Arquitectura personal

Magdalena Cueto Pérez, catedrática de Literatura: "Me salvó la adolescencia que me enamoré de un profesor"

"Volver a los 6 años a casa de mis padres fue difícil, tendía a esconderme en las camillas, y la luz con un Sagrado Corazón era la de mis pesadillas de insomne"

Magdalena Cueto Pérez, fotografiada en el salón de su casa de Oviedo.

Magdalena Cueto Pérez, fotografiada en el salón de su casa de Oviedo. / David Cabo

Javier Cuervo

Javier Cuervo

La profesora y optimista insobornable

Magdalena Cueto Pérez (Lugo, 1954) es catedrática de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la Universidad de Oviedo, de la que se jubila este curso después de medio siglo en ella. "Me gustaría escribir de lo que sé para que me entiendan y sin tener que citar a cada página. En general, la Universidad es una máquina de hacer cosas muy raras. Mi vida va a cambiar siempre para bien hasta que me muera".

A partir de traer a Oviedo unos inolvidables cursos de la Escuela de Letras y de la Escuela de Cine, Magdalena Cueto pasó a dar clase en la Escuela de Cine de Madrid y en la de Barcelona, en la Escuela Berlanga de Guionistas de Valencia, en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, organizó un curso de doctorado en la Universidad Austral de Chile...

Tiene dos hijos -Catuxa y Yago- y tres nietos: Valeria, de 9 años, y Hernán y Mael, de 6. Dice que solo tuvo un novio, el que fue su marido, y dejó de serlo hace muchos años...

-¿Se entretuvo después?

-Sí, hombre, pero estoy sola muy bien. Vivo sola con mis hijos y no quiero vivir con nadie.

-Nació en Lugo, en 1954.

-Mi padre fue a organizar Mantequerías Arias en Galicia. Soy la segunda y tengo cuatro hermanos: Margarita, Manuel, Arancha y Covadonga.

-Su padre, Manuel Cueto.

-Militar por Zaragoza, capitán, hizo la guerra con los nacionales, era muy bueno y salvó a muchos. Mi abuela Sofía -de la que cada vez me acuerdo más-, muy creyente y patriota, fue a los carmelitas y ofreció la vida de sus hijos por Dios y por España. Me murieron dos tíos en la guerra y no entendí por qué no ofreció su propia vida hasta que fui madre y comprendí que ofrecer la vida de un hijo es más doloroso. En 1975, cuando los últimos fusilamientos de Franco, mi padre estaba de color verde, no lo podía sufrir. Trabajó toda la vida en Mantequerías Arias, era íntimo amigo de Fernando Arias. Hacía pagos y eso preocupaba a mi madre porque andaba con dinero por la carretera. Era muy escrupuloso con la leche y la llevaba a analizar para que no orinasen en ella para aumentar la densidad. Yo era su preferida. Me decía: "Vamos, secretaria".

-Su madre, Margarita Pérez.

-Era de una familia de Lugo adinerada y aristocrática que tenía registradores, magistrados del Supremo... Su padre era farmacéutico y ella siempre quiso que yo fuese juez del Tribunal Tutelar de Menores porque decía que era muy ecuánime. Enviudó en 1992 y como las madres hacían siempre lo que querían los padres, descubrí una mujer enérgica, con criterio y carácter. Al final, la quise con locura, la cuidé y la entendí. Mi hermana mayor era su preferida, pero, al final, me dijo: "Eres la mejor hija que tengo".

-Fue criada por sus tíos Tomás y Maruja, millonarios, con farmacia.

-Ay, sí. Después de mí nació Manuel, persona con discapacidad psíquica, se dice ahora, pero independiente. Mi madre se dio cuenta pronto; mi padre nunca lo pudo soportar. Estimaron oportuno que no estuviese en casa, además enseguida nació mi otra hermana y me fui a Miño con unos tíos sin hijos. Volví a casa a los 6 años cuando me quisieron adoptar. Fue un poco traumático para mí. Tengo grabada mi imagen corriendo por unos juncos un atardecer. Mi tío Tomás me dijo: "No llores". Me caían unos lagrimones... Mi padre me preguntó: "¿Qué te pasa?", y le contesté: "Me hice daño con los juncos".

