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Los últimos de la “huelgona” del 62, la protesta que puso en jaque al franquismo, temen que “caiga en el olvido”

Los protagonistas de la huelga surgida en Mieres, que movilizó a 300.000 trabajadores en todo el país, recuerdan un episodio “crucial” para Asturias y España

La “huelgona” de 1962, la luz que se encendió en Asturias y alumbró a España entera –esa lumbre a la que cantaba Chicho Sánchez Ferlosio y que quedó inmortalizada en un icónico dibujo de una lámpara minera de Pablo Picasso– empieza a perder fulgor por el inexorable paso del tiempo. Los recuerdos se difuminan y cada vez quedan menos protagonistas directos de lo ocurrido que puedan refrescar el relato. Entre los supervivientes, eso sí, la llama sigue brillando con fuerza. Se ve en los ojos de Avelino Pérez, que se tiró al río Nalón para escapar de las balas; en los de Aida Fuentes, encargada de llevar alimentos del comedor parroquial a las familias de los huelguistas; en los de Vicente Gutiérrez Solís, que pasó año y medio deportado, alejado de su mujer y su bebé; y en los de Anita Sirgo, que se dejó la melena pelirroja y el tímpano del oído izquierdo en un cuartel durante la represión posterior. “No me arrepiento ni de uno solo de los golpes que llevé. Con aquella lucha se consiguió mucho”, afirma Sirgo con orgullo a sus 92 años

Avelino Pérez
“La minería de entonces era un infierno; no había sistemas de seguridad y la silicosis era un drama”

Todos ellos lamentan que pueda “caer en el olvido” un episodio “crucial” para Asturias y para el conjunto del país. Lo que comenzó a principios de abril como una protesta espontánea de los trabajadores del pozo Nicolasa de Mieres contra la sanción a siete compañeros propició un paro sin precedentes en la España de Franco. De Nicolasa se propagó al resto de pozos. De allí, a la metalurgia y, después, por toda España, hasta poner a 300.000 trabajadores en huelga.

La chispa fue una demanda laboral, pero el conflicto “se fue politizando”, según relataba a este diario hace unos años Eladio Gueimonde, uno de los “siete de Nicolasa”, ya fallecido: “La mina de entonces era inhumana. Había que echarle pelotas para bajar ahí abajo. Y se cobraba poco, a veces había que escotar hasta para pagar una cajetilla de Celtas”. Lo corrobora Avelino Pérez, por entonces minero en el pozo Venturo (San Martín del Rey Aurelio) y que posteriormente acabó siendo diputado regional del PSOE: “Aquella minería era un infierno. No había sistemas de seguridad, ni botas especiales, ni cascos. Y la silicosis era un drama”. “Era terrible. A los treinta años ya estaban todos silicosos perdíos”, abunda Anita Sirgo, cuyo marido Alfonso Braña, militante comunista en la clandestinidad, trabajaba en el pozo Fondón, en Sama. “Recuerdo cómo llegaba la ropa llena de barro y polvo. No les daban ni toalla, ni jabón, ni agua caliente”.

Vicente Gutiérrez Solís
“Supuso el despertar de la gente y de una nueva conciencia social; se vio que el franquismo era vulnerable”

Aquella protesta inicial desatada en Mieres caló y, tras el paso de los días, con el creciente respaldo a la huelga y el aumento de las detenciones, el papel de las mujeres fue clave para repartir octavillas y recabar ayuda para las familias de los presos. También, en primera línea, como piquetes para evitar la entrada en los pozos de los trabajadores que no querían secundar la huelga. “Estábamos muy organizadas. Nos reuníamos en las casas alrededor de una mesa y una cafetera y podíamos decir que estábamos merendando si venía la Policía. Íbamos casa por casa a las cinco de la mañana para picar a las compañeras, reunirnos y parar ya la entrada a los pozos del relevo de las seis”, rememora Sirgo.

“No podíamos consentir que aquello acabara sin conseguir nada. Nosotras íbamos pacíficamente, pero dispuestas a todo”, añade Sirgo, antes de aludir a una mujer que tenía 80 años y era conocida como “La Caravana”, que “arrancó la pata de una banqueta para llevársela al pozo por si tenía que defenderse”. Otros métodos eran más sutiles. “Llevábamos maíz que tirábamos al suelo para llamar ‘gallinas’ a los esquiroles. Se morían de vergüenza y los primeros que llegaban ya se daban la vuelta y avisaban a los que venían detrás”, explica la nonagenaria langreana mientras extiende sobre la mesa de la cocina de su casa de Lada el maíz que guarda en la misma bolsa hecha con trapos que remendó hace sesenta años. “La tengo en un cajón y ahí va a seguir. Aunque ya me se van perdiendo granos de maíz de tanto sacarla”, señala con humor.

