Las emociones que denotan alegría no tienen dificultad alguna, nada tienen de complejidad esas expresiones. Aunque sea a borbotones, con voz altisonante y eufórica, decimos, manifestamos lo primero que nos envía el cerebro. Sin embargo, cuando nuestro corazón está arrugado porque los acontecimientos nos estremecen, salvo honrosas excepciones de personas con facilidad de palabra, a veces no somos capaces de emitir tan siquiera un mal balbuceo que sí quieren entender aquellos tan cercanos que lo reciben y, de forma automática, responden «muchas gracias». Malos momentos, peores tragos, dolor de corazón y el quedarnos con el recuerdo de familiares y amigos que ya dieron cuenta de sus buenas obras "allá arriba", cosa que no dudo por mis creencias.

En los días 12 y 16 del presente mes de noviembre, respectivamente un familiar y un amigo dejaron este mundo y, por qué no decirlo así, aunque su estancia fue lo suficientemente larga y fructífera entre nosotros, no por eso dejó de sobrecogernos y dejarnos eso que solemos llamar «mal cuerpo». No me canso de repetir que, quizá por nuestra educación o temperamento latino, estamos ya en el siglo XXI y aún no nos enseñaron a morir y, sobre todo, a veces no alcanzar esa conformidad cristiana tan siquiera. Hablaba hace unos días con una desconsolada mujer, ya rebasando ella la edad de los 80, y me decía con ese dolor tan especial de madre, que no entendía cómo se había ido su hijo con 59 años, él en plena madurez, cuando era a ella a quien debía de «tocarle». Habían pasado casi seis meses y no obstante su gran fe en Dios, no llegaba a concebir tal error: así lo calificaba.

El día 12 fallecía Alfonso Fernández Suárez, en La Felguera, como antes decía, familia y, por ende, de los llamados «Cabritos» de Areñes, Santiago de Arenas, como denota el llevar al apellido Suárez (su madre y la mía eran primas carnales). Otro familiar me comentaba al teléfono la cantidad de años que llevaba mal que bien su delicado y cansado corazón. Pero Alfonso llegó a dónde tenía que llegar, llevando una vida sana y recibiendo, en los últimos seis años que falleció Amada, su mujer, el extremado cuidado de su hijo, nuera y nieto.

El día 16, me sorprende el fallecimiento de Jesús Cuesta Menéndez, por todos conocido como Susi Cuesta, en Sama de Langreo. Me acongoja más la noticia, porque fue él el que se acercó a saludarme el día 31 de mayo pasado, precisamente, coincidiendo ambos en un funeral en la iglesia de San Juan el Real de Oviedo. Afable, cariñoso y quizá con una triste sonrisa, pero con esa sorprendente naturaleza de que los años no pasaban por él. A su persona recurrí en varias ocasiones, gracias a su buena memoria y amplios conocimientos. Así quiero recordarle desde mi «exilio», como otros muchos con los que me gustaría seguir cruzando en la calle Dorado, en La Montera, donde pinte, en mis esporádicos viajes a Sama.