Cientos de miles de rusos despidieron a Stalin en 1953 con diversas muestras de duelo en todo el país. Se publicó entonces que la cola de los que desfilaron ante su féretro llegó a superar los quince kilómetros. Sin embargo, al cumplirse días atrás el 60 aniversario de su muerte, apenas un millar de fieles le rindieron homenaje en la Plaza Roja de Moscú. Es la insalvable distancia que separa el poder y la nostalgia. Lo que va de la utopía al desastre de un régimen que se ha desmoronado hace casi un cuarto de siglo; y que duró algo más de siete décadas.

Aunque el líder soviético fue un personaje despiadado e inhumano en sus métodos (fue apodado Koba, «el Implacable»), es también incuestionable su decisivo protagonismo en la convulsa Europa de la primera mitad del siglo XX. Y, al margen de juicios morales y políticos, forma parte de la historia universal.

A Stalin, siguiendo la tradición de Iván el Terrible y Pedro el Grande, además de mantenerse en el poder, le obsesionaba el atraso y la pobreza de Rusia. Confesaba que esa vulnerabilidad había sido la principal causa de que su territorio fuera atacado e invadido por diversos pueblos a lo largo de los siglos. Por eso, como Lenin, se propuso desarrollar con urgencia una industria fuerte para consolidar el poder militar de la Unión Soviética: «Estamos entre cincuenta y cien años por detrás de los países más avanzados. Tenemos que salvar esa separación en solo diez años. ¡O lo hacemos o acaban con nosotros!».

Ningún sacrificio le pareció excesivo para cumplir ese objetivo. No le preocupaba el sufrimiento humano, ni siquiera a gran escala, si ello contribuía a la causa de la revolución bolchevique: una mezcla de implacable poder personal y un vasto programa político de reconstrucción nacional y expansión territorial. Así logró transformar una nación retrasada, en muchos aspectos feudal, en una superpotencia industrial y militar, capaz competir con Estados Unidos: dos imperios que se repartieron el mundo durante algún tiempo.

Pero, al parecer, los logros de Stalin tenían un origen más esotérico. En 1952, un año antes de su muerte y en tiempos nada proclives para cuestionar los dislates dialécticos de los gobernantes, el primer ministro de Información y Turismo del régimen franquista, Rafael Arias Salgado, hacia unas esperpénticas declaraciones en las que creía adivinar el principal secreto de los avances económicos del líder soviético: «Stalin viaja con frecuencia y no se dan explicaciones acerca de a dónde va. Pero nosotros lo sabemos. Se va a la República de Azerbaiyán, y allí en un pozo abandonado de las perforaciones petrolíferas, se le acerca el Diablo que surge de las profundidades de la Tierra. Stalin recibe las instrucciones diabólicas sobre cuanto hay que hacer en política. Las sigue al pie de la letra y esto explica sus éxitos pasajeros». Cuesta comprender qué el ministro se creyera estas afirmaciones; y más aún: que pretendiera que se las creyeran los demás. Algo que, según se mire, no resulta tan novedoso.