La mirada de Lúculo | Crónicas gastronómicas

Baldwin: el odio racial y el placer

De Harlem al sur de Francia, la comida jugó un papel importante en la vida y la obra del autor afroamericano que se rebeló contra la segregación

Baldwin: el odio racial y el placer

Baldwin: el odio racial y el placer / Pablo García

Luis M. Alonso

Luis M. Alonso

He intentado imaginarme el momento. James Baldwin arroja a la camarera una jarra de agua medio llena que acaba estrellándose en un espejo detrás de la barra en el dinner donde sucesivamente y por ser negro le han negado una hamburguesa y un café. "We don’t serve negroes here". Los clientes boquiabiertos observan cómo corre hacia la puerta y choca con un hombre que le propina un puñetazo. El escritor consigue deshacerse de él de una patada y alcanza la calle donde se reúne con su amigo blanco. Juntos, en la huida, distraen a la policía y a sus perseguidores. Sucede en un restaurante de Nueva Jersey y la secuencia ha quedado registrada en "Notas de un hijo nativo" (1955), uno de los ensayos más elocuentes sobre el odio racial de un autor, del que estos días se conmemora centenario.

Inicialmente y con la comida Baldwin experimentó el látigo de la segregación en su propia piel. Y a través de la comida y con el paso de los años, ya en Francia, aprendió a disfrutar del placer y del conocimiento gastronómico. Cocinando, incluso. Su mesa de invitados en Saint-Paul-de-Vence, donde pasó los últimos diecisiete años de su vida, fue uno de los muchos lugares en los que compartió comidas con personas muy diversas. En realidad eran dos mesas, una al aire libre, perfumada por el olor de las lavandas, y otra interior, en las que recibía y que su biógrafo David Leeming definió como lugares testimoniales a los que los exiliados acudían para entregar sus almas. Mantenía una gran complicidad con su ama de llaves y cocinera, Valerie Sordello, quien servía muchas de estas comida y era parte de la familia. Sordello se quedó con él hasta el último momento. Ella y Baldwin habían trabajado juntos en la estética íntima y doméstica que tanto agradaba a los que se acercaban hasta Saint-Paul- de-Vence.

Aquellos fueron años de esplendor en la Provenza. El sur de Francia ha ocupado durante mucho tiempo un lugar especial en los corazones de los franceses, atrayendo además a escritores y artistas, de dentro y de fuera, durante siglos. En la década de 1970, se convirtió en el centro de muchas conversaciones culinarias importantes. Julia Child, en el apogeo de su fama televisiva, recibió a MFK Fisher y James Beard en su casa, La Pitchoune. Michel Guérard estaba transformando la cocina clásica en minceur, más ligera y delicada. Cerca de Cannes, Roger Vergé abría las puertas de Le Moulin de Mougins convirtiéndose en el pionero de la cocina del sol, una evolución del clasicismo provenzal. El mundo culinario experimentaba cambios y Baldwin, sin proponérselo, fue un privilegiado observador de ellos. A la vez, no perdía de vista lo que sucedía al otro lado del Atlántico. Echaba de menos el pollo y las galletas recién horneadas de Harlem.

Jessica B Harris, estudiosa de la cocina afroamericana, solía ser una de las invitadas del escritor en Francia. En los años 1960 y 1970, la recuperación de las raíces culturales de los descendientes de esclavos que habían sufrido y resistido la opresión pasó a ser un fenómeno popular. Harris insistía en los orígenes africanos de alimentos estereotípicamente negros americanos como la okra, la sandía y los guisantes de ojo negro, algo que ahora puede parecernos racialmente esencialista. Con ello explicaba la mezcla de tradiciones culinarias, particularmente en la costa de África occidental, entre culturas y cocinas, con las de los aventureros y colonizadores europeos, para crear una gama afrodiaspórica. Después de los avances en materia de derechos civiles, la comida afro en su creciente diversidad ya no estaba segregada exclusivamente en el menú para negros, sino que se extendía a la mesa estadounidense en general.

Había discurrido un tiempo desde que a Baldwin le negaran el café y la hamburguesa y ciego de cólera arrojase la jarra de agua a la camarera de aquel dinner de Nueva Jersey. Una comida en "Sobre mi cabeza" (1979) refleja este cambio hacia las raíces africanas de la cocina del soul food. Cerca del final de la historia no lineal, pero al comienzo del libro, Hall describe la visita a la casa de su amiga de la infancia Julia con sus hijos. La mesa es una tabla reluciente, barnizada de oscuro […] Hay una ensalada de espinacas crudas, lechuga, tomates y rábanos en un tazón, y una segunda de patatas picantes en otro. Las costillas de cerdo están en un plato de caoba. También tenemos un cuenco pequeño de pimientos africanos, verdes y rojos, humeantes, una cesta de mimbre llena de panecillos calientes con mantequilla, Coca-Cola, vino tinto y cerveza. La mesa está en el centro de la habitación […] Hay una deidad africana de madera situada en un rincón cerca de la puerta. Todo ello forma parte de la meticulosidad del propio Baldwin al preparar y presentar una comida atractiva. Caoba son, para él, las costillas y el plato en que están depositadas; mientras que las figuras de las deidades y los chiles son los africanos en la mesa. Un viaje personal de regreso al continente negro entre la adolescencia y la vida contemporánea.

El deslumbrante sol y el clima cálido del sur de Francia atrajeron a Baldwin, que llegó allí desde París a principios de los años setenta para pasar una noche en Saint-Paul-de-Vence, uno de los pueblos encaramados en las cimas de las colinas que rodean Niza. Los días allí eran sencillos y en su mayoría organizados en torno a la agenda de trabajo del escritor. A Baldwin le gustaba la comida, y sus descansos para comer le permitían saciar su apetito omnívoro y satisfacer su paladar conocedor e internacional. No pocas noches iba a tomar aperitivos a La Colombe d’Or, el hotel legendario, dirigido por Titine, la esposa de Paul Roux, el fundador. "Aquí hospedamos a quienes vengan a caballo, a pie o en pintura", rezaba una placa a la entrada. Baldwin se convertiría en un asiduo de los taburetes bajos de madera del bar, que como escribió la propia Jessica B. Harris parecían más adecuados para ordeñar vacas que para sostener los traseros de los ricos y famosos que frecuentaban el establecimiento.

Suscríbete para seguir leyendo

Tracking Pixel Contents