años. Hacía el trayecto de Salas a Cornellana, y me tocaban muchas empresas. Había alrededor de veinte. Ahora solo quedan dos de las grandes”, cuenta Gonzalo Rodríguez, que ahora ya hace muchos años que está jubilado. El hombre, que iba de casa en casa y de puerta en puerta, por sus años de trabajo, es de los mejores conocedores de la demografía y haciendas de la zona. Recuerda que había más de 6.000 habitantes en todo el concejo, pero que ahora, la última vez que miraron el censo, no superaban los 4.000. Recuerda también que había una veintena de ganaderías solo en Villazón, y que ahora queda una de leche y tres de carne. Y que tampoco parece que vaya a haber más. “Hay muy pocos jóvenes. Muchos se marchan porque no hay trabajo. Aquí, sobre todo, se vive de las jubilaciones”.

Francisco José García, ganadero y empresario; el cartero jubilado Gonzalo Rodríguez y el ganadero Alberto Pérez, en Salas

Es que, según expone Ana Paya, para abrir un negocio “solo encuentras problemas”. El suyo es una papelería, donde se puede encontrar todo tipo de productos, con grandes puertas robustas de madera en pleno centro de Boal. “Yo noté, cuando quise abrir, que, en vez de darme ayudas, me ponían trabas y papeleo. Nos prometieron unas subvenciones que nunca llegaron, y otras que no te las darían hasta un plazo de dos años, pero tenías que justificar a Hacienda que las habías recibido, ¿qué sentido tiene eso?”, se pregunta. Le dieron “muchísimas vueltas”, y no le solucionaron casi nada. “Así, es difícil que haya emprendimiento en los pueblos. El trabajo es la única forma que tienen de sobrevivir”, señala Ángel Celaya desde la entrada del negocio de Ana. Y a más población, mayor demanda de servicios. De momento, ellos no han visto a ningún ingeniero por Boal para emprender la reforma.

Además, la carencia en las vías de comunicación genera repulsión a las empresas: no se van a situar en un lugar donde pueden perder dinero. Lo perciben en Salas y también en la zona de Grandas de Salime. En Salas, por ejemplo, antes la ganadería era una gran fuente de generación de ingresos. Todas las familias tenían reses, y, además, en determinadas ocasiones, uno de sus miembros, generalmente el hombre, tenía un empleo aparte, ya bien en otro negocio o en uno propio. Pero con treinta vacas ya se vivía. La Central Lechera se abastecía, principalmente, de ganado asturiano, y tenía producción suficiente: podían ser 12.000 explotaciones en Asturias, y ahora son 12.000 en toda España.

Daniel Pérez, Junto a su nuera y a su yerno, Marían y Luis Manuel Jardón, en el parque infantil de Boal

“Subieron los costes de la gasolina, el pienso y la electricidad, pero no el precio de la vaca. Un frisón antes costaba 200 euros y ahora ronda los 50”, cuenta Alberto Pérez, que es ganadero nacido en Salas y que dice que pronto se jubilará también ahí. Heredó el negocio de sus padres, y le gusta lo que hace, pero faltan muchas cosas: “Está mal valorado y mal pagado. Es verdad que ha habido etapas mejores, pero ahora estamos en una mala época”. Es un trabajo muy esclavo y con baja rentabilidad, pero, además, tienen que hacer labores que no les corresponde, como limpiar los caminos.

Francisco José García, además de ser ganadero, tiene una quesería donde se hace afuega’l pitu. Y para él, el argayón y ahora el puente es “un trastorno importante”. La vía alternativa es una carretera que no solo es mucho más lenta, sino que también es más peligrosa. “Perdimos dinero en todas partes: en las empresas y en la actividad ganadera para que fueran de visita tratantes y compradores o ir a mercados. Eso implica que tampoco se contrate a gente, y al final, acabará cerrando todo y la gente se marchará”, señala. Tampoco piden demasiado: concentración parcelaria, control de las grandes explotaciones de ganado para una competencia leal y buenas vías de comunicación. Y, de cara a otro tipo de empresas, también está el problema de internet: hay zonas en Salas que aún están sin cobertura. “De la fibra óptica ya ni hablamos”, señala Alejandro Álvarez. Depende de la zona, operan unas u otras compañías casi de forma monopolística. Y muchas veces, se quedan sin internet totalmente, lo que complica las posibilidades de teletrabajo o la asistencia a clase online.

No todo es malo, no obstante. “Como aquí, no se vive en ningún sitio”, afirma este joven de Villazón. Allí morirá también, porque tiene “sensación de libertad” y está “contento”, mucho, con este estilo de vida. Tampoco les gustaría que de repente se llenara de gente, porque cuando llegó la pandemia llegaron muchos urbanitas que tenían ahí su segunda residencia “y se quejaban por que anduviera con el tractor por el pueblo, o por el ganado”. Lo tiene claro: para vivir en un pueblo, hay que adaptarse a sus costumbres. De San Justo y que se mudó durante la pandemia desde La Corredoria (Oviedo) es su amigo Marcos Álvarez. Tenía la casa familiar ahí, y la falta de espacios abiertos le sirvió para dar el paso: “Yo estoy contento. Aunque cosas que mejorar hay siempre”.

De todos modos, ambos son mecánicos y coinciden en que no van a trabajar en el pueblo. Funciona más bien como un dormitorio, porque, a no ser que sea en un taller familiar o de un conocido, en la zona no hay mucho trabajo. Asumen que por “la libertad” tendrán que conducir a diario. Por suerte, el “argayón” y el puente no les pillan de paso.

Ana Paya y Gabriel Celaya, a la puerta del recién abierto establecimiento de Ana, en Boal

Lo mismo les ocurre a los vecinos de Boal. La mayor parte de los jóvenes, antes, esperaban encontrar trabajo en la central hidroeléctrica de Doiras y en Arbón. De hecho, había una ley no escrita de que los hijos de los empleados tenían alguna preferencia en la selección. “Éramos 62 empleados cuando yo empecé a trabajar; 31 en cada sitio”, afirma Enrique González. Ahora le han obligado a jubilarse y en su lugar entró Roberto Núñez, con quien comparte la cerveza. Pero, con la automatización de procesos y varias situaciones de recortes, entre ambas centrales quedan nueve empleados. Es decir, medio centenar menos de trabajos para la zona.

“Sin buenas comunicaciones y buenos servicios, aquí no va a venir nadie. No van a comprar una casa aquí”, concluye. El principal problema es el trabajo y “sin trabajo no hay vida”. Ni para una persona ni para un pueblo. Y lo que perciben en el suroccidente asturiano es que no se están propiciando condiciones para que se instalen negocios y empresas. Más bien todo lo contrario. “Abandono”, “dejadez” o “quedan cosas por mejorar” pasan de boca en boca. Y existe, en todos ellos, en mayor o menor medida, el miedo o la preocupación por el olvido.

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