-¿Cómo recuerda a esos tíos?

-Los tenía idealizados porque ¡tenían unos cochazos! Después adoptaron a la hija de un tío mío que murió y los recuerdo más distantes.

-¿Cómo fue volver a casa?

-Tendía a esconderme en las camillas, no tenía habitación propia, la luz con un Sagrado Corazón de Jesús era la de mis pesadillas y me convertí en insomne. Fui haciendo una relación muy buena con mis hermanos, sobre todo con Covadonga, pero mi infancia fue difícil: venía de ser única, consentida, y pasé a repartir y no volver a estrenar ropa. Ahora lo agradezco. Eran momentos difíciles y, como yo adelgazaba mucho, mi padre me traía a casa de mi abuela, en Oviedo, para que engordase.

-¿Cómo se sentía?

-Estaba separada de todo. Era el mimito de mi abuela y de una tía que vivía con ella, pero ¡qué más daba! Me hacían tortillas de patatas chiquitinas, me llevaban a los caballitos, tenía muchos primos, pero yo quería ir con mis padres. Luego descubrí que mi madre tenía un sufrimiento atroz a causa de que mi padre me llevase allí.

-Empezó al colegio en Lugo.

-En la escuela pública donde doña Evangelina, sola, daba clase a 80 niños y niñas desde que nos hacíamos pis y caca hasta ingreso, a los 9 años. Iban desde la hija del molinero hasta el hijo del juez, sin diferencias. Aprendí el área de la corona circular porque me cogió por los pelos y pum, pum, me golpeó la frente contra el encerado y quité al círculo grande el círculo pequeño. Otra vez me rompió los dientes porque a Estrellita, una compañera, le dio un ataque epiléptico y cayó redonda. Se debió de poner nerviosa y decía "¿por qué no me avisaste?" dándome contra la mesa.

-¿Qué niña fue?

-A los 9 años, cuando tuve hepatitis, leí "El capitán Trueno", que asocio al pescado cocido, en seguida pasé a Dickens -"David Copperfield"- y soy una lectora incansable. Veraneábamos en el hotel Biarritz de Suances (Cantabria). Mis padres comían en una mesa y nosotros en otra, con la chica. Bebíamos vino. Entonces era frecuente. Yo decía: "Lo quiero puro", sin agua ni Casera ni sifón. Todas las noches me daba vueltas todo y no entendía por qué. "Creo que es la música", decía, porque había discoteca en el hotel.

-Vino a Oviedo con 11 años.

-Mis padres quisieron que supiésemos ganarnos la vida y nunca dependiésemos de nadie y vinimos porque no podían pagar la carrera de todas en Santiago. Fue duro: cambias de instituto, dejas a los amigos... me encerré. A los 12 años, en el Instituto Femenino , me salvó la vida que se suicidó el profesor de Francés y lo sustituyó el de Filosofía, Ricardo Sánchez Ortiz de Urbina, del que me enamoré perdidamente, con un amor desinteresado y libre. Yo a él le hacía mucha gracia. Cuando me dio filosofía no salía con amigos -lo que a mi padre le molestaba mucho- y leía a Kant, a Hegel, a Freud con 14 años. Ricardo sabía lógica matemática por arriba y por abajo y yo, por amor, resolvía los problemas más complejos. Cuando empecé en la Universidad, Gustavo Bueno nos hizo un examen selectivo de lógica matemática y saqué un 10 -la siguiente nota fue un 3- y lo escondí porque no quería que nadie me conociese. Fui la profesora de lógica matemática más famosa de Oviedo, di clase a ingenieros, profesores de instituto, profesores de matemáticas y ganaba más que mi padre.

-El negocio de la profe particular.

-Fui la institutriz, dicho literariamente, del castillo de Las Caldas, la señorita de compañía de las niñas Quijano Morenés -Adela, Libia y Sol- durante 10 años hasta que se produjo el asesinato de los marqueses de Urquijo y cogieron miedo. Quisieron llevarme a Madrid.

