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La mirada de Lúculo | Crónicas gastronómicas

Hermosas e irónicas simetrías

El momento gastronómico final: cuando la muerte llega disfrazada de los apetitos de la vida

Hermosas e irónicas simetrías

La muerte puede ser también el recordatorio del apetito de la vida. No he olvidado el episodio final gastronómico de Antón Chéjov, que le gustaban las ostras y el champaña, al que dedicó incluso un cuento, y la anécdota que cerró su vida: un sorbo de espumoso ya moribundo. Y con ella algo que él mismo no había controlado, el hecho de que el ataúd con su cadáver llegase desde Alemania a Moscú, debido al tórrido calor de julio, en un vagón refrigerado especialmente destinado a sus bivalvos preferidos. Siempre se ha dicho que un sorbo de líquido burbujeante selló los labios del autor ruso antes de expirar en el balneario de Badenweiler. Hay una buena versión literaria de la escena por Raymond Carver en “Tres rosas amarillas”. El doctor, al parecer, consciente de que su muerte era inevitable, pidió una botella y el escritor ruso apuró la copa y dijo: “Hacía tanto tiempo que no lo bebía”. Se recostó en la cama y cerró los ojos para no volver a abrirlos. Todo ello forma parte, sin duda, de la ironía chejoviana, la que le llevó a escribir de una manera cómoda sobre la torpeza y el destino en la vida de los personajes de sus memorables ficciones.

Pero también están las ostras. Chéjov escribió en un cuento ingenuo cómo recordaba las manos fuertes de alguien que le arrastraba a una taberna iluminada. La multitud se agrupaba a su alrededor, mirándole con curiosidad y entre risas. Estaba sentado en una mesa comiendo algo resbaladizo y salado, que olía a humedad y podredumbre. Como con avaricia, sin masticar, sin mirar, sin preguntarse de qué se trataba. Eran ostras, las ostras que habrían de ser su bocado favorito. El de muchos otros escritores, también. El poeta Walt Whitman las desayunaba para evitar los excesos de la grasa y la sangre. Isak Dinesen llegó a perder peso con la dieta exclusiva de ostras crudas y uvas, bañadas con champaña.

Nadie escribió tanto ni tan bien sobre ellas como M.F.K. Fisher, la mejor prosista gastronómica del pasado siglo. Decía que si a alguien le gustan crudas gozará de la ceremonia, y para aquellos que no es así ojalá vivan siempre felices, aunque envidiosos. Parece exagerado decirlo, pero Chéjov vivió media felicidad amando las ostras después de haberlas traído a colación en una metáfora inicial. Es como si hubiera leído a Felipe Fernández-Armesto –algo que resulta imposible por vivir en distintas épocas– cuando escribe que cualquiera se está perdiendo una experiencia extrasensorial única si prescinde de llevarse una valva a la boca, echar la cabeza hacia atrás, arrancar la criatura de la concha con los dientes, saboreando su jugo salobre y aplastándola levemente contra el paladar antes de tragarla viva. Gran descripción de la comida, merece pasar a la historia.

Balzac abría de par en par las puertas de los restaurantes parisinos al grito de ¡cien ostras!, que se comía porque el crédito, en los establecimientos donde no pagaba la cuenta, era para él que el champaña burbujease al mismo tiempo que su reputación de gran cliente. Las ostras, por tanto, podrían considerarse en su caso bienvenida y despedida. Hay más ejemplos, algunos letales.

El 31 de diciembre de 1995, ocho días antes de desaparecer para siempre, el expresidente francés, François Mitterrand, enfermo terminal de un cáncer de próstata, decidió reunir a unos invitados para la última comida de su vida. Ordenó que les sirvieran cuatro platos: ostras de Marennes, foie gras de las Landas, capón asado y escribano hortelano. Normalmente se suele comer un hortelano, pero el presidente, casi con un pie en el otro barrio, impuso el capricho inobjetable, repitió y los dos pajaritos fueron, según dicen, la última sensación maravillosa en su paladar. Como no todos los moribundos que tienen ganas o pueden expresar su última voluntad gastronómicamente disponen de los proveedores del expresidente francés ni de una cocina adecuada a las pretensiones, podríamos, ya que estamos en ello, imaginar caprichos algo más sencillos. Valgan, por ejemplo y simplemente, las ostras. Pongamos al marisco por testigo: marisco crudo o cocido en agua de mar para no desafiar en exceso a las papilas gustativas. ¿Qué les parece unos percebes de Peñas o de las islas Cíes? Unas cigalas no demasiado asfixiadas por el fuego, un bogavante, una buena centolla del Cantábrico, etcétera. Todo esto seguramente les sugiere una vida que no se acaba con la muerte, al menos hasta que no se produce el último suspiro. Y el último suspiro deberá ser con champaña.

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