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Jhon Mortimer, el artista oculto que se llevó el covid

Sale a la luz la inquietante y lírica obra del ovetense Juan López Muiña, al que la pandemia impidió ver su obra expuesta

Una muesta de la obra de Jhon Mortimer que se expone en la galería Pablo De Lillo.

Juan López Muiña nunca quiso decir los años que tenía, por coquetería y porque consideraba que la edad no era nada relevante. Por eso lo único que se sabe es que nació en Oviedo a finales de los años 50 y que murió también en Oviedo a finales del pasado mes de mayo a causa del coronavirus.

López Muiña siempre quiso ser artista, y lo logró, pero su única exposición en su querida Asturias llegó después de muerto y bajo el seudónimo de Jhon Mortimer. La muestra se inauguró el viernes en el estudio de Pablo de Lillo, en la calle General Zuvillaga de Oviedo.

“Juan estaría encantado de la vida y disfrutando muchísimo”, asegura su viuda, Sylvia Echevarría. No pudo ser, “el puñetero bicho (covid-19) se lo llevo”. Pablo de Lillo encontró hace meses en instagram a un artista que no conocía, un tal Jhon Mortimer que le llamó poderosamente la atención. Empezaron a hablar y empatizaron. El último mensaje del galerista fue: “Mortimer, esta próxima semana estaré más libre y queremos ir a ver tus cosas. Somos gente frugal, con una cerveza y buena conversación nos sobra”. El mensaje es del pasado 3 de junio. De Lillo esperó la respuesta y la que llegó, unos días después fue la peor que podría esperar. Sylvia Echevarría le explicaba que Juan había fallecido poco antes. No hubo cerveza ni esa charla de la que a buen seguro que los dos habría disfrutado muchísimo.

Juan López Muiña.

Pablo de Lillo se quedó con la incógnita, no pudo ponerle cara ni voz a aquel hombre cuyos dibujos tanto le habían gustado. Para él no existirá nunca Juan López Muiña, se ha tenido que quedar con Jhon Mortimer.

El galerista no ha querido indagar demasiado en la vida del hombre, le interesa más la del artista, un tipo que cuando colgaba fotos suyas en las redes sociales lo hacía enmascarado.

Pero sí, Juan López Muiña era el hombre que quiso ser artista. “Empezó a pintar en la adolescencia”, se remonta Sylvia Echevarría. Vivía en Oviedo y quería estudiar Bellas Artes pero a su familia no le parecía que aquello tuviese ningún futuro. Así que el joven Juan se trasladó a Gijón a vivir con unos tíos y allí estudio Bachillerato. Las indicaciones familiares le llevaron a Madrid, donde cursó tres años de Psicología. La presencia en la capital la aprovechó para formarse como artista. Compatibilizaba las clases en la facultad con las de la escuela de arte y cerámica de la Moncloa, las de la escuela de Artes y Oficios y sus cursos de pintura al natural en el Círculo de Bellas Artes.

Obra de John Mortimer.

Obra de John Mortimer.

“Fueron años de aprendizaje, de descubrimiento, de ir al cine, al teatro, de asistir a conciertos”, explica su viuda. Tras cinco años en la capital, Juan regresó a Asturias y junto a Sylvia Echevarría montó un negocio “Azabache difusión” en la calle San Bernardo. “Vendíamos arte, cerámica, complementos, collares, pulseras, cosas que hacía él”. La pareja ya estaba viviendo del arte auque de otro modo porque Juan lo que quería era pintar.

Con la misma idea de negocio la pareja se fue a Denia y abrió “Valija diplomática”, un taller en el que vendían bolsos, accesorios y complementos. Mientras, Juan seguía pintando y logró exponer parte de su obra en el club de golf La Sella y empezó a trabajar con el interiorista Pepe Cabrera. Los europeos pasaban temporadas en la costa mediterránea y Mórtimer empieza a vender obras suyas a alemanes, suizos o británicos. Precisamente con una mujer alemana funda la empresa “La Bambú Garden Center”. “Se dedica al paisajismo durante muchos años y le fue muy bien”, reconoce Sylvia. Eso sí “seguía pintando”.

