Casariego (Tapia)

Ya quedan pocos testigos vivos de una de las épocas más duras de la historia de España, pero aún perdidos por los pueblos se rescatan personajes como Alfonso Loza, testigo en primera línea de combate de la Guerra Civil. El próximo 14 de enero Fonso, como todo el mundo le conoce, cumplirá nada menos que 96 años. «Y sigo igual de contento que siempre», cuenta este tapiego bromista y mujeriego.

Al más pequeño de siete hermanos le tocó partir a prestar el servicio militar en la quinta de 1935, mala fecha a tenor de la contienda que se desató un año después. Con 21 años partió para Vitoria donde se dedicó a aprender la instrucción. Acabó la mili antes de lo previsto y se marchó licenciado a su casa tras tres meses de instrucción sin saber lo que vendría después.

Cuando estalló la guerra a Fonso lo enviaron en un camión junto a una veintena de vecinos de la comarca hacia Lugo, donde los organizaron y enviaron a diferentes destinos. «Nos llevaron en un camión de pie como animales. Me acuerdo que a nosotros nos llevó uno de Tapia que nos pagó la cena y nos abrazó antes de marchar». No obstante, cuenta este tapiego que no sintió miedo porque no sabían qué les esperaba.

Al protagonista de la historia el futuro le deparó regresar a Vitoria y comenzar un periplo con su regimiento que le llevó a recorrer buena parte del país. Al principio, durante once largos meses, Fonso estuvo en primera línea de fuego. «Y menudo traje que llevaba, estaba lleno de agujeros, aquello sí que era ventilación», bromea ahora. Aunque sintió muchas veces que regresaría cadáver a casa, nunca le hirieron. No todos corrieron la misma suerte y lamenta que la mayor parte de sus amigos «quedaron enterrados en el frente».

Por suerte, Fonso hizo buenas migas con su brigada que le buscó un sitio en la cocina sin tener conocimiento alguno de la materia. Fue así como se convirtió en jefe de cocina de su regimiento, se quedó de «ranchero» como él explica, con tres ayudantes a su cargo. «El primer día los garbanzos no me cocían y tuve que ir a preguntar cómo se hacían, me explicaron que tenía que ponerlos a remojo el día anterior y funcionó». Cuenta las penurias que vivieron y lo difícil que era alimentar a doscientos hombres sin apenas comida. «Con una pata tenía que sacar doscientos filetes». Su cocina estaba a catorce kilómetros del frente, algo poco habitual ya que los mandos la preferían más próxima al campo de batalla. Esa cocina no eran más que dos piedras sobre las que asentaba las ollas. «Una vez íbamos a comer y me dicen que no se puede. Resulta que tenía el cuello lleno de granos con pus provocado por el calor del fuego», explica. Pero eso no fue lo peor, sino pasar largas semanas sin aseo, con apenas ropa y repleto de piojos. «Fíjate que hasta jugábamos partidos con ellos».

Fonso se encargaba de preparar dos comidas al día menos el café de la mañana con el que solía despertarse. Cuenta que cocinaba platos variados como lentejas, garbanzos, patatas guisadas y que también llegó a hacer paella y tortilla. «Un día me encargaron 80 tortillas y como no sabía hacerlas, las primeras cayeron al fuego, luego salieron bien». Con la paella pasó algo parecido aunque al final gustó mucho a sus compañeros.

Bromea Fonso cuando se le pregunta cómo aprendió a cocinar: «Pues te arreglas, igual que te arreglas para aprender a cortejar, pruebas y lo que salga. Pero todo me salió bien». Teruel y Cuenca fueron los destinos en los que más tiempo pasó. En ambos destinos vivió las experiencias más duras, la primera cuando en uno de los combates fallecieron más de 130 soldados y el segundo cuando le tocó ir a un cementerio a buscar a uno de sus amigos. «Aquello era una balsa de muertos, había trozos de cadáveres por todas partes. Me dolió en el alma». Por eso dice que el vino era buen compañero para «pasar muchos malos tragos».

La familia de Fonso tenía tres hijos en la guerra, así que por ley les permitieron reclamar de vuelta a uno de ellos. Su padre reclamó al mayor, al primogénito, algo que dolió a Fonso, ya que él era el que más tiempo llevaba en el frente. Allí pasó tres largos años en los que sólo regresó a casa en tres ocasiones. Dice que a pesar de algún mal momento intentó mantenerse alegre y disfrutar con sus compañeros y en los tratos con los vecinos para adquirir comida. «Entendía de todo, de tratos, de matador, de cocinero y de algo más. Todo me valía».

Cuenta este tapiego que tuvo la suerte de hacer siempre buenos amigos. «Siempre que podía intentaba ayudar a la gente, venían a la cocina a pedirme cosas y se las daba. No todos los cocineros lo hacían».

Y de vuelta a casa se casó con su novia Marcelina, que le había esperado, y con la que tuvo tres hijas, siete nietos y seis biznietos. En su casa de Casariego siguió trabajando en el campo, labor que compatibilizó con trabajos como jornalero. «Estuve también cargando pinos en el muelle de Tapia a trece pesetas el jornal y sin reloj».

Personal

Nació en casa Antonón de Casariego (Tapia) en una familia de siete hermanos. Se dedicó desde niño a trabajar en el campo y a la vuelta de la guerra se casó con Marcelina, con la que tuvo tres hijas.

Guerra

Le tocó sufrir la Guerra Civil en sus propias carnes. Durante tres largos años estuvo en primera línea de batalla, haciéndose cargo de una de las cocinas del regimiento. Dice que nunca se imaginó que la guerra duraría tanto.