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DE LO NUESTRO | HISTORIAS HETERODOXAS

Cuestión de fe

El surgimiento de los cementerios civiles y las historias de los primeros enterramientos laicos en las comarcas mineras

Cuestión de fe

Me da la impresión de que para los jóvenes del siglo XXI la religión es algo muy secundario. Por lo menos entre los que viven en los países de influenciados por la cultura judeo-cristiana, ya que en aquellos estados que han elegido el Islam sucede otra cosa. Estábamos acostumbrados a que las personas se identificasen como creyentes, ateos o agnósticos, pero ahora la realidad deja atrás cualquier clasificación.

Los hay que dicen no creer en nada, pero ponen velas a Santa Gema para aprobar un examen y otros que se tatúan símbolos paganos y luego insisten en casarse por la iglesia o hacen comulgar a sus hijos (una sola vez en la vida) para justificar una fiesta. Tampoco faltan quienes defienden la contradicción de creer en el Diablo y no en Dios, como si pudiese haber una moneda con cara pero sin cruz, y de cualquier forma, incluso entre los que se consideran católicos es raro encontrarse con los que saben decir los nombres de los apóstoles o son capaces de citar a tres profetas del Antiguo Testamento.

Sin embargo, hace pocas décadas la elección entre exhibir signos religiosos o prescindir de ellos venía unida a la militancia política. Recuerden sin ir más lejos lo que fue el nacional-catolicismo que marcó la vida de muchos españoles, entre los que desgraciadamente por razones de edad tengo que incluirme.

Yendo más atrás, en pleno auge del movimiento obrero, la asistencia a misa, el cumplimento de la abstinencia en determinadas fechas y la celebración de las ceremonias más tradicionales de la Iglesia, especialmente bautizos, matrimonios y funerales, fueron acciones que se convirtieron en caballo de batalla para aquellos que consideraban a los sacerdotes como agentes del capitalismo y por ello querían renunciar a cualquier colaboración con sus rituales.

Mientras tanto algunos sacerdotes se empeñaron en mantener el control sobre las costumbres de sus vecinos como habían venido haciendo desde hacía siglos, lo que provocó choques y enfrentamientos constantes que fueron preparando las violentas explosiones anticlericales de la década de 1930.

En la prensa regional, especialmente en las publicaciones socialistas, abundan las reseñas sobre casos concretos que no sabemos cómo clasificar. Por ejemplo, lo ocurrido en Gijón en 1909, cuando el marido de una enferma a punto de fallecer, que había manifestado su deseo de un entierro laico, autorizó a unos sacerdotes a visitarla para que ella misma les comunicase su decisión y la dejasen tranquila.

Así ocurrió, y el día de la muerte el cadáver fue depositado en el cementerio civil con la intención de inhumarlo a la mañana siguiente, sin embargo cuando el viudo se acercó hasta allí a la hora prevista, fue informado de que el cuerpo había sido trasladado hasta el recinto católico por orden expresa del párroco de la iglesia de San Pedro y no pudo hacer nada por sacarlo de allí.

Esto podía ser una anécdota en las ciudades costeras o en Oviedo, pero en las cuencas mineras la tensión por el libre pensamiento fue constante porque cada entierro civil constituía una manifestación para reafirmar la militancia.

Los primeros cementerios civiles se establecieron en Asturias tras la revolución de 1868, pero mientras en otras zonas eran recintos malditos destinados a los suicidas, excomulgados y demás gentes de mal morir, que casi siempre permanecían en el abandono, aquí se convirtieron en los santuarios donde el movimiento obrero enterraba a sus mártires, lo que explica por qué el de Mieres, separado por una pared del camposanto católico, a pesar de tener mucha menor capacidad exhibe una entrada monumental digna de cualquier capital de provincia.

La primera exhumación laica de Mieres, todavía en el antiguo cementerio, fue la de Antonio Rodríguez Fernández, muerto en los primeros días de mayo de 1891 tras haber dispuesto por testamento que la Iglesia no tomase parte en sus funerales, después cada vez que se trasladaba un cadáver con la misma condición se fueron repitiendo los acompañamientos masivos y el ritual de salmos y oraciones fue reemplazado ante la tumba por discursos en los que se defendía la libertad de conciencia.

Aunque en ocasiones se dio el caso de quien tuvo que prescindir del incienso más por necesidad que por ideología. Así, sabemos que en octubre de 1901 se enterró en el cementerio de La Rebollada a una joven fallecida poco después de haberse casado con un carpintero de la Fábrica que no pudo pagar las 10 pesetas exigidas por el párroco para darle tierra cristiana. Seguramente en otro lugar todo se habría arreglado con una colecta entre vecinos, pero aquí se optó por un sepelio civil, lo que motivó un paro en las instalaciones para que los operarios de los talleres de laminación y cilindros pudiesen acompañarlo en señal de protesta y solidaridad con su compañero.

También tuvo problemas el 10 de agosto de 1908 el socialista langreano Prudencio Martínez para poder enterrar a su hijo sin símbolos religiosos a pesar de la insistencia del párroco y de las malas palabras del alcalde que se negó a autorizar el cortejo, aunque este acabó saliendo igualmente. Y es que las muertes infantiles traían siempre la polémica del derecho de los padres a decidir sobre las creencias de sus hijos; aunque siempre en una dirección, ya que cuando los entierros se hacían con el ritual católico nadie se planteaba la misma duda.

En el diario socialista "La Aurora Social" encontramos varios ejemplos de esta realidad que expuso con todo detalle el obrero Indalecio Fernández el 16 de julio de 1909 en un escrito. El hombre acababa de enterrar en Trubia a su hija Amelia, de 13 años y fue acusado por "El Carbayón" de haber manipulado los deseos de la pequeña. Era cierto que estaba bautizada -escribió Indalecio-, pero no era practicante, ni sabía rezar, ni nunca asistía a los actos religiosos "ni aún el Domingo de Ramos, que constituye una especie de distracción para los niños" y no había invocado el nombre de Dios o de los santos ni siquiera en sus últimos momentos.

El atribulado padre relató como dos meses antes de morir, observando a otras niñas que habían ido a verla y luego se pusieron a jugar, le dijo que quería más morirse que estar sufriendo así porque para vivir de esa manera valía más no vivir y, aunque él había intentado engañarla diciéndola que se iba a poner bien, llegó un punto en el que tuvo que conocer su opinión: "Si te mueres, mi intención es enterrarte en el cementerio civil a donde yo pienso ir cuando me muera" y con la mayor entereza ella le contestó que sí, que la llevasen donde fuera su padre después.

Estremece pensar como este hombre -que fue molestado en su trabajo por esta carta- tuvo que exhibir públicamente sus sentimientos más íntimos para justificar la forma de enterrar a su hija. Sin embargo en otras ocasiones sucedió lo contrario, y aunque el fallecido expuso claramente su deseo y era tan adulto como para tener esposa y cuatro hijos, lo sepultaron contra su voluntad con un funeral católico.

Fue en octubre del mismo 1909 cuando un arrastre en Carbones Asturianos acabó con la vida de José Díaz, quien desempeñaba en aquel momento los cargos de vocal y recaudador en la agrupación socialista de La Nueva, de la que había sido fundador. Se dio la casualidad de que solo tres días antes del accidente había firmado un acta para que lo enterrasen civilmente si llegaba a desgraciarse, pero a pesar de ello su padre impuso su voluntad y ordenó una ceremonia cristiana.

Los socialistas decidieron acompañar igualmente su cadáver y el sepelio fue multitudinario por la presencia de sus compañeros de trabajo quienes ayudaron económicamente a la viuda participando masivamente en la compra de unas papeletas que ella había preparado para rifar el reloj del difunto.

Luego, a medida que los entierros civiles fueron haciéndose más frecuentes aminoró la polémica y hasta los años 30 convivieron las dos maneras de acompañar a los muertos hasta el cementerio, aunque mientras los católicos nunca variaron su ritual, que con pocos cambios sigue manteniéndose actualmente, en algunos casos los ateos quisieron manifestar su agradecimiento a la vida acompañándose de gaitas, o reafirmar su militancia con un gesto que no dejase lugar a dudas.

En abril de 1922, el minero Tiburcio Barenda, militante del recién constituido Partido Comunista y de la corriente que pocos meses más tarde se iba a escindir del SOMA para formar el Sindicato Único de Mineros de Asturias pidió a sus camaradas que pintasen de rojo su ataúd y así fue depositado en la tierra del cementerio de Figaredo. Cada uno debe ser libre de elegir como quiere hacer su último viaje.

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