-Quería hacer Magisterio.

-Pero mis padres y los profesores se santiguaban. Quise hacer filosofía pura, en parte por mi amor eterno a Ricardo Sánchez Ortiz de Urbina. Luego fuimos íntimos amigos. Mis padres se negaron porque había que irse a Valencia y porque era el rojerío total. Me negué a hacer Derecho, empecé Filosofía y Letras con 16 años y me hice roja. Nunca fui de ningún partido, pero sigo siéndolo. Dije a mis hijos y amigos que si un día digo que no soy roja, roja, roja, roja es que estoy mal de la cabeza.

Magdalena Cueto, en la biblioteca de su casa de Oviedo.

Magdalena Cueto, en la biblioteca de su casa de Oviedo. / David Cabo

-¿Cómo era entonces?

-Tímida, simpática... tomaba vino blanco con azúcar en la División Azul y les cambiaba la chaqueta a los del PC para que no los cogiese la policía. La carrera me gustó mucho. Mis padres estaban enamorados y eso nos daba libertad. Cuando se iban hacíamos cuchipandas en casa con los novios.

-¿Cuándo tuvo el primer novio?

-El primero -y último- con 15 años. Mi padre iba a vender yogures a la Feria de Muestras y, como yo era "su secretaria", me puso en la caja. Allí conocí a Juanjo Prado, hijo del dueño de Muebles Genji. Fuimos novios siete años y estuvimos casados hasta que los niños hicieron la primera comunión, pero yo ya había decidido separarme.

Magdalena Cueto Pérez (Lugo, 1954) catedrática de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la Universidad de Oviedo, se jubila este curso. Tuvo una infancia complicada. Criada varios años por unos tíos de la que la alejaron cuando quisieron adoptarla, regresó a la casa paterna, donde había cuatro hermanos más, y, al poco, se mudaron a Oviedo, lo que la llevó a una adolescencia difícil que despejó al entrar en la Universidad y hacerse roja.

-Tiene dos hijos.

Catuxa, doctora en Bioquímica, 43 años, y Yago, que hizo Ingeniería Industrial e Informática, de 42. Tengo 3 nietos: Valeria, de 9 años, y Hernán y Mael, de 6.

-¿Empezó a trabajar pronto?

-Sí. Con una beca de investigación hice la tesis sobre Pío Baroja. Tuve la suerte de una mujer directora, Carmen Bobes, porque no fue fácil. Mis hijos se llevan muy poquito. Acunaba a la vez un serón y una cuna para que se durmieran mientras leía en una mesa auxiliar. A Catuxa, en párvulos, la profesora le preguntó a qué me dedicaba y le contestó que estaba escribiendo una tragedia. ¿Y qué era una tragedia?: "Un montón de hojas que, si se pierde una, se arma la marimorena".

-Mucho lío.

-Tenía una moto, andaba de acá para allá y le pagaba lo que ganaba a la persona que cuidaba a mis hijos cuando iba a trabajar. En mi época había que ganarse el derecho a trabajar, sobre todo si te casabas bien, como era mi caso. Iba a trabajar con un horrible sentimiento de culpa.

-Se divorció pronto.

-Cuando saqué la plaza de funcionaria de la primera oposición que hice a titular de Universidad. La oposición era muy dura y, aunque lo presidía Carmen Bobes, había sido testigo de la dureza del tribunal. Eran todos catedráticos de Universidad menos uno, iban a matar y estaba aterrorizada y repasando. Llegué a casa y mi marido -al que, por cierto, quiero mucho- había invitado a amigos a cenar. Haciendo una tortilla, con la cabeza en el día siguiente, me cayó al suelo un huevo y me descubrí diciendo: "¡Qué inútil soy!". Me di cuenta de la situación. Los que opositaban eran hombres y las mujeres les llevaban un zumo y les habían hecho el desayuno. Yo iba sola, estaba haciendo una tortilla, no era una inútil, como había oído alguna vez, e iba a sacar una oposición durísima. Me dije: "Hasta aquí hemos llegado".

