Va para tres años que el programa de humor «Camera café» impone la hora de la cena al 20% de los televidentes. Ahora también anima la sobremesa del domingo. Cuenta historias cotidianas «de oficina», recogidas a través del objetivo indiscreto de una cámara instalada en el interior de una máquina de café. Todo presentado a través de distintos episodios de unos cinco minutos de duración.

Sus protagonistas encarnan un gran abanico de personalidades llevadas al extremo para caricaturizar las organizaciones y mantienen un pulso constante por sobrevivir en su hábitat laboral. El director-gerente, Gregorio Antúnez (Luis Varela), expresa la antítesis del liderazgo o de la eficacia. Lleva toda la vida en la oficina por aquel histórico criterio para ser jefe: la antigüedad. Un amigo coronel suele decirme que sólo cree en Dios y en la antigüedad, «¡y en Dios, porque es el más antiguo!», recalca. La realidad es que los trienios siempre fueron sinónimo de mérito y experiencia profesional, aunque hoy, con los continuos cambios normativos y tecnológicos, muchos jóvenes becarios saben bastante más que sus jefes.

El contable, Bernardo Marín (César Sarachu, que es mi preferido), representa al típico cuarentón «enmadrado» que aún no se ha emