Cuando, entre compañeros, recaía la conversación sobre José Antonio García Siñeriz, enseguida recordaban sus facultades extraordinarias de buen jugador de fútbol. Era delantero centro del equipo del Seminario cuando en esta institución del Prau Picón había, entre mayores y pequeños, unos quinientos estudiantes. Nos retrotraemos a los años 50-60; sobraban mimbres para un buen equipo de fútbol, el deporte más universal. Siñeriz era un fenómeno, jugaba de delantero centro y era el Quini de aquel once que en los recreos cortos se practicaba hasta con sotana. Tardó en entrar el pantalón corto por aquello de la guarda de la modestia, lo que requería mayor habilidad para driblar el balón.

Boal, villa señorial del occidente asturiano con coloridas casonas de indianos de estilo colonial, fue su lugar de nacimiento el 9 de noviembre de 1935, segundo hijo de una familia numerosa de siete hermanos. En aquella parroquia estaba D. Eusebio, un párroco venerado que tuvo el carisma de despertar vocaciones sacerdotales. José Antonio, además de buen deportista, era inteligente y entonces la nueva teología despertaba el interés de ese saber, ya no tan escolástico, para la pastoral y la evangelización. De ese curso salió otro fenómeno –pero para esta Teología del Vaticano II–, Juan Luis Ruiz de la Peña, que nos dejó la mejor reflexión sobre las cosas del hombre con Dios para la cultura de hoy.

Recibió la ordenación sacerdotal el día de San José de 1961, en la parroquia de S. Juan el Real de Oviedo, con otros dieciocho compañeros más –¡tiempos de abundancia en la viña del señor!– y fue a Moreda como coadjutor. Con abundancia de sacerdotes, la misión de coadjutor solía ser el primer destino, a no ser que te enviaran a las periferias asturgalaicas. En la capital de Aller tuvo como maestro al santo D. Custodio Álvarez Muñiz, pequeño y pero grande de espíritu, que aunó como nadie la santidad y el compromiso social en esa cuenca minera que ya tenía estertores convulsivos pidiendo oxígeno. El maestro admiraba al discípulo y el discípulo al maestro.

Los del Occidente llevan un gen que les tira para su tierra y con suavidad les va llevando a ocupar aquellas parroquias, que son su mundo y que los entienden muy bien. El Oriente es más folklórico, más extrovertido y eufórico; el Occidente es más posado, más concienzudo, más constante y moderado en sus expresiones. Hasta en el tono de voz se nota. Siñeriz estuvo primero en Villayón, cuando hacía honor a su nombre por el número de sus habitantes, parroquia con solera cristiana.

Pero su parroquia de siempre, donde estuvo cuarenta y siete años hasta su jubilación, fue Otur, conocido por su larga recta tan relajante después de dar mil curvas bajando La Espina o curveando la costa; y por Casa Consuelo, donde se resarcen las fuerzas y consolabas el hambre. Cercana se asoma erguida la torre estilizada de la Iglesia. Alguna vez se le propuso asumir una mayor responsabilidad en otras parroquias, pero, como consiliario del Movimiento rural Católico (JARC) –en aquella zona hubo varios centros–, apostó por el compromiso por la dignidad y el progreso del campo y se afianzó a ese lugar, donde además de la parroquia ejercía de profesor en el Instituto de Luarca, manteniendo una afición a la cultura y a la reflexión sobre los cambios que se están produciendo en el mundo y en la Iglesia. Sereno, de conversación amena, de fácil empatía y sonrisa amplia, de trato acogedor, ejerció el ministerio sacerdotal sesenta años. Participaba activamente en los avatares de la vida del pueblo siendo un vecino entre los vecinos. Es significativo que digan ahora desde la Asociación vecinal que “es parte de nuestra historia”. Eso han sido muchos de los curas rurales: historia de los pueblos. Una de sus aficiones manuales era la ebanistería. La traía de familia. Su padre ejerció con destreza esta profesión en Boal, que continuaron sus hermanos. Él se escapaba de vez en cuando y allí también, con el formón y la gubia, imitaba a San José el carpintero haciendo honor al primero de sus nombres.

Hace dos años notó que su salud se resentía. Y decidió solicitar la jubilación, que, en estos años de escasez vocacional, se decide más por las fuerzas que te quedan que por la edad. Se retiró a Boal con su familia. El cura muere, sueña y hasta delira como cura. Así lo he visto yo en varios sacerdotes. ¿Será consecuencia del carácter que imprime el sacramento del orden ministerial? José Antonio, en el hospital de Jarrio, por una aguda afección pulmonar, dio el último suspiro. En él se hace verdad: de Otur al cielo.