Entrevista
Pamela Anderson y el deseo de resarcirse del desprecio con 'The Last Showgirl': "Me he perdido décadas de mi propia vida"
A lo largo de su carrera, la actriz nunca antes había interpretado un papel dramático de la magnitud del que encarna en la obra de Gia Coppola

La actriz Pamela Anderson posa tras presentar su película 'The last showgirl' en el Festival de Cine de San Sebastián, este 27 de septiembre. / EFE
Nando Salvà
El nuevo trabajo cinematográfico de Pamela Anderson no puede considerarse un resurgir actoral pese a haber sido catalogado como tal porque, en realidad, a lo largo de su carrera la actriz nunca antes había interpretado un papel dramático de la magnitud del que encarna en ‘The Last Showgirl’. Y el deseo de que la oportunidad le sirva para resarcirse del desprecio y la denigración a los que fue sometida en su día por parte de los medios y de la industria casi logra invisibilizar la triste verdad acerca de la película. Dirigida por Gia Coppola -sí, otra Coppola, nieta de Francis Ford-, es una obra indigna de toda la expectación que ha precedido su estreno en el Festival de San Sebastián, donde compite por la Concha de Oro, y de ningún modo funciona a modo de reivindicación del talento interpretativo de Anderson.

Agencia ATLAS / Foto: EFE
Su personaje es una veterana bailarina de cabaret de Las Vegas que afronta el final de una carrera basada en la explotación de sus atributos físicos, y resulta inevitable encontrar paralelismos metatextuales entre esa trayectoria y la seguida por la propia Anderson desde sus retozos frente a una cámara babeante sobre la arena de la serie ‘Los vigilantes de la playa’ hasta su reconversión pública en una mujer madura que se niega a ser esclava de los fantasiosos estándares de belleza que en su día promocionó.
Dicho de otro modo, ‘The Last Showgirl’ sigue una fórmula similar a ‘El luchador’ (2008), la película que permitió a Mickey Rourke revivir durante un rato su carrera, que similarmente invitaba al espectador a tener en cuenta la imagen pública de un actor a la hora de analizar la experiencia vital de su personaje. “Siento que me he perdido décadas de mi propia vida”, ha dicho este viernes la actriz al respecto. “Y estoy muy agradecida por haber tenido la oportunidad de participar en esta película, porque siempre he sabido que era capaz de mucho más que lo que se me daba la oportunidad de demostrar, y sentí que tal vez esta sería mi única posibilidad de hacerlo. Es un personaje muy especial para mí, porque lo construí a partir de experiencias personales: de mis matrimonios, de mis hijos, de mi vida profesional”.
Pero aquella película de Darren Aronofsky estaba llena de texturas emocionales, y contaba con un intérprete de gran talento alrededor del que construir el relato. Aquí la joven Coppola trata de dar por hecho que, con esta actuación, Anderson demostrará al mundo que quienes la vieron como un mero símbolo sexual y la menospreciaron en cuanto alcanzó cierta edad estaban equivocados, pero el problema es que el trabajo que la actriz ofrece no es bueno: transmite solo las emociones más primarias -alegría, tristeza, temor, rabia-, y en todas las escenas permanece instalada en el exceso histriónico, sea requerido o no. Cabe decir, en todo caso, que dar vida a un material dramático tan inerte como el que sostiene ‘The Last Showgirl’ sería un desafío hasta para la intérprete más talentosa.
El personaje, aunque trate de convencerse de lo contrario, fue siempre una vedette sin talento en un espectáculo de gusto dudoso, y abandonó a su hija para dedicarse a tiempo completo a serlo. Eso es algo que la película deja claro en su primera media hora de metraje, y todo lo que viene después es una previsible retahíla de lloros, peleas e intentos de reconciliación fallidos. Coppola nunca se molesta en hacerse las preguntas necesarias. ¿Es la ingenuidad de su heroína una forma de egoísmo o un mecanismo de defensa? ¿Cómo es posible que previera lo que le está pasando? Nada de eso le importa. Prefiere usar la película para hacer turismo en el lumpen, como una ‘influencer’ que se hace un selfi en las favelas, y para encadenar una irritante sucesión de escenas sin diálogos en las que Anderson deambula por las calles, o ejecuta movimientos de baile o simplemente contempla el horizonte con el ceño fruncido, que aspiran a funcionar a modo de comentario sobre el sexismo, el edadismo y la falacia del Sueño Americano pero que, en cambio, tan solo evidencian una búsqueda desesperada de significado en medio de la nada.
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