Villayón suma guisandera: "Hay que respetar la cocina asturiana de toda la vida"

"Me gusta cocinar las recetas de antes y ese es mi gran secreto", dice Mirta Rodríguez, quien hace 18 años abrió El Torneiro

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A.M.S. / J.A.

Ana M. Serrano

Ana M. Serrano

Villayón

Mirta Rodríguez López (50 años, natural de Llanterio, en Boal), sonríe para saludar. Tiene la alegría y emoción "metida en el cuerpo" desde que la nombraron guisandera de Asturias y desde que recogió el reconocimiento "de manos de mujeres que admiro mucho". 

Esta vez, no está vestida de fiesta, como lo estaba en el acto de entrega del título, sino con su camisa de guisandera, en su restaurante y hotel, ese escenario donde vio crecer su autoestima, capacidad de trabajo y talento. "Yo no era profesional de la cocina, quiero decir que no estudié cocina, lo que sí sé hacer son las recetas de siempre", advierte. 

Es boalesa y al hablar de sus padres, que mantuvieron viva una ganadería en Llanteiro, se emociona. Brotan las lágrimas y Mirta Rodríguez detiene la conversión. "Recuerdo que teníamos que cruzar el río Navia para ir al colegio, en Boal", informa. El pueblo del que es originaria, donde hoy "no vive nadie", está al otro lado del margen del río, pero pertenece por jurisdicción a Boal. 

Mirta abandonó pronto aquel hogar para hacer otro en Villayón, de donde es su marido, Santiago Otero. Se casó con 18 años y, dice, en la casa de sus suegros empezó a apasionarse por algo: la cocina. "La recuerdo como un lugar donde siempre había mucha gente; en las fiestas había que hacer mucha comida", apunta. Y allí estaba Mirta Rodríguez atenta a lo que ocurría, aprendiendo sin saberlo ni pretenderlo de un oficio con el hoy no solo se gana el pan, también tiene, gracias a él, un prestigio social. "Al final me gusta cocinar las recetas de antes y ese es mi gran secreto", confiesa mientras pasea con el salón donde se sirven las comidas en El Torneiro de Villayón. Todo está debidamente ordenado. Todo luce orquestado para hacer pasar un buen rato al comensal. Vistas a las sierras de Villayón, paisaje verde del asturiano y mucho mimo en los fogones. "Lo que observo es que ahora no se cocina porque la cocina necesita tiempo. Yo siempre digo a mis clientes: ‘esto lo puedes hacer tú’, pero, claro, hace falta lo que no hay, tiempo". 

La guisandera de Villayón, en los fogones.

La guisandera de Villayón, en los fogones. / A. M. Serrano

Mirta Rodríguez cocina a fuego lento las recetas de toda la vida. Si hoy le proponen pensar en un menú especial para alguien especial, no duda: pote con rabizas y ternera asturiana. Ella es una fiel defensora de producto asturiano. "Tenemos que defender, explicar, respetar y valorar los platos de siempre", esgrime. Hace 18 años que abrió con toda la ilusión su restaurante. Fue su sueño. Pensó en emprender durante mucho tiempo hasta que pudo hacerlo. Recuerda que fue "determinante" una ayuda de 150.000 euros (el 38 por ciento de su inversión inicial para convertir la casa de su suegro, torneiro de profesión, en hotel y restaurante) procedente del entonces Proder. 

El tiempo empezó a dar la razón a su apuesta: hacer comida «de toda la vida». El boca a boca funcionó y Mirta Rodríguez, que tiene dos hijos, una trabajando y otro estudiando, logró algo más: involucrar a toda la familia. Por El Torneiro pasa su marido y sus hijos siempre que pueden. "Todos echamos una mano para que esto salga adelante" porque sí, "hay mucho que trabajar". 

Su hijo, Santiago Otero está «en casa» en el momento de la entrevista y participa: "Aquí, hacemos 80 horas a la semana", dice bromeando. "Bueno...", contesta su madre. "Sí, que las conté en verano", añade el joven. Bromas aparte, Mirta Rodríguez se confiesa «trabajadora, emprendedora y valiente». Virtudes que cree que tiene para poder triunfar cuando "el panorama no pinta muy bien". Enumera los handicaps de estar donde están: Villayón no es lugar de paso y algunas personas dicen que está lejos. Mirta Rodríguez cuenta anécdotas y entre ellas puede relatar cómo vio crecer a los hijos de una pareja de Madrid que la visita todos los años. La guisandera levanta la tapa de la "pota" mientras habla y ya no tiene más que decir. Funcionan ahora otros sentidos: olfato y vista. Más tarde, será sabor.

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