Anita Sirgo
“No me arrepiento de los golpes que me llevé en el cuartel; con aquella lucha se consiguió mucho”

La hija mayor de Anita Sirgo, Telvi Braña, que entonces tenía diez años, acompañó a su madre a algunas protestas. “Fui con ella a parar a los mineros. A los guajes también nos llevaban. A esa edad no eres muy consciente de lo que está pasando. Era una niña y no recuerdo pasar miedo, pero sí que me agarraba fuerte a la mano de mi madre cuando había movimiento”, expone: “Otra cosa era cuando venían de madrugada a casa a buscar a mi padre para llevárselo. Yo no entendía por qué y menos al verlo después volver molido a palos o a mi madre cuando le cortaron el pelo. Sigue siendo el día de hoy que me aterra escuchar el timbre de casa si es por la noche y ya estoy en la cama. Me asusta mucho”.

Telvi Braña, que estudiaba en la Academia Mercantil de La Felguera, recuerda que “en clase no se hablaba de aquello. Lo que conocías era por lo que se contaba en casa. También es verdad que había mucha solidaridad de la gente. En la Academia, por ejemplo, a mí y otros niños que tenían a sus padres detenidos no nos cobraran”. “Había que resistir”, tercia Anita Sirgo: “Hubo épocas en las que llegué a limpiar en tres casas a la vez, fregando aquellos suelos de madera. Y a base de jabón de arena, lejía y estropajo. Sin los adelantos que hay ahora. Nosotros pudimos aguantar bien, pero otras familias lo pasaron peor”.

La situación se agravaba cada día a medida que se extendía el conflicto. Muchas personas vivían atenazadas por el hambre, tal y como constata el langreano Vicente Gutiérrez Solís. “La ayuda de los comercios, que fiaban a los clientes, y de la gente de otros sectores ajenos a la huelga fue fundamental. Hubo comerciantes que se portaron muy bien”.

Aida Fuentes
“Llevábamos comida de la parroquia a las casas, queríamos ayudar porque la gente pasaba hambre”

A la huelga se sumaron comunistas, socialistas, trabajadores sin militancia alguna y cristianos de base vinculados al apostolado obrero. Estos últimos, unidos a algunos sectores del clero, ayudaron a quebrar el sólido binomio Iglesia-Estado existente por aquel entonces en España. Aida Fuentes tenía 24 años en 1962 y era la responsable de la sección femenina en Laviana de la Juventud Obrera Cristiana (JOC). “La gente lo estaba pasando mal. Había familias en una situación muy precaria y Cáritas mandó comida, pero el presidente local se negaba a hacer el reparto. Así que nos ocupamos nosotras a través de un comedor parroquial”. “Algunas personas” –añade– “tenían terror de ser detenidas si venían al comedor, así que se lo llevábamos a casa. En aquel momento no había una conciencia política detrás de la ayuda que estábamos dando. Lo hacíamos por justicia social y por la gente que estaba pasando hambre”.

Sin embargo, la huelga sí se había politizado. Lo que se inició como una protesta aislada de contenido marcadamente social se transformó en un conflicto político alentado desde el exterior para socavar los pilares del régimen. La protesta se extendía pasadas unas semanas a toda España, que tenía los ojos puestos en lo que ocurría en Asturias. Las emisiones de “Radio Pirenaica” trasladaban mensajes a los huelguistas en los que instaban a mantener la resistencia frente a los movimientos de represión.

Parte de los mineros deportados, en una fotografía tomada en León. Imágenes cedidas por la Fundación Juan Muñiz Zapico

Entre los meses de abril y mayo se produjeron más de 350 detenciones (algunos represaliados aseguraban que las cárceles se quedaron sin colchonetas) a las que se unieron otras estrategias de intimidación como citaciones al cuartel y registros domiciliarios. A principios de mayo, el Consejo de Ministros decretó el estado de excepción en Asturias, Vizcaya y Guipúzcoa. Se insistía, al mismo tiempo, en que cualquier concesión quedaba ligada a la vuelta al trabajo. Para algunos de los huelguistas más significados, el riesgo era evidente. Avelino Pérez formaba parte de uno de los comités que repartían propaganda durante la huelga. Sabía que su casa estaba vigilada, pero su mujer estaba embarazada de siete meses, así que regresó a su hogar. Era la madrugada del 2 de mayo, casi un mes después del inicio de la huelga. La Guardia Civil lo arrestó y se lo llevó al cuartel del Sama. Cuando le quitaron las esposas, aprovechó el descuido para escapar. Fue entonces cuando silbaron los disparos. “Nunca pensé que me fuera a disparar, pero era joven y corría más que las balas”, relata.