Otra vuelta más en la vida. Juan y Sylvia deciden cambiar de aires y se van a Soria. “Allí realiza obras digitales, retratos y camisetas con estampaciones inspiradas en el arte numantino”.

Obra de John Mortimer.

Obra de John Mortimer.

Sigue vendiendo obra a extranjeros pero la crisis económica empieza a pasar factura y decide regresar a Gijón donde pone en marcha “Combinarte” un estudio y tienda oline de arte y complementos. La aventura duró hasta 2017. Fue cuando la pareja se pudo instalar definitivamente en Villaviciosa y donde por fin Juan pudo dedicarse exclusivamente a pintar. De esos primeros años en la Villa, de 2017 y 2018 es la serie de dibujos “Un día cualquiera” que se puede contemplar en la galería de Pablo de Lillo.

Esos últimos cuatro años “Juan estaba feliz de poder dedicarse a lo que más le gustaba”, dice Sylvia. .No era un tipo “complaciente con su obra”, dice su viuda. Nunca estaba satisfecho pero estos últimos años sí que estaba contento. Le gustaba lo que hacía, así que decidió comenzar a mostrarlo en instagram. Además, explica su viuda, había pensando ponerse en contacto con alguna galería asturiana. Había recibido ofertas para exponer en Almería, en Francia y en Alemania y ya había seleccionado parte de la obra. Ahí fue cuando aparece Pablo de Lillo. “Y cuando iban a conocerse llegó el puñetero bicho, le atacó y se acabó todo”, dice Sylvia.

Obra de John Mortimer.

Obra de John Mortimer.

A finales de abril Juan tuvo un resfriado y en 48 horas tuvo que ser trasladado en ambulancia al hospital. Era covid-19, acabó en la UCI del HUCA y unas semanas después falleció.

La pandemia se llevó a aquel tipo de “personalidad arrolladora, gran conversación y con un gran sentido del humor” y también se llevó a un artista “que siempre pintaba escuchando música y que podía sacar una historia de un día cualquiera”.

Sylvia Echevarría tuvo que encargarse de los últimos contactos con Pablo de Lillo para sacar adelante la exposición. “Para mí es una alegría enorme pero también hay muchísima tristeza porque él no está”, dice. Ella y De Lillo han cumplido el sueño de Juan, algo que la mujer agradece, “es una audacia por parte de Pablo arriesgarse a hacer esta exposición de un pintor desconocido y que ha fallecido”.

Una conversación interrumpida

Pablo DE LILLO

Sé demasiado poco de Juan. Sé lo que le pregunté a Sylvia, que fue bastante poco. Sé que era de Oviedo, que quiso y no pudo estudiar Artes, que vivió en otras ciudades y otros países, que diseñaba paisajes cerca del Mediterráneo. Desconozco su rostro, no hay fotos en marcos de plata en su casa ni en sus perfiles de red. Oí sus apellidos pero los olvidé. Nunca hable con él y por supuesto nunca llegué a conocerlo. La semana que habíamos acordado para nuestro encuentro ingresó en el hospital y ya no salió de allí. Sé algo más de Jhon, sin embargo. El corrector subraya en rojo la incorrección gramatical deliberada de hacer suceder la “h” a la “j” en el “juan” anglosajón. Si era una degradación intelectual pública o un rasgo irónico nunca llegué a preguntárselo. Hay una figura masculina en sus dibujos que posa y camina en calzoncillos con el torso desnudo. Es la figura más triste y en ocasiones la más amenazante. Yo lo relaciono con esa ortografía distorsionada. Una exposición pública voluntariamente frágil de la que paradójicamente nace la fuerza del cosmos lento de sus dibujos.

