La mirada de Lúculo| Crónicas gastronómicas
Sombreros chinos, sabor a mar
La llámpara, humilde y misteriosa, tiene tras de sí una larga historia, desde las hambrunas, la evocación infantil del pedrero y los guisos marineros tradicionales, a ser apreciada en la alta cocina asturiana por Nacho Manzano y Pedro Martino

Sombreros chinos, sabor a mar / Luis M. Alonso
Recuerdo haber comido llámpares desde la más tierna infancia como el bocado furtivo que el niño provisto de un objeto punzante arranca o pela de la propia roca para introducirlas acto seguido en el caldero de la playa. Luego, todo consistía en remojarlas para quitarles el mínimo rastro de arena y afogarlas al vapor con un chorro de aceite. Con cuidado de que no se volvieran incomestibles debido a un exceso de cocción. Si se cocinan demasiado, la carne comienza a encallecerse y puede acabar pareciéndose a un corcho. Por ese motivo conviene utilizar algunas de ellas para obtener su jugo, una maravillosa esencia marina, e incorporar el resto más tarde cuando se está a punto de servir el guiso.
En comparación con otros moluscos, que son reconocidos por su valor gastronómico, económico o estético, la llámpara (lapa) no gana ningún premio. En los tiempos modernos, ha sido considerada alimento para mitigar hambres, como se desprende de la narrativa de las hambrunas de la patata irlandesas y en las tierras altas de Escocia. En Asturias, como en otras latitudes costeras de Europa, se comieron durante años por razones de necesidad. También jugaron su papel en episodios relevantes del siglo pasado. Ernest Shackleton escribió que las lapas ayudaron a mantener con vida a la tripulación del Endurance cuando quedó atrapada en el hielo antártico, mientras que el estofado hecho con estos moluscos con sabor a curry en polvo se convirtió en un plato básico para la gente de Jersey durante la ocupación alemana en la Segunda Guerra Mundial. En realidad, solo había que aprovechar las mareas bajas y recolectar las conchas, aunque lo ideal es jugarse algo más el tipo y no hacerlo cuando han estado descubiertas de agua demasiado tiempo.
Las lapas son moluscos gasterópodos univalvos, extremadamente comunes en las rocas costeras europeas. Tienen una forma característica reconocible de sombrero chino con un caparazón muy rugoso; de hecho en Francia uno de los nombres populares que reciben es el de chapeau chinois. En diversos puntos de la costa asturiana se han familiarizado más con ellas que en otros. En Peñas, por ejemplo, o en Las Mariñas, mantienen guisos tradicionales, en algunos casos, a mi gusto, inadecuados cuando incorporan a ellos tocino, jamón o chorizo. La mayoría de los mariscadores que las buscan son deportivos; el valor que se les da y el tiempo que lleva pelarlas en los pedreros resta atractivo a los profesionales. En cualquier caso, los días más propicios para capturarlas son los neblinosos o nublados en los que la llámpara, al igual que sucede con el caracol, no se agarra tanto a la piedra y despega mejor. Las más apreciadas, como es el caso de las mariñanas, están criadas en roca de arena dura: al ser más porosa van chupando de la piedra, y esto según se dice les da un mejor sabor que el de las que se pelan en caliza.
En Canarias se come la lapa negra, la más frecuente es una subespecie llamada crenata, de tamaño mayor que las que generalmente se consiguen en Asturias, con un bocado más contundente y también más insípidas. Se conocen otros tipos más: la blanca, la burro y la majorera, que se distinguen entre sí mirándoles el pie. Suelen cocinarse apenas tocadas por el fuego, y servirse acompañadas de mojos y de papas arrugadas. Son las mismas que se comen en Madeira y en Azores; donde las preparan salteadas con mantequilla, ajo y perejil igual que los caracoles en Borgoña. En la última de estas dos islas portuguesas me las sirvieron extraordinarias en Ponta Delgada, isla de San Miguel, junto con cracas unos extraños y sabrosos crustáceos entre el percebe y la nécora que se adhieren a los cascos de los barcos, y la carne dulce de un cavaco, un santiaguiño de medio kilo. Más tarde, allá donde me desplazaba, casi siempre me ofrecían lapas.
Del consumo de las hambres a las preparaciones tradicionales, la llámpara ha atravesado un largo camino entre la indiferencia y el apego hasta hacerse encontrar un pequeño hueco en la alta cocina. Pedro Martino, en El Cabroncín, fue probablemente el primero en prestarle atención. Ahora, en su restaurante de Caces recrea un arroz inflado con toda la esencia concentrada de este molusco servido en la propia concha. Digamos que es uno de los momentos estelares de su menú Orígenes. La humilde llámpara está igualmente en las mejores manos con Nacho Manzano en el menú largo de verano del restaurante ovetense NM, en el Gran Bulevar El Vasco. Manzano hace con el molusco una crema, a la que incorpora patata pequeña rugosa, berza y pescado de roca (tiñosu). Se declara enamorado de la llámpara por varios motivos: la evocación de la infancia en los pedreros; su austeridad; el hecho singular de que transite en el mar y recuerde a los caracoles de tierra; la propia cocina con su estómago que le transportan al mundo del hígado. De hecho está pensando en un plato de llámpares asociado con foie de oca.
Toca, por tanto, revivir la humilde historia de un molusco lleno de belleza y misterio, recuerda Manzano, que debido a esa especie de "infusión de agua de mar y algas evoca plenamente el Cantábrico, y ese olor que desprende la ola al romper contra el acantilado". Todo eso, con un culín de sidra, la cuenta.
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