La mirada de Lúculo | Crónicas gastronómicas

Tendones de bonito en Caces

Pedro Martino, en su búsqueda de los orígenes, encuentra un aliado en los descartes de los pescados

Pedro Martino

Pedro Martino / Ilustración: Pablo García

Luis M. Alonso

Luis M. Alonso

¿Qué hacer con las pieles del pescado? Los hígados, los corazones, las huevas, las espinas y las propias escamas… Utilizar los descartes no es solo una forma ética de comportarse en la cocina rentabilizando al máximo cualquier pieza y evitando el despilfarro, es también la manera de aprovechar una segunda oportunidad de oro culinaria. Ángel León, en Aponiente (Cádiz) o Josh Niland, el chef australiano de Sídney, conocido como "el carnicero del pescado", son dos maestros cualificados en obtener el mayor partido de los despojos. Toda la casquería del mar, en general, encierra eso que se ha dado en llamar umami (sabroso), desde hace años el quinto sabor junto con los cuatro básicos, dulce, amargo, ácido y salado.

Umami –yo entonces no lo sabía– eran los corazones de bonito que mi madre pedía de vez en cuando al pescadero para que los planchase en la chapa de la vieja cocina de carbón hasta lograr la consistencia deseada de aquellos bocados carnosos e intensos con forma triangular. El otro día volví a acordarme de ellos en Caces gracias a un suculento guiso de tendones de bonito de Pedro Martino, en cuyas manos la cocina asturiana está dando más de vuelta y media, pensada y bien provista de rica esencialidad innovadora a través del menú llamado Orígenes. Unas veces lo hace dejándose guiar por su propia curiosidad, otras profundizando en alguna de las entradas del "Diccionario de Cocina y Gastronomía de Asturias", de Eduardo Méndez Riestra, una obra repleta de conocimiento autóctono, que le ha ofrecido a Martino más de una pista en esta su nueva reinvención. Por ejemplo, la de extraer sensaciones actuales de la garabuxada de San Juan de la Arena, un guiso marinero caído en el olvido, típico de la desembocadura del Nalón, a basa de raya y otros pescados que se descartaron durante años en las mesas. Martino la ha recuperado con acierto para la alta cocina, recreando su singularidad en un momento donde no todo el mundo se dedica a guisar y la mayoría se conforma con decorar platos juntando ingredientes sin mayor sentido gastronómico.

Hablamos de los corazones de bonito y de atún, en algún otro momento lo hemos hecho de los hígados de rape y de salmonete; de las pieles crujientes o de las propias espinas fritas que me presentaban en un plato aparte a la vez que el pescado crudo en la Puglia; de las vejigas natatorias del bacalao (callos); de las distinguidas cocochas de merluza; de las huevas cocidas o prensadas con las que los griegos preparan la taramasalata, y también podríamos hacerlo de las escamas fritas, dulces y especiadas; de la sangre del pescado; de los caldos oscuros; de las sabrosas cabezas; de los collares enriquecidos con la grasa del vientre y posteriormente asados a la parrilla; de la lechada o esperma del bacalao, cuyos sacos comen los japoneses al vapor o simplemente salteados (shirako); de las delicadas mejillas o carrilleras, o de las lenguas, también de bacalao, ligeramente rebozadas y fritas que consumen en Noruega, o sin ir más lejos en el vecino Portugal. Los huevos son capítulo aparte. Han adquirido un rango superior, para comprobarlo solo hace falta acordarse del caviar, uno de los grandes productos gastronómicos de lujo; o de la bottarga de mújol o atún, huevas desecadas para consumir en finas láminas con unas almendras o ralladas en un plato de pasta.

Sin embargo, la suma esencial de la casquería o del desapojo del pescado se encuentra desde la antigüedad en el garum. El garum definía ya entonces el gusto de los romanos que, al no disponer de la posibilidad de refrigerar los alimentos, se inventaron salsas, algunas de ellas muy sofisticadas, para ocultar los sabores más parecidos a la putrefacción. Este condimento era el fruto de mezclar las vísceras, intestinos de algunos peces, fundamentalmente morenas, atunes y esturiones, con aceite, vinagre, pimienta y agua. Con el paso de los años, de la fermentación en salmuera original del garum no ha quedado gran cosa pero sí pervivido su poder de inspiración mediterráneo en pastas, botargas y tapenades diversas. Una receta para confeccionar un garum casero es esta: reunir espinas, tripas, cabezas o cualquier otro descarte de xardas, sardinas, bocartes; a ello se le agrega la mitad del volumen en agua y un veinte por ciento de sal. Se mezcla todo bien e introduce en tarros de cristal herméticos o de barro, dejándolo reposar un mínimo de una semana en un lugar oscuro y agitándolo diariamente. O en un baño circulante a 40 grados, si se dispone de tal artilugio.

La colatura de alici es el mejor de los productos identificados con el garum. Representa también a la costa amalfitana, en concreto Cetara, una localidad al sur de Nápoles, de la que no puede marcharse uno sin adquirir al menos un frasco del potente jugo de color ambarino. El agua resultante de los peces introducidos en barriles, eviscerados, en salazón y con un peso encima para exprimir su líquido, se filtra y va a parar a recipientes de vidrio expuestos al sol. El concentrado vuelve a echarse sobre las anchoas con objeto de que se impregne aún más del sabor del pescado. Tiene un sabor tan intenso que es fácil distinguirlo. La mélet, una pasta especiada de anchoas, originalmente de arenques, junto con la poutargue (bottarga) una de las especialidades de Martigues, el pequeño puerto francés cercano a Marsella, guarda cierto parecido. En Santoña (Cantabria) también elaboran su colatura de alici y la exportan, entre otros lugares, a la mismísima Cetara. Ida y vuelta, así es la vida.

Mientras tanto pienso en el guiso de tendones de Pedro Martino en su restaurante de Caces: la aleta del bonito, la piel, el colágeno y ese quinto sabor intenso que es el umami.

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