Sin duda que durante varios días las páginas de los periódicos van a echar humo por los cuatro costados. Y todo a causa de las medidas sociales, sin precedentes en nuestro país, de un gobierno que, por lo visto en esta ocasión, no ha tenido reparos en echar los humos contra los que más dificultades tienen a la hora de respirar.

De modo que nos aguarda una larga temporada en la que no faltarán, precisamente, preguntas por hacernos. Desde quienes en su ingenuidad esbozarán un gesto perplejo ante una decisión tomada por un gobierno de izquierdas, hasta quienes en su desfachatez, como el caso de la oposición, se frotarán las manos ante unas medidas que ellos alentaban hace ya tiempo. Por el camino nos encontraremos a los partidarios de usar el bisturí ideológico, empeñados en desentrañar si aún existe alguna víscera socialista en el cuerpo que está a punto de entrar en el quirófano, o a los seguidores del igualitarismo más desalentador, ese que coloca a todos los políticos en el mismo punto de mira, si bien nunca se sabe con qué intenciones.

Como es lógico, no faltarán en ese viaje especulativo los partidarios de cerrar filas con su gobierno, no sea que a ellos se les cierre también el grifo de oportunidades, ni quienes, alentados por la candidez más absoluta -véase las declaraciones de un pensionista en LA NUEVA ESPAÑA del pasado jueves- aseguren su disposición a que le bajen la paga si es para crear empleo (ojalá que ese altruismo se contagiara también a las grandes fortunas de este país, ya que entonces no habría necesidad de recortar las mangas del traje).

Una primera lectura del bombardeo que, como siempre, va dirigido contra la línea de flotación más débil, apunta a un fuego que parte de Europa, se extiende hasta el telefonista Obama y, finalmente, por lo que a nosotros se refiere, encuentra su punto de inflamación en el presidente del Gobierno.

Siguiendo la pista de la crisis económica, todo apunta a que las ruinas del Partenón tienen mucho que ver con los pedruscos que están cayendo por aquí, o lo que es lo mismo, que el hundimiento de Grecia es el comienzo de esas otras ruinas que están a punto de producirse en los bolsillos de muchos ciudadanos. Tal parece que el desastre griego -ni hay lobo feroz ni el resto somos corderos- haya sido el primer aviso de que algo funciona mal en el mercado de la civilización actual. Lo que nos obliga a todos los ciudadanos europeos a acudir a su rescate, eso sí, pagando el viaje por nuestra cuenta.

Unas medidas excepcionales, como las que se acaban de tomar por el ejecutivo de este país, sólo podrían tener un punto de justificación si fueran adoptadas respetando estrictos criterios de justicia, o dicho de otro modo, si a todos nos tocara apretarnos el cinturón por igual. ¿Pero a alguien puede convencer una reforma que sólo afecta al gasto y que, como contrapartida, no realiza reformas fiscales ni compromete a la banca? ¿Qué se hace con los tiburones financieros que utilizan información privilegiada y controlan a su capricho los mercados? ¿Para cuándo un Impuesto sobre las Grandes Riquezas que sustituya al extinto sobre el Patrimonio?

Preparémonos, pues, a resistir la lluvia de piedras que caerá sobre nosotros: no creo que a estas alturas de la crecida nadie tenga dudas de que la verdadera soberanía popular reside en el mercado. Eso sí, consolémonos pensando que de la antigua Hélade ya sólo quedan las ruinas de un pasado glorioso. Como todos sabemos, la banca nunca pierde. Pobre Grecia.