A llegar a la altura de río Nalón, con los guardias civiles pisándole los talones, “me encontré una patrulla de la Policía Armada, que tenías metralletas. Sabía que de ahí ya no podría escapar, así que cuando me dieron el alto me tiré al río”. El Nalón bajaba con abundante caudal y optó por refugiarse junto a un colector hasta que la búsqueda cesó. Cuando se apagaron las voces y las linternas, se lanzó al agua. Con la ayuda de unos compañeros de la Güeria Carrocera pudo exiliarse a Francia, de donde no regresó hasta 1975.

Parte de los mineros deportados, en una fotografía tomada en León. Imágenes cedidas por la Fundación Juan Muñiz Zapico

Los intentos por reprimir la huelga no tuvieron el efecto deseado, por lo que Franco, en un giro inesperado, optó por el diálogo, enviando a Asturias a José Solís, ministro secretario general del Movimiento y conocido como la “sonrisa del régimen”. En un hecho insólito, negoció directamente con representantes de los mineros huelguistas para disponer así de interlocutor válido. El Sindicato Vertical quedaba postergado. Las demandas de los huelguistas fueron atendidas y el aumento del precio de la hulla llegó incluso, en algunos casos, a duplicar los sueldos. Se puso en libertad a los trabajadores encarcelados y, a principios de junio, los últimos mineros volvieron al trabajo.

Fue una “paz” inestable y corta ya que, en agosto, el conflicto volvió a explotar. Ya prevenidas y con la experiencia de lo ocurrido en los meses anteriores, las autoridades franquistas organizaron la deportación a otras zonas de España de 126 mineros, los más significados de cada pozo, con lo que la reacción obrera quedó controlada. Uno de los esos obreros fue Vicente Gutiérrez Solís. “Nos metieron a doce en un camión de carga y tardamos dos días en llegar a Soria. Llegamos sin nada. Pasamos hambre y frío, pero la gente de allí nos ayudó muchísimo. Te daban lo que podían”. La respuesta en las Cuencas para recabar apoyos para los deportados y encarcelados se tradujo en la consolidación de las comisiones obreras y en el nacimiento sindical de una nueva hornada de dirigentes. Una nueva huelga estalló en el verano de 1963 y concluyó en noviembre de 1963, con la vuelta de los últimos deportados.

Manifestación en Bruselas en apoyo de los mineros asturianos en huelga. Imagen cedida por la Fundación Juan Muñiz Zapico

“Los que pasó en aquellos meses fue muy importante. Supuso la ruptura de la obediencia sistemática al régimen”, reflexiona Avelino Pérez. Para Gutiérrez Solís, la “huelgona”, que tuvo una profunda repercusión en Europa con manifestaciones de apoyo y atrajo “el apoyo de los intelectuales”, significó “el despertar de la gente y de una nueva conciencia social. Se arrancaron cesiones al franquismo que hicieron ver que la dictadura podía ser vulnerable”.

Anita Sirgo lamenta, por su parte, que “aquella lucha pueda quedar en el olvido”. “Quedamos ya muy pocos de aquella época. Estamos viendo todos los días por la televisión que hay guerras, hambre, exilios y deportaciones. Eso también pasó aquí y debe conocerse. Yo tengo 92 años, me muevo con dificultad y tienen que venir a casa a buscarme para acompañarme cuando hay alguna protesta. Pero no voy a dejar de ponerme detrás de una pancarta para defender las cosas que son de justicia”, apostilla. No habla en vano. Si hay otra gran huelga, la bolsa de maíz estará esperando en el cajón del armario de la despensa.

José Luis Dizy, en su casa de Sama. F. Rodríguez

“Las libretas salvaron a muchas familias”

El langreano José Luis Dizy regentaba con sus padres uno de los comercios de alimentación que fiaron a los huelguistas

José Luis Dizy –comerciante langreano jubilado y pintor por devoción– pasea entre los cuadros de su estudio mientras dibuja a través de la palabra cómo era la tienda de alimentación que regentaban sus padres en el centro de Sama hace sesenta años. “Yo entonces tenía 24 años. Me dedicaba a traer la mercancía, pero también despaché mucho tras el mostrador y me tocó apuntar en la libreta. Se vendía de todo, fabes, patatas, conservas, bacalao... y tocino del gordo. De aquella había una buena cantidad de gallegos, andaluces y extremeños que habían venido a trabajar a la cuenca y lo pedían mucho”.

