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Toda una vida

Amparín, la practicante de Castropol

La madrileña Amparo Jarrens hizo curas y puso inyecciones a vecinos de casi todo el municipio, al que llegó en 1952, tras casarse con el abogado local Ramón Sanjurjo

Una imagen de Amparo y su marido, Ramón Sanjurjo, tomada en 1952. T. C.

Amparo Jarrens llegó a Castropol por amor. Y por amor se acostumbró a vivir lejos de su adorada Madrid, donde nació en febrero de 1925. Amparín, como todo el mundo la conoce en la localidad, en alusión a su constitución menuda, conoció pronto a sus vecinos gracias a su profesión de practicante, a la que se dedicó durante un buen puñado de años. "Había un titular en Castropol, pero no vivía aquí; entonces la gente tenía que ir a Ribadeo. Así que empecé a poner inyecciones y a hacer curas", explica.

A mediados de la década de los cuarenta el abogado castropolense Ramón Sanjurjo se cruzó en el camino de esta mujer, hija de un alemán, empleado de Explosivos Río Tinto, y una madrileña de origen valenciano. Casualidades de la vida, Jarrens estaba pasando unos días en un hotel de la capital junto a su familia y allí conoció al castropolense, que, recién acabada la carrera de Derecho, estaba preparando la oposición. Tras varios años de noviazgo, se casaron en la iglesia madrileña de San Ginés.

Aquel verano de 1952, que Jarrens recuerda como especialmente caluroso y espléndido, viajaron a Castropol. Aunque Sanjurjo había prometido a su mujer que regresarían a la capital, lo cierto es que, para disgusto de Jarrens, no lo hicieron. "No me gustaban los pueblos, él sabía que yo adoraba Madrid, pero no volví hasta diecisiete años después", lamenta la madrileña. Tuvo que acostumbrarse al contraste entre la gran ciudad y la pequeña Castropol, aunque por aquel entonces gozaba de más dinamismo comercial y de una importante actividad cultural.

Los Sanjurjo eran una de las familias más conocidas de la localidad. De hecho, su suegro, José Sanjurjo, regentaba la farmacia, en la que Jarrens también trabajó. Compatibilizó el despacho en la botica con su labor como practicante, aprovechando que había sacado el título años atrás en Madrid junto al de Magisterio. "La gente venía a cualquier hora y como yo estaba allí, me daba lo mismo", cuenta. Atendió a infindad de personas, en la capital y también por los pueblos, a los que se desplazaba a pie.

No recuerda cuánto cobraba por cada inyección, aunque dice que a la mitad de la gente la atendía gratis. "Tenían derecho a ese servicio y mucha gente no podía pagarlo", precisa.

Buena parte de su clientela eran niños, aunque atendía a gente de todas las edades e incluso, en una ocasión y para su sorpresa, le pidieron ponerle una inyección a un perro.

Su marido regentaba un despacho de abogados en el pueblo y ella se dedicaba a la enfermería, labor que compatibilizaba con el cuidado de sus hijos. Su primer parto llegó a salir en las crónicas de la época, pues tuvo mellizos.

Amparín siempre fue muy activa, como destaca su hija Paloma: "Es una mujer que sirve para todo, viva, espabilada. Vale muchísimo". Fue una de las fundadoras de la Asociación de Amas de Casa de Castropol. De su afición a las manualidades hay rastro por toda su casa, en cuadros y piezas de costura. A sus 89 años, se mantiene ágil y activa y no perdona sus paseos diarios: "Doy la vuelta al pueblo dos veces".

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