Alan Hevesi no guardará un buen recuerdo de estas Navidades. Había sido reelegido un mes antes, por sufragio universal, como contralor general de Nueva York. Su misión era supervisar las cuentas de ese estado, pero ha dimitido al declararse culpable de defraudar a la Administración y espera su sentencia para el mes de febrero.

Hevesi era considerado como la tercera autoridad de mayor rango del estado, y junto a las actividades de fiscalización ejercía de administrador único del poderoso fondo de pensiones (¡145.000 millones de dólares!) de los funcionarios de Nueva York. Una excepcional atribución que exige una elevada probidad ¿Qué hizo para verse obligado a renunciar?

Pues reconocer que, entre 2003 y 2006, cuatro empleados atendieron de forma continuada el transporte, ayuda y otros servicios particulares a su esposa enferma, Carol, que no es empleada pública, ni objeto de amenaza terrorista. Deberá reintegrar al fisco 200.000 dólares, dejar una muestra de su ADN como criminal y aguardar una condena que puede llegar hasta los cuatro años de cárcel. El contralor mostró ante el juez una actitud serena, según las agencias americanas de noticias, y se despidió deseando felices pascuas a todos y pidiendo perdón a los 2.400 empleados de su oficina.

El asunto, con certeza, no estará exento de una intrahistoria política, pero pone sobre la mesa el debate de la moral administrativa y la frontera entre lo público y lo privado. Un tema extremadamente delicado. En España, el uso indebido del «coche oficial» ha pasado desapercibido como consecuencia de los problemas de seguridad de los cargos públicos. Pero es una posibilidad real. He de reconocer que afrontar estos temas superficialmente es arriesgado y más de un amigo se preguntará cómo me meto en este charco.

En relación con esta utilización privada de bienes y empleados públicos aparece una amplia gama de comportamientos que suscitan la reflexión. Las fechas navideñas son generosas para algunos altos funcionarios en cestas de Navidad, regalos de empresa o invitaciones a comidas. Poco derecho positivo resuelve las posibles dudas sobre cuál es el comportamiento adecuado.

El proyecto de ley por el que se regula el estatuto básico del empleado público, que se aprobó en el Congreso el 21 de diciembre pasado, prevé que se rechazará cualquier regalo, favor o servicio en condiciones ventajosas que vaya más allá de los «usos habituales, sociales y de cortesía». El código de buen gobierno de la Administración del Estado (BOE 7-3-2005) requiere además a sus altos cargos para que los obsequios de «mayor significación de carácter institucional» se incorporen al patrimonio del Estado. Como se puede ver, abundan los conceptos jurídicos indeterminados.

Entonces, ¿qué regalo puede aceptar un funcionario? Si es que se puede aceptar alguno. En mi opinión, la respuesta no es difícil; la impone el sentido común. Dejamos fuera las ofertas que pretenden obtener un determinado comportamiento del servidor público, tanto legal como ilegal, que están sancionados en el código penal.

Dicen los expertos en ética pública que pueden aceptarse (nunca solicitarse) regalos simbólicos y de material promocional, puntuales y de valor reducido, por razones de respeto y gentileza, sin que persigan ningún resultado del funcionario. El ejemplo más socorrido es la agenda o el libro navideño. El problema surge en los casos concretos: la habitual participación de lotería, es claramente simbólica pero É ¿y si resulta premiada? Y ¿unas entradas para un espectáculo? ¿una botella de vino? ¿una caja de botellas? ¿un jamón?

Estos ejemplos tienen en común estar «en la frontera», como los conjuntos difusos que tanto interés despiertan para los matemáticos. A diferencia de lo que decía Camilo José Cela («se está preñada o no se está») aquí es posible reconocer toda una gama de grises. De ahí que, por razones culturales, las soluciones adoptadas en los diversos países varíen, en la salvaguarda de conflictos de intereses, la imparcialidad o la objetividad del funcionario. En unos casos, como en Finlandia, se ha prohibido totalmente su aceptación; en otros simplemente se crean registros públicos de regalos, mientras que en otros se fijan los casos admisibles, según principios de delicadeza o límites cuantitativos. Por ejemplo, para los funcionarios del Banco Central Europeo ese límite está en 200 euros, según el código de conducta aprobado hace unos días.

La ausencia de orientación es clamorosa respecto a las invitaciones a comidas con proveedores o con quienes pueda existir conflicto de intereses por las obligaciones del empleado público. La lógica vuelve a acudir en nuestra ayuda: deben ser «ocasionales», quedando fuera las «cenas de trabajo» o las que exigen viajar. Mis colegas brasileños prohíben a sus auditores estos agasajos de las entidades fiscalizadas y me lo explican con un juego de palabras: «No tanto por lo que se dice, sino por lo que pudiera decirse que se dice». Aun así, muchos códigos de comportamiento autorizan su celebración, siempre que puedan considerarse normales y razonables, atendiendo a las circunstancias.

En España, nada más común que «recibir» las obras públicas con una comida a cargo de la empresa constructora. El «acto de recepción» es una declaración formal y escrita en la que los funcionarios designados se responsabilizan de que el contratista ha cumplido con sus obligaciones. La cortesía y la práctica concluye la relación contractual en una comida.

Sin embargo, el celo suele extremarse en las autoridades con tareas de supervisión sobre el sector privado. Así, en el año 2001, el presidente del Bundesbank fue destituido temporalmente por aceptar la invitación de un banco privado para pasar, junto a su familia, cuatro noches en uno de los más costosos hoteles de Berlín y desde allí dar la bienvenida a la moneda única lanzada aquella Nochevieja.

Cada vez es más frecuente encontrar organismos que distribuyen al final del año obsequios entre su personal o en el entorno inmediato. Se justifica como política de comunicación interna y externa, velando por la imagen de la organización. A veces tienen el efecto de promocionar algún autor o tema local, y se establece una sutil rivalidad para sorprender con el detalle.

En otras ocasiones, la generosidad parece más orientada a agotar las partidas presupuestarias. Así, todas las Navidades, los medios de comunicación polemizan por los regalos institucionales del presidente de las Cortes valencianas a los 89 diputados autonómicos. El año pasado, regaló a los parlamentarios un monitor TFT de 17 pulgadas con sintonizador de televisión, valorado en unos 350 euros. Este año, ha decidido obsequiar a sus señorías con una PDA, valorada en 300 euros.

El Congreso, por tercer año consecutivo, contrata para regalar a diputados, periodistas y su propio personal unas 1700 cestas -aunque son denominadas «obsequios de Navidad»- por 160.000 euros, eso sí: tras el preceptivo concurso público, como puede verse en el BOE de 25 octubre 2006, pág. 11647.

En fin, como en la administración de los venenos, el equilibrio es una cuestión de dosis y debemos movernos dentro de las limitaciones humanamente aceptables. Aunque no faltará quien opine que si el comportamiento del funcionario es justo, entonces el regalo es injusto. Y si el regalo fuera justo, el favor sería un privilegio injusto.

Antonio Arias Rodríguez es síndico de Cuentas del Principado de Asturias.