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La mirada de Lúculo | Crónicas gastronómicas

Ese punto de lucidez

De la ligereza del aperitivo al leve trance alcohólico que eleva el pensamiento y hace volar la imaginación

Ese punto de lucidez

Stéphan Lévy-Kuentz, poeta, novelista, crítico de arte y ensayista, ha escrito un pequeño libro fascinante, “Metafísica del aperitivo” (Periférica, marzo 2022,) en el que a través de un monólogo exprime la ligereza del ocio convirtiéndolo en pensamiento lúcido empapado en alcohol. El narrador es un hombre solo que se sienta en la terraza de un bar parisino, como alguna vez hemos hecho cualquiera de nosotros solitarios en las ciudades, para observar lo que pasa a su alrededor y refugiarse en agudas elucubraciones dejando volar la imaginación, “ese vapor invisible que cobra forma en el cráneo para hincharse hasta el infinito”. No solamente son esos instantes de placer del presente que retrató Philippe Delerm en “El primer trago de cerveza” o, posteriormente, en “Las turbias aguas del mojito”, en Lévy-Kuentz hay además una inmersión en el pasado que equivale a la aceituna pinchada en el palillo que se sumerge en un dry martini formando un remolino en el líquido si se remueve.

El dry martini, seco y frío como un trallazo ártico, es la leyenda de la coctelería. El cóctel sobre el que más se ha escrito, hablado o fabulado de todos cuantos existen. Nadie de la firma Martini estaría dispuesto a ponerlo en duda y efectivamente el nombre del combinado se ha relacionado con la marca italiana, pero también existen otras versiones no menos fiables. La más fiable de todas es que el cóctel lo inventó en la primera década del siglo XX un barman llamado Martini, del hotel Knickerbocker, de NuevaYork, para uno de sus parroquianos más ilustres, John D. Rockefeller. Ernest Hemingway y Scott Fitzgerald, dos colosos de una misma generación, fueron devotos de esta ginebra seca semicombinada. El solitario de la terraza de Lévy-Kuentz los trae a la memoria recorriendo el bulevar de Montparnasse cogidos del brazo, hace un siglo, borrachos perdidos cruzándose cumplidos a grito pelado para discutir cuál de los era el mejor escritor del mundo. Si lo hubieran hecho sobre la voracidad alcohólica habrían empatado ya que tanto uno como el otro se bebían hasta el agua de los floreros. Martinis secos; daiquiris, en el caso de Hem, y manhattans. El manhattan se compone de dos o o tres medidas, en la variación está el gusto, preferiblemente de rye whiskey, mínimo un 51 por ciento de centeno, o de bourbon -hay quienes apoyan esta última opción- con una de vermut rojo italiano dulce. Si se quiere el trago más seco, lo mejor es elegir vermut francés, Noilly Prat. Al manhattan se le añaden tres gotas de bitter, angostura, para darle brío. Se mezcla en el mismo vaso o copa junto al hielo, sin falta de agitarlo. El manhattan interpreta mejor que otros el melting pot neoyorquino tras la llegada de los italianos.

El tercero de los grandes cócteles aperitivo elaborados con vermut es el negroni. Fosco Scarselli, barman de Florencia, mezcló un día un tercio de ginebra, otro de vermut rojo y uno más de campari. Les añadió hielo, un golpe de agua mineral con gas y una rodaja de naranja. Cuando todavía estaba en proyecto la tercera década del siglo pasado, inventó uno de los tragos más equilibrados y refrescantes en honor de un conde toscano del mismo nombre, aficionado a las emociones fuertes. Se cuenta que Negroni se cansó del chorrito de ginebra habitual y Scarselli que le atendía en el viejo Café Casoni, en la actualidad Giacosa, de la Via della Spada, dobló la dosis de alcohol. Posteriormente se popularizó, entrados ya los años treinta, una variante del negroni menos etílica que incorporaba, en vez de ginebra, soda y mucho hielo. Los camisas negras de Mussolini elogiaron la mezcla por considerarla altamente representativa de Italia: vermut turinés y campari de Milán. Lo que no imaginaban es que el cóctel acabaría llamándose “el Americano”, en homenaje a Primo Carnera, que en 1933 alcanzó el título de los pesos pesados en el Madison Square Garden Bowl, de Long Island, al vencer por KO a Jack Sharkey. El negroni se debe preparar en el mismo vaso, bajo y ancho, igual que el que se utiliza para el old fashioned. Es fundamental que los cubos de hielo, dos como máximo, sean sólidos para evitar que se derritan antes de tiempo y ensucien la bebida. A este combinado no se le debe privar de la habitual rodaja de naranja en el filo del vaso.

Pero hay un alcohol aperitivo solitario de la tarde que supera a cualquier otro y que, a la vez, invita ya solo desde su nombre a recorrer el tiempo pasado, el que fue y también el que pudo ser pero jamás existió. En su grata compañía se suele alcanzar ese punto que los grandes beodos siempre dejan pasar deprisa y que los bebedores reflexivos atrapan y detienen para recrearse en él. Lleva whisky americano y es uno de los clásicos de la coctelería universal. Se llama old fashioned y su elaboración se expone a no pocas variantes. A mí me gusta utilizar el bitter de angostura. En el mismo vaso donde se va a servir se vierten dos cucharadas de azúcar diluidas en agua y unas gotas de bitter. A continuación se echa el whisky y se bate. Finalmente, se añaden cubos de hielo triturados y se mezcla. Se termina añadiendo más whisky hasta completar el vaso y se agita hasta el momento de beberlo. El punto del que hablaba, con retorno o sin él, con old fashioned o cualquier otra bebida alcohólica, lo describe maravillosamente Lévy- Kuentz: “La sangre se sube poco a poco a la cabeza y no tardas en enderezarte. Las nuevas imágenes, transportadas por esas centésimas de segundo que acribillan tu pereza a toda velocidad, se hacen de rogar. La historia de cada uno es la filmoteca apagada, un mundo intermedio poblado de fantasmas que quizá vienen a esclarecer el presente. Intentas visionar las mejores secuencias con la esperanza de volver a ver aquellas en las que tú eres el protagonista y que eso te infunda valor. El recuerdo permanece inoxidable hasta que el cerebro se oxida. Entonces, en respuesta al silencio, toca brindar con los amigos muertos”. Amén.

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