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José de Arango

Mínimos impuestos

En aquellos tiempos, inmediatamente después del final de la guerra incivil, la cual dejó a nuestros pueblos a potaje de berzas, boroña y una taza de leche, la población rural tenía que afrontar tan solo tres impuestos y todos ellos de competencia municipal. Al comenzar el año había que pasar por el ayuntamiento a pagar la chapa del carro, que nunca se colocaba porque no hacía falta, ya que no se inspeccionaba y era de un material que permitía arreglar con ella una madreña rota. A mediados de la década de los cincuenta vino otro impuesto, que también había que pagarlo en el ayuntamiento y que se titulaba “plagas del campo”. Con este papelín al día podías sulfatar las patatas contra el escarabajo, ya que este depredador de la rama de los tubérculos vino de repente tal que en Cudillero decían que di sicultre.

Y un tercer impuesto era el de la matanza del cerdo. Tenías que llamar al pesador oficial de tu ayuntamiento y te venía a pesar al animal cuando ya estaba más tieso que un pensionista a final de mes. Tantos kilos, tanto pagabas. Pero había picaresca porque se daba el caso de quien mataba dos cerdos, le tapaba con un saco la boca a uno de ellos para que el vecino no oyese los gruñidos y pudiese chivarse, se escondía entre la yerba de la tenada y se declaraba un solo difunto.

Bien es cierto que actualmente ya tenemos ordenador en la casería, varios teléfonos móviles y debajo del hórreo ya no hay espacio para todos los coches. Pero pagamos impuestos por lo que compramos para comer y beber, por el combustible de todo el parque móvil, por la barra de pan que nos deja el panadero en una bolsa colgada de la portilla, por la luz, por las cuatro perras que tenemos en el banco, por las medicinas de las vacas, por el IVA y ya me pierdo. Impuestos estatales en aquellos tiempos no había ninguno y uno no acierta a comprender de dónde sacaba la Hacienda de entonces el dinero. Claro que a nivel nacional había menos políticos que ahora. Y no cobraban porque no vivían de eso. Tampoco había alcaldes asalariados. Ni concejales. Ni asesores. Las carreteras las cuidaban los camineros y tenían las cunetas limpias. El adobo olía y sabía a adobo. Ahora lo compras y aparte de estar más duro que un regodón del Aranguín huele… a congelador.

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