Sylvia me manda por Whatsapp un haiku, su haiku favorito: “Pues, que no solo en esta vida, sino también tras ella, seguiremos compartiendo las perlas del rocío en las hojas de loto “. Así me entero que leía haikus y así caigo en la cuenta que esos dibujos de 2017 deben leerse de ese modo, como concentraciones poéticas del lenguaje, tensión exacta de las palabras, transformación de la prosa de las obligaciones y las estrecheces del día en verso visual. Coger cangrejos desnudos en la playa, desplumar gallinas en la azotea bajo el sol del Levante, jugar a las tragaperras con una avestruz coronada, o filtrarse por los resquicios del muro como el genio de la lámpara. Sylvia me dijo que Jhon trabajaba con música, siempre con música. Esa serie de dibujos que ocupa la pared grande de la sala lleva el nombre de “Un dÍa cualquiera”, como esa canción de los Beatles que tanto me gusta: “Hoy leo las noticias, oh chico/ Cuatro mil hoyos en Blackburn, Lancashire / Y aunque los agujeros eran bastante pequeños / Tuvieron que contarlos todos / Ahora saben cuántos agujeros se necesitan para llenar el Albert Hall / Me encantaría excitarte”.

Miro los dibujos de Jhon siempre con esa melodía en la cabeza, como si fueran piezas que encajaran, y me invento que era así como el quería que se miraran, envueltos en distorsión o acordes perfectos. Hay todo un repertorio de figuras del amor, el erotismo y el deseo. Hay invierno a veces pero casi siempre es verano. Hay trenes que llegan y una niña que nos saluda desde el regazo de su madre. Muñecos de nieve y un Jhon-ornitorrinco en la urna de un museo. Una chica lista y esbelta analiza sus características como si fuera una especie ya desaparecida, de otro tiempo. En otra escena un hombre flota en un río revuelto con un flotador rodeando su cuello mientras una mujer busca en un atril su nombre en la lista infinita de los invitados. No recuerdo auto-representaciones masculinas que aúnen de ese modo humor y laceración. Un hombre de sesenta y pocos años dibuja estas escenas en la habitación de un piso de la zona central de Asturias, furtivo, solo, alejado del entorno artístico de la región. Cuando usa pincel y color las figuras de Jhon parecen fundirse como muñecos de cera al calor de una vela y todo el espíritu hedonista de sus dibujos de línea brilla y se despliega en su uso de la tonalidad y el matiz, en sus verdes diversos, en sus rojos y en las carnes de sus figuras llevadas al extremo. Algunas de estas pequeñas pinturas en papel se parecen a Schiele o a Munch. Otras se parecen sólo a Mortimer. He ido enseñando su obra a diversas personas estos últimos meses. Luis Vigil la encontró interesante e intuyó una autoría femenina antes de saber que eran de Jhon. Hablamos del trazo y de lo extraño de un artista masculino en el terreno abierto de lo sentimental. Breza Cechinni me preguntó a qué se había dedicado en esta encarnación, aparte de a acumular maravillas. “Es un almista”, me dijo. A Santiago Martínez le trajo “ecos de Ensor” y Ángel Cañedo encuentra en un dibujo la sirena que se comen en la película “La Pelle” de Lilliana Cavani. A mi me producen sus obra una mezcla de lúcida melancolÍa y ganas de vivir. Cada día que no amamos o no reímos nos acerca a una sombra que no sabe de nosotros.

En un último dibujo Jhon arrastra un árbol de Navidad hacia una puerta abierta a lo incierto mientras mira hacia el espectador. Su obra es el sueño y el testamento de una vida cualquiera. Nos queda la amargura de su ausencia pero también la luz de su mirada voraz recuperada al ámbito privado de su estudio y la dicha de incorporar su nombre a la nómina de los más interesantes artistas asturianos de los últimos años.

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