El negocio familiar –que llevaba el nombre del padre, Luis Dizy– fue uno de los que fio a los clientes cuando la “huelgona” apretaba y el dinero no llegaba a las casas. “La libreta salvó a muchas familias que no tenían para comer. Algunos casos eran terribles, con familias con seis o siete guajes, ¿cómo no ibas a fiarles?”, rememora Dizy, que añade: “Siempre te podías encontrar a uno o dos ‘trampas’ que salían rana, pero la gran mayoría de la gente era muy formal y en cuento volvían a trabajar y tenían dinero en el bolsillo, pasaban a pagarte lo que debían. Como podían y cada uno a su ritmo”.

El padre de Dizy estaba especialmente sensibilizado con las penurias de otros porque él también las vivió de cerca. No tenían militancia política, pero durante la guerra civil, cuando ya tenía tienda, le asignaron un puesto en un economato obrero. Una denuncia de otro comerciante que, “por envidias, quería quedarse con su local”, derivó en doce años de exilio forzoso y cárcel. “Él lo había pasado mal y recibió ayuda, y en las huelgas hizo lo mismo. Recuerdo que en un encierro que hubo en la iglesia de Sama llevó comida a los que estaban allí”.

La obra de Picasso sobre las huelgas.

Aquel puño que pintó Picasso

Benjamín Gutiérrez Huerta | Historiador

Este abril de 2022 se cumplen 60 años de la primera oleada de las huelgas de 1962. El descontento en las minas asturianas y el despido a un grupo de picadores del grupo Nicolasa, de la fábrica de Mieres, serían la chispa que dio comienzo a esta movilización, que marcaría un antes y un después en el movimiento obrero asturiano y en la historia del largo final de la dictadura.

El paro se extendió por las cuencas del Caudal y el Nalón, en una dinámica in crescendo, que desbordó cualquier previsión del régimen, generando una movilización que pasó, de unas decenas de trabajadores, a decenas de miles en Asturias y finalmente, a varios cientos de miles en toda España. Sin olvidar la gran repercusión internacional, justo cuando el gobierno de la dictadura, intentaba dar una imagen aperturista del régimen.

Estamos hablando que hacer huelga era algo ilegal y perseguido por la justicia militar, hasta la creación del Tribunal de Orden Público en 1963. El franquismo había prohibido la huelga como quien prohíbe el sarampión, según se llegó a reflexionar en un informe del propio régimen.

¿Por qué esta movilización fue tan importante? Por un lado volvía a poner nuevamente a los mineros en referencia de la lucha contra la Dictadura y con ello Asturias, de la que se decía que marcaba el camino. Por otro lado, en esa España, a pocos años del fin de la autarquía, el carbón era una fuente energética fundamental. Un paro en el sector afectaba a la económica de forma vital.

No eran ni las primeras huelgas mineras, ya hubo en los años 50, ni las primeras en el conjunto de Estado, donde otros sectores en las industriales o transportes, por poner dos ejemplos, ya habían realizado importantes movilizaciones antes. Pero los mineros asturianos tenían ese marchamo mítico, ya desde la revolución de 1934 y eso les convertía nuevamente en vanguardia de una izquierda, que buscaba referencia.

El PCE y sectores progresistas de la iglesia, fueron motor principal de apoyo y extensión de esas movilizaciones, fundamentales en el surgimiento y desarrollo de Comisiones Obreras en los centros de trabajo.

Tras las huelgas de la primavera de ese año y las conquistas laborales conseguidas, siguió la represión e incumplimientos, volviendo nuevamente los mineros a movilizarse al final del verano de ese mismo año y a partir de entonces, año a año y de forma intermitente, hasta el final del franquismo y la transición.

Los mineros asturianos en 1962, los hombres y mujeres que se organizaron y lucharon, marcaron el camino del principio del fin del franquismo, volviendo a situar al movimiento obrero como motor del cambio social. Hombre y mujeres de las cuencas, trabajadores y sus familias, profesionales y comerciantes, sectores de la iglesia, militantes antifranquistas y sus organizaciones clandestinas, comunistas, cristianos, socialistas... el conjunto de la sociedad consciente y solidaria hizo posible la resistencia frente a la represión y ante las duras condiciones de vida que generó la huelga y sus consecuencias.

Asturias era un símbolo tal que el mero hecho de cantar “Asturias, Patria Querida” era convertido en canto político perseguible como le sucedió al escritor comunista Manuel Vázquez Montalbán en Cataluña.

Las huelgas de 1962 y sus sucesivos rebrotes ya son parte del imaginario colectivo del movimiento obrero y en especial del mito de los mineros asturianos. El puño candil en mano de Picasso, el poema de Rafael Alberti: Mi mano y mi corazón, ¡Contigo!, que Asturias grita, como ayer: ¡Viva el Nalón y viva la dinamita!

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