Castropol, T. CASCUDO

En el año 1962 el padre de Marcelino Martínez Vinjoy pagó 525.000 pesetas por el viejo restaurante Casa Avelino, un negocio con una década de historia y ubicado a pie de carretera, en la entrada principal de la villa de Castropol. Al año siguiente y tras la primera remodelación abrió sus puertas el restaurante Peña Mar, que este 2013 cumple sus bodas de oro. Pero para bodas las que han pasado por este complejo hostelero: ya supera los 1.500 banquetes nupciales.

Martínez Vinjoy nació en 1942 -casualidades de la vida el mismo año en que abrió sus puertas Casa Avelino- en la localidad castropolense de Piñera. Fue a la escuela pero nunca le gustó estudiar, así que de adolescente empezó a trabajar en el caserío familiar. A su padre -José Martínez «Pepe»- nunca le gustó el campo y de hecho trató sin éxito de montar una panadería. El salto al mundo empresarial lo dio en 1962, al ver que su hijo se iba a ver obligado a marchar de casa en busca de un futuro mejor: «Teníamos un familiar que era médico en Pescanova. Así que gracias a él iba a empezar a trabajar como transportista en la ruta Vigo-Madrid. Mi padre no me quería dejar ir y se decidió a comprar Casa Avelino», cuenta Martínez Vinjoy.

Cuando el castropolense estaba prestando el servicio militar recibió una llamada de su padre en la que le contaba la buena nueva. «Yo nunca había servido ni un vaso de vino. Empecé de lleno en una vida completamente desconocida», relata Vinjoy. Pero no sólo él sino toda la familia. Abandonaron una vida vinculada al campo para sacar adelante un negocio en el que no tenían experiencia. Su madre (Mercedes) se ocupó de la cocina, su padre y su hermana Isabel del comedor y Marcelino de la barra.

Su padre ideó el nombre, el logotipo y también imaginó el futuro de la empresa: «Mi padre vivió muy feliz en el negocio. Murió en el año 85, pero todo lo que hicimos por mejorar esto fueron ideas suyas. Era un hombre muy inteligente que veía el futuro con mucha claridad». De él aprendió las mejores cosas del negocio y lo que para Marcelino ha sido siempre la clave de su trabajo: «Todos los clientes son iguales, mi padre siempre me enseñó que el dinero vale lo mismo, sea de quien sea».

Los primeros años fueron duros y les costó sudor y «muchas bofetadas» hacerse con una clientela fija. Por eso no olvida jamás a Alfredo, un repartidor de leche que se convirtió en su primer y más fiel cliente. «Paraba todos los días a comer, en los primeros tiempos el menú se cobraba a 15 pesetas». Martínez Vinjoy siempre ha contado a sus hijos la historia de los primeros años: «Un día estaba cenando en el comedor con mi padre un plato de caldo y me dijo que las cosas estaban mal y que nosotros teníamos que dejar de beber vino en la comida. Entonces el vaso de vino valía 50 céntimos y nosotros bebíamos un poco con casera para comer. Así estaba todo de justo. Mucho peor que ahora».

Tampoco fue fácil lograr que los proveedores hicieran una parada en su casa. «Paré en la carretera a un viajente de café y le dije que sólo podía comprarle un kilo. Me contestó que por un kilo no le merecía la pena ni parar». El segundo repartidor al que paró fue al de cafés El Globo. «Me dijo que no importaba que sólo vendiera un kilo, que ya vendería más». Y hoy sigue confiando en ellos.

Su madre popularizó en los primeros años los guisos de pescado como la merluza en salsa verde y también los reos del Porcía. Marcelino, que tras ocho años al frente de la barra terminó de jefe de cocina, aprendió de ella todo lo que sabe y también de su buen amigo Pepe, cocinero en Bilbao, que le enseñó algunas recetas como la zarzuela o trucos para hacer pescados a la plancha. La cocina le apasiona pero reconoce su mal carácter: «En la cocina soy un perro».

En 1965 el Peña Mar dio su primera boda. «Para empezar pusimos en marcha promociones. Regalábamos a los novios una cocina o una nevera si hacían aquí la boda». El señuelo funcionó y poco a poco se fue convirtiendo en un referente en celebraciones nupciales, tanto para el occidente como para la mariña lucense. La época dorada fue en los noventa cuando llegó a superar las 70 bodas al año.

En 1968 Marcelino se casó con la veigueña Maruja Álvarez y juntos dieron un empujón al negocio con sucesivas reformas. La primera fue la construcción del salón San Marcos, en los 90 se hicieron los salones La Ría y La Fuente y en 1991 se levantó un hotel al otro lado de la carretera. En 1996 abrieron la marisquería El Risón y en 2003 llegaron los apartamentos. Las últimas mejoras fueron para la fachada y la ampliación de la cocina.

Durante 28 años Marcelino y su mujer trabajaron duro sin unas vacaciones. Hoy se muestra encantado con los resultados de su esfuerzoo y con tener un digno sucesor, su hijo José Manuel, el único que sigue con el negocio familiar.