En Miami, capital cubana de la Florida, comencé una gran aventura: cruzar Norteamérica en moto. Tenía planeado llegar hasta California viajando en solitario. Sin embargo, no opté por el camino más directo; primero recorrí la península descubierta por los españoles en 1513, la misma que vendimos a los gringos en 1821 para superar otra de nuestras crisis, bancarrotas o desastres económicos, modernamente llamados «desaceleraciones». El descubrimiento de tan exuberante territorio se lo deben los indios seminolas (quienes no sabían, ignorantes ellos, que el país que habitaban no estaba descubierto) a Juan Ponce de León, empeñado en buscar la fuente de la eterna juventud. Según los historiadores más deslenguados, su propósito era remediar la «impotentia coeundi» que padecía. Eran tiempos duros para la disfunción eréctil; la Viagra se sintetizaba pulverizando los cuernos de los rinocerontes. Y como en América no hay tales bichos, lo que encontró el hidalgo castellano fue un paraíso para los jubilados yanquis y las sillas de ruedas eléctricas.

Florida es un estado surrealista de calor húmedo, obesos mórbidos, altas palmeras y excesos capitalistas. Todo este atroz universo de plástico y trópico queda perfectamente ejemplificado en el Museo de Dalí en St Petersburg, en la costa oeste, a unas veinte millas al sur de Tampa, donde está recogida la mayor colección privada del pintor. Dos mil carísimas obras que el genial «Avida Dollars» supo colocar a unos mecenas de Ohio y que los guías explican en diez minutos de surrealismo para «dummies» en bermudas. Después del baño de cultura liofilizada me fui a Daytona Beach, en la costa este, circulando por una autopista de quince carriles por lo menos que atraviesa varios pantanos llenos de caimanes y la capital mundial de los parques temáticos: Orlando.

Daytona es famosa por su circuito, por las carreras de coches nascar, por los récords de velocidad y por la «biker week», en la que miles de moteros de todo el país de las barras y estrellas toman las calles. La arteria principal está llena de tiendas de imaginería choppera, cuero negro, tachuelas y camisetas de llamaradas y tubos de escape. Ocean Drive es una sucesión de moteles baratos donde vivir la épica del antihéroe en calzoncillos, camiseta sudada y lata de Budweiser. Y todo por cuarenta dólares si la habitación no da a la playa. Duermo en uno de estos moteles cutres regentado, como tantos otros, por un hindú que se quiere comprar una moto para viajar a Alaska. América corrompe, qué duda cabe. Afortunadamente para él y para Alaska, su mujer se lo ha prohibido. Al día siguiente me voy a San Agustín. La carretera que va en dirección norte por fin da algo más que los siete carriles rellenos de gigantescos todoterrenos. A dos dólares el galón de súper, qué se joda el planeta. Es una agradable carretera estrecha que circula paralela a la costa. Paso por delante de las típicas casas de playa yanquis y de los enormes complejos turísticos. Me cruzo con infinidad de motos cuyos pilotos no llevan casco. Es legal en casi todo el país. Cruzo bosques y lagos y por fin parece un río enorme. El San Sebastián. En la orilla más alejada hay un viejo fortín español convertido en monumento nacional. El Fuerte Matanzas sirvió de exitoso baluarte defensivo contra los indios, los franceses, los ingleses y los norteamericanos. Contra lo que no podía defender era contra el calor, las enfermedades tropicales y los mosquitos que diezmaron a los desgraciados que no tenían dinero bastante para redimir su suerte y fueron a morir a las colonias de un imperio renqueante. Cuba, Filipinas, Florida o Puerto Rico. La vida en nombre de unos reyes que vendían ultramar cuando se les terminaba el crédito en los casinos.

«Soldadito español,

soldadito valiente,

la alegría del sol,

fue besarte en la frente»

Fuerte Matanzas es el preludio de San Agustín, la primera ciudad fundada en los Estados Unidos. Y lo hizo un asturiano. Con un par. Mucho antes de Fernando Alonso ya tenía Asturias adelantados por esos mundos de Dios llenos de extranjeros y de infieles que no beben sidra ni comen fabes. Pedro Menéndez de Avilés era un verdadero monstruo. Un campeón de Fórmula 1 se queda en nada ante semejante aventurero del siglo XVI. Corsario contra los franceses, caballero de la Orden de Santiago con rango de comendador, nueve veces capitán general de la Flota de Indias e incluso preso por una pequeña defraudación de impuestos a la importación. Hizo de todo y lo hizo bien. Murió en Santander en 1577. Una lástima, porque si llega a estar vivo en 1588, cuando lo de la Invencible, en Liverpool hablarían hoy castellano, serían católicos como Dios manda y los «Beatles» hubieran puesto de moda la rumba pop.

Para entrar en la ciudad vieja de St Agustin hay que atravesar el río San Sebastián cruzando un puente que se levanta como un ascensor para dejar pasar los barcos. El español Fuerte Moses es impresionante. Domina la bahía con sus cañones y debió ser un dolor de cabeza para franceses e ingleses. Hoy, una legión de turistas y curiosos que pagan seis dólares invade la fortaleza. Hay unas recreaciones bastante curiosas. El español que hablan en los vídeos es sudamericano y unos actores visten trajes de época sacados de algún cuento nórdico de los hermanos Grimm. La parte vieja de la ciudad, llamada Antigua u Old Town, tiene calles con nombres españoles: Cádiz, Córdoba, Avilés. De hecho, hay un mural regalado por la ciudad asturiana como signo de amistad que nadie sabe qué demonios hace allí ni quién lo trajo. Uno de los edificios punteros es una horrenda copia de la Alhambra. Se supone que este engendro urbano representa la herencia española de la que tan orgullosos están.

Salgo por fin hacia el oeste por la 214, hacia la América profunda y real de los blues y el rock. Recorro una carretera entre árboles frondosos que pasa por el cinturón pobre de negros pobres que rodea cada ciudad de Estados Unidos. Y es que este país es así, todo a lo bestia y en plan al por mayor. En cualquier caso, no será St Agustín la única huella asturiana que encuentre. Pero eso, como se dice en los cuentos por entregas, es otra historia.