El Entrego,
Miguel Á. GUTIÉRREZ
-Hola, Fredo, cómo estás, ¿pónesme una botella de sidra?
Corría el año 1927 cuando la frase se escuchó por primera vez en El Entrego. En Estados Unidos acababa de estrenarse «El cantor de jazz», la primera película sonora de la historia del cine, y a orillas del Nalón, junto a una vega llamada La Laguna porque solía inundarse con facilidad en época de crecida, una sidrería abría sus puertas al público. Tres generaciones y 82 años después aquella «laguna» se convirtió en parque y la sidrería a la que dio nombre se transformó en el «Bar» por antonomasia en El Entrego. Otro Fredo -Alfredo Antuña Álvarez, nieto del fundador del restaurante La Laguna- echó el último culete el pasado 31 de mayo, en una emotiva jornada de despedida en la que se escapó alguna que otra lágrima entre los numerosos parroquianos que siempre se mantuvieron fieles al «Bar», generación tras generación.
Estos días, mientras Alfredo Antuña hace inventario y gestiona el traspaso del local por jubilación, repasa anécdotas junto a su madre, Matilde Álvarez, heredera en los fogones de las artes de su suegra Aniceta Fueyo, «La Nina». Algún cliente despistado pregunta en la puerta si el local está abierto, antes de esbozar una mueca de pesar al enterarse de la noticia del cierre definitivo. «Este siempre fue un bar de clientes, no de paso. La gente era muy fiel porque siempre existió un ambiente muy familiar, muy de casa», apunta Antuña.
Los fundadores del «Bar» e iniciadores de la saga familiar de La Laguna fueron Alfredo Antuña Montes, su mujer, Aniceta Fueyo Zapico, «La Nina». Fue la madre de esta última, Luisa, también cocinera, quien insistió en que la pareja comprara una finca junto al río y montara un negocio, ante la perspectiva de crecimiento urbanístico. «Ye muy soleyero y van a poner un parque», solía repetir. Una mueblería inicial dio paso al «Bar» y a jornadas de arduo trabajo que Antuña compatibilizaba con su labor de vigilante minero y La Nina empleaba en perfeccionar sus innovadoras dotes culinarias.
La cocina, una minúscula estancia con acceso independiente desde la calle, se transformó pronto en un foro de encuentro y tertulia paralelo al bar. En los primeros años, el establecimiento también alojaba la vivienda familiar en la que el matrimonio crió a sus tres hijos, Fredín, Guillermo y Tino. El edificio también albergó una pequeña pensión, la primera de El Entrego. «Venían sobre todo viajantes. La Nina aprovechaba para pedir que le trajeran recetas de los sitios que recorrían y poder probar nuevos platos; le gustaba mucho innovar», explica Matilde Álvarez. Además de la primera pensión, La Laguna tuvo el primer teléfono de El Entrego, el primer servicio de catering gracias a un motocarro, una de las primera radios y una de las primeras televisiones. La radio se ponía a todo volumen los días de partido para que los vecinos pudieran escucharlos desde el parque y la pequeña pantalla permitió seguir al detalle el atentado de Kennedy.
La Laguna pronto se convirtió en un foco aglutinador que acogió distintas tertulias de amigos como la peña Solera o el Espolín. También fue sede de una de las primeras peñas sportinguistas de la región y la más antigua del Nalón, fundada en 1937. La aspiración integradora del «Bar» se puso a prueba en los años en que la peña convivió con otra de aficionados del Real Oviedo. Los primeros se reunían y colocaban sus recortes de prensa al final del bar, mientras que los segundos lo hacían a la entrada, según recuerda Matilde Álvarez, viuda de Alfredo Antuña Fueyo «Fredín». «Hubo una época en la que el Oviedo iba muy bien y el míu, que era sportinguista, protestó porque decía que iban a empapelar el bar con tanto recorte. Se lo tomaron muy mal, cogieron lo que había en la pared y se marcharon», relata.
En el álbum de recuerdos de La Laguna el gran hito culinario fue la invención de un plato que ha pasado a la historia de la comarca, les cebolles rellenes. La Nina, a la que según su familia sólo se le resistía la paella, solía preparar unas tapas de pisto con cebolla muy apreciadas. Un viernes de Cuaresma, al no poder añadir carne, preparó las cebollas con bonito. El éxito fue tal que la familia Antuña abrió una planta de conservas para comercializarlas.
La cercanía del «Bar» con la gente de El Entrego también fue otra de las claves de su longevidad. En la época más dura de las huelgas, salían potas hacia las casas, y en más de una ocasión proporcionó mantel y plato a quién no podía procurárselo. También había segundas oportunidades para algunos feriantes morosos. «Bah, esti añu igual paga», solía apostillar La Nina. «No creo exagerar si digo que este bar marcó una época» -resume Alfredo Antuña, el último propietario- «lo echaremos de menos».
La eclosión de les cebolles rellenes fue un punto que marcó un antes y un después en la historia del «Bar». La popularización del plato dio lugar a la organización de unas jornadas culinarias. En la imagen, por la izquierda, Aniceta Fueyo, «La Nina»; Rosario y Azucena (empleadas del bar) en 1976 con un plato de cebolles.