El último genio vivo, ya octogenario, se sacude un poco el fastidio del cine, tan cansado, y tras la afortunada experiencia de Un dios salvaje, busca de nuevo inspiración en la intensidad de las tablas, acudiendo físicamente al teatro en este diálogo entre un dramaturgo y una aspirante a protagonista de la adaptación de La Venus de las pieles de Sacher-Masoch.

Desde su primera imagen, la de una calle de París hechizada de lluvia y melancolía, la película nos agarra la tráquea y no va a soltárnosla durante hora y media de ping-pong unisex que cuajará en una muestra soberbia de cine de plató, tan sencillo en apariencia, pero tan dificultoso en el despojado, que sólo Polanski es capaz de dotar de tantos estratos.

Bien llevada por la mirada de batracio aturdido de Mathieu Amalric y la opiácea de Emmanuelle Seigner, La venus de las pieles es una historia de amor perverso y una fábula con preciosos arrebatos de artificio acerca de las pulsiones que nos conducen, una película que sabe formularse (sin caer en el resabio posmoderno) como un relato dentro de un relato dentro de un relato, un ingenio que se hace eco de sí mismo, amplificándose y alcanzando una condición próxima a lo esotérico.