Tapia de Casariego

«Casi se puede decir que fui artista», bromea el tapiego Floro Díaz. Y es que durante años ejerció como operador de máquina de cine, primero en el mítico «Edén» de Tapia y después en las salas «Pombo» y «Esperanza» de Mieres. Pero aunque el cine fue su verdadera pasión -«lo que más me gustó después de mi mujer», añade- dedicó su vida a un sinfín de variados trabajos, que ahora repasa desde su casa de Tapia donde el próximo 18 de enero cumplirá 88 años.

A Díaz le brillan los ojos cuando habla de los años de esplendor del cine «Edén», toda una institución en la villa tapiega. «Fue una pena que lo tirasen, tenía unos palcos preciosos, el gallinero, el escenario...». Ubicado en pleno centro de la villa, el «Edén» alternaba su papel como cine con el de salón de bailes. Precisamente como Floro no tenía dinero para pagar la entrada al baile de los domingos se ofreció a limpiar el local para entrar gratis. Así fue como empezó a trabajar en el cine. Se encargaba, junto a otros vecinos en su misma situación, de limpiar la pista de baile y colocar las butacas para el inicio de la función. Por aquel entonces trabajaba como operador Eugenio Tamancio, al que sustituyó cuando se marchó de Tapia.

Floro se ocupaba de recoger la película en la parada del Alsa y de prepararla horas antes de la función: «Cada película venía en varias cajas y en la primera venía una carta en la que estaban las frases censuradas. Era una pena porque siempre quitaban lo mejor. Después había que empalmar la película, cortarla y ponerla en los rollos», relata. Cuando, por razones de trabajo, se tuvo que marchar a Mieres pidió trabajo en los cines de la zona. Fue así como siguió proyectando las películas en las salas «Esperanza» y «Pombo».

Sólo una vez recuerda haberse visto en un apuro. Fue en el cine tapiego durante el visionado de una cinta de Luis Buñuel titulada «Don Quintín, el amargao». De repente se le incendió la película delante de sus narices y por un momento se mascó la tragedia ya que se vieron las llamas en la pantalla. No obstante trabajó rápido y logró solucionar el problema. «La gente se puso nerviosa pero vieron que encendía rápidamente las luces y que no pasaba nada. Lo arreglé y siguió la película».

Díaz explica que el trabajo de operador no era excesivamente complicado pero la máquina requería conocerla bien. Después, indica, había que estar pendiente de que la película «estuviera bien enfocada o con la suficiente luz». En las primeras sesiones seguía el pase desde el cuarto del operador, pero luego, tras verlo varias veces «terminaba aburrido». Pese a todo no se olvida de aquellos años y tampoco de las películas de entonces.

El cine siempre fue un complemento y nunca su único trabajo. Su primera faena en Tapia fue la de llevar cajas de pescado desde los barcos a las fábricas de conserva, algo conocido en la villa como «carrexar». Floro Díaz, que fue el octavo de doce hermanos, cargaba con sólo doce años barreños de hasta 25 kilos. También anduvo al mar con un pequeño bote de remo que le costó tres años de mareo: «Nada más salir por la boca del muelle ya iba echando la papilla».

Vendió piñas y grijo para obras que extraía, con gran sufrimiento ,del ribeiro tapiego de Represas: «Pagaban cuarenta cestados a diez pesetas y daba que hacer porque había que subir por un terraplén con aquel peso...». Su último trabajo fue como peón con unos albañiles de la zona. «Cobraba 19 pesetas el día y me dedicaba a llevarles el material a los obreros», indica.

A los diecinueve años se casó con Anita García, también tapiega, y siete años después decidió dar un cambio de rumbo a su vida y marchó a Mieres. Sus primeros meses en pareja fueron duros pues en el concejo minero se establecieron con su hermana y su marido en una habitación alquilada. Es decir, vivían dos parejas y dos niños pequeños en una única habitación. Empezó a trabajar en la Fábrica de Mieres encargado de lijar las zapatas del tren del norte que allí se fabricaban.

Se pasaba horas junto a una piedra de esmeril de 90 centímetros de diámetro y 10 de ancho que se gastaba en una semana. «La mayoría murieron del pulmón, yo tuve suerte. La protección que tenía era una esponja mojada para la nariz y la boca», relata . Completaba su sueldo haciendo horas en una tienda de construcción y en el cine: «Me levantaba a las cinco de la mañana, con lo que, los días que había cine y la sesión acababa tarde, igual dormía tres horas».

En el año 1969, cuando Fábrica de Mieres pasó a formar parte de la siderurgia pública Ensidesa, el tapiego y su familia cambiaron de domicilio y se trasladaron a Gijón. En Ensidesa, Díaz ejerció como calderero. Tras dieciséis años en Gijón, se jubiló y regresó a casa: «Nada más pude me vine para el pueblín y de aquí no quiero salir».