Recientemente, durante un paseo literario organizado en La Felguera con motivo del Día del Libro, uno de los asistentes dijo que ya no quedaban restos de ninguno de los cines que habían servido para hacer más feliz nuestra infancia y que, por tanto, esa pérdida irreparable era una forma más de acercarnos a una memoria en blanco, a un espacio desierto cuyos límites están señalados por el agujero insondable y húmedo del olvido.

Estas atinadas palabras ponen de relieve la necesidad de combatir una tendencia interesada y reduccionista, tan de moda últimamente, según la cual vale más no remover la tierra, no sea que despertemos a sus muertos.

Y puestos a hablar precisamente de muertos, a buen seguro que nuestra Guerra Civil puede presentar una abundante colección de cadáveres que se perdieron por desmontes, cunetas y otros lugares más o menos abruptos de nuestro territorio. Y sin duda que entre tantos cuerpos como se apilan bajo tierra hay quienes tienen un doble orificio de entrada, pues en estos casos las municiones fueron disparadas con la misma alevosía por fascistas y totalitarios o, dicho de otro modo, por quienes defendían la sagrada unidad de la patria y los que hicieron de su patria una unidad sagrada contra cualquier tipo de disidencia.

Precisamente, de quienes tuvieron que soportar esa doble carga física y moral está hecha la historia del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), que fue creado en Barcelona en 1935, en un período crucial de la II República, el comprendido entre el movimiento revolucionario de octubre de 1934 y la sublevación militar del 18 de julio de 1936 que causó el inicio de la Guerra Civil.

Hablar del POUM es referirse a una historia de la infamia (quienes mostraban alguna discrepancia eran inmediatamente acusados de ser agentes imperialistas), la de tantos revolucionarios que criticaron la degeneración burocrática y totalitaria de la revolución rusa de la mano de Stalin -el POUM fue el único partido que condenó los Procesos de Moscú en su periódico «La Batalla»- y que, por ello, en el mejor de los casos -las purgas estalinistas dejaron incontables cadáveres a su alrededor- fueron torturados, desterrados o condenados a todo tipo de trabajos ignominiosos.

Su enemistad con la burocracia rusa compromete las relaciones de la República con su principal proveedor de armas y suministros en la guerra: la Unión Soviética, por lo que la posición de fuerza de Stalin hace que, finalmente, el POUM, con la oposición de la CNT, sea expulsado del Gobierno: Joaquín Maurín había sido elegido diputado para las Cortes de la República en las elecciones de febrero de 1936 y Andreu Nin -secuestrado después «misteriosamente»- fue consejero de Justicia de la Generalitat de Cataluña.

La Fundación Andreu Nin es consciente de que sigue siendo un imperativo político la reivindicación, sin dogmatismos, de quienes defendieron el honor del socialismo frente al fascismo y al estalinismo. Y, por ello, entre sus objetivos se encuentra el combatir la herencia y las consecuencias del totalitarismo en cualquier lugar del mundo y en todas sus manifestaciones. De ahí el acto que el próximo miércoles, día 5 de mayo, a las siete y cuarto de la tarde, se celebrará en la Casa de la Cultura «Alberto Vega» de La Felguera. A fin de cuentas, somos nuestra memoria, ese montón de espejos rotos...