Tol (Castropol)

Hijo de herrero, Segismundo Fernández -Segis para sus amigos- optó por un camino bien diferente al de su padre y se marchó a Madrid a labrarse un futuro junto a su mujer, América. Allí trabajó como frutero, como sereno y, finalmente, como portero para la Empresa Nacional Elcano, donde se retiró.

Segismundo Fernández nació en la localidad castropolense de Tol en 1924, en una familia de cinco hermanos. Trabajó ayudando en casa y después como jornalero en varios oficios. Tras prestar el servicio militar en Valladolid, donde dice que pasó «mucha hambre», entró a trabajar en la construcción de la vía del tren de Feve por la costa. Fueron muchos los puestos de trabajo que se crearon en la comarca para abrir paso al ferrocarril y Segis cubrió uno de ellos. En su caso, le tocó el último tramo de la obra, entre 1947 y 1949. «Trabajaba por la noche en la construcción del túnel de A Acieira en As Campas», explica.

Mención especial merece la peculiar boda de Segismundo y América, vecina de Serantes. Su matrimonio fue el inicio de una vida en común lejos de Asturias y como propietarios de una frutería en la capital madrileña. Probablemente, su boda fue una de las más tempranas de cuantas se oficiaron en la iglesia de Serantes: «Teníamos que coger el coche de las ocho de la mañana para ir a Oviedo y allí coger el tren para llegar a Madrid. Así que nos casamos a las seis de la mañana», cuenta Segismundo Fernández.

Los padrinos, la familia más cercana y algunas amigas de la novia estuvieron presentes en este atípico enlace, con más lágrimas que sonrisas, tal como recuerda el novio. «Nos marchábamos los dos a Madrid y, claro, para las familias no era fácil, parecía un funeral en lugar de una boda», comenta. Tras la ceremonia, los novios invitaron a sus amigos a unos pasteles y emprendieron su viaje. La luna de miel la pasaron rumbo a Madrid, ciudad en la que permanecieron durante largos años sin regresar a casa. «Había que trabajar y la frutería no podía quedar sola».

La familia de su mujer se había encargado de la tienda durante años, pero decidieron ceder el testigo a la joven pareja. El establecimiento estaba en el número 3 de la calle Viriato; en él se vendía todo tipo de frutas y verduras y, además, comercializaban algunos productos de limpieza.

Segis -quien por entonces tenía 29 años- nunca había estado en Madrid. Una ciudad, aquella, bien diferente de la actual: «Madrid era Madrid, no lo de hoy», sentencia.

La tienda les fue bien durante un tiempo, pero luego decidieron cerrar. Como alternativas, Segismundo Fernández solicitó la entrada en la Empresa Nacional Elcano, donde disponía de un contacto, y también pidió plaza como sereno.

Mientras llegaba lo primero, trabajó un año como suplente de sereno por las calles de Madrid. Ataviado con el particular uniforme de estos desaparecidos vigilantes, Segismundo Fernández se ocupó de velar el sueño de sus vecinos.

«Llevábamos una especie de bastón con el que golpeábamos el suelo al caminar para avisar de donde estábamos», precisa. El bastón y el manojo de llaves de los portales de su competencia eran toda su compañía. «Cuando venía un vecino, nos silbaba para avisar e íbamos a abrir el portal». No tuvo Segis ningún incidente como sereno y fue un trabajo que -a pesar de la nocturnidad- llegó a gustarle. «La mayor parte de la gente que te encontrabas era conocida; además, los serenos estábamos cerca unos de otros, así que no había peligro».

Y el sueldo del sereno, explica, no era malo del todo. No había cuantía fija, ya que vivían de las propinas de los vecinos, pero «había noches buenas, de 300, 400 y hasta 500 pesetas». Después de un año vigilando las calles, Segismundo Fernández entró por fin en la empresa Elcano como portero en una urbanización de empleados de la entidad. Su labor era abrir y cerrar las puertas de la calle, mantener limpio el portal y atender las peticiones de los vecinos. «Aquí empecé a vivir algo», precisa Segis, quien se acostumbró a trabajar de uniforme: azul en invierno, gris en verano y siempre con corbata.

Como portero en la calle Zurbano prestó atención a 46 viviendas. Después, le trasladaron a las oficinas centrales de la empresa en la calle Miguel Ángel, también como portero, y, finalmente, acabó como ordenanza en el interior de las oficinas, «atendiendo a los jefes, llevando correo?era un buen trabajo», concluye. En esta época trasladó su residencia a Móstoles y poco después se jubiló. «El 1 de enero de 1978, con 54 años, dejé de trabajar». A partir de ese momento se dedicó a sus hijos, a su familia y a la música que tanto le apasiona.