-¿Cómo llevó el divorcio?

-Fatal. Aún hoy. Mal, mal, 10 años. Los críos llevan todo mejor que los mayores. Socialmente funcioné. Causé dolor a mi familia, aunque todos se pusieron de mi parte. Quiero mucho a mi ex, a su mujer actual y a la hija que tienen, pero durante mucho tiempo no tuve relación. Es mejor que las rupturas sean tajantes. Las de buen rollo acaban fatal.

-¿Fue una madre presente?

-Más de lo que debo. Y con mis nietos soy un rollo. Un amigo escritor que era policía, de las Cuencas, muy bruto, decía: "Las mujeres arrastráis placenta toda la vida".

-Se jubila este año.

-Sigue apasionándome la enseñanza y me salvó la vida la farándula. Yo era "Magdalena, la de Crítica" y los alumnos venían a que mirase lo que escribían y pensé: "¿Por qué estos chavales no tienen los mismos derechos que los que viven en Madrid y tienen una escuela de cine y una escuela de letras y pueden estudiar con Fernando Méndez Leite y Juan José Millás? Fui a pedir dinero al rector, Julio Rodríguez, y cuando me lo dio vi a Fernando y a Juanjo y les dije que quería en Oviedo a los mejores, nada de sustitutos.

-Fueron dos cursos completos.

-Y pasó la flor y nata. Se convirtió en la universidad que siempre había soñado. El viejo Borau, el jovencísimo Amenábar -a quien le presenté "Tesis" en un Filarmónica lleno de profesores y de alumnos-, Fernando León de Aranoa, no sé si antes de "Familia", por cuyas rastas nos echó un conserje... Lola Salvador vino muchísimas veces. De aquel curso salió Tom Fernández, que fue guionista jefe de "Siete vidas" e hizo "La Torre de Suso"...

-¿Y después?

-Me fui para la farándula porque mi talante es completamente distinto al de la mayor parte de los profesores universitarios, pero tengo la disciplina que no es tan frecuente en el mundo de la farándula. Estaba acostumbrada a dar clase a los que iban a ser receptores de algo escrito o rodado y , de pronto, se la daba a creadores y las preguntas eran distintas. La gente cree que para crear hay que ser creador y es mentira. Eso lo aprendí de mi jefa. Mis ojos eran máquinas de hacer radiografías de obras literarias y sabía ver gazapos e inverosimilitudes que sé arreglar muy fácil porque, como me había dicho Carmen Bobes, "intelectus apretatus discurre que rabia".

-Con eso recorrió medio mundo. ¿Qué fue lo que más le impresionó?

-San Antonio de los Baños, en Cuba, donde me hice colega de Robert Redford -éramos vecinos- y de Gabriel García Márquez, que me regaló unos pendientes preciosos. Hice bastante rico a una persona pobre, porque cobraba 500.000 pesetas y le pagaba la mayoría. Allí estaban haciendo cine desde que amanecía. Conocí a Titón Gutiérrez Alea.

-¿Le duele jubilarse?

-Me jubilo con júbilo. Los últimos años observé la imposición de cierta burocracia en la universidad y eso me disgusta profundamente, porque no valgo. Hay que escribir por escribir y me mató decidir quién entraba o quién no en comisiones que presido.

-¿Qué tal cree que la trató la vida?

-Muy bien. Soy una privilegiada. Siempre intento que mis estudiantes se den cuenta de que, por muchos problemas que tengan, son privilegiados. Les explico lo que significa ser en el tiempo, Heidegger puro: libertad condicionada, porque uno no decide los dos aspectos más interesantes e importantes: eres, sin más, y eres en unas coordenadas que son éstas y no otras. Podríamos ser guerreros medievales o haber nacido en Gaza. No eres libre de decidir qué eres ni en qué horizonte cultural ni en qué tiempo eres. Y eres para la muerte, tienes fecha de caducidad. Somos privilegiados, nos venga lo que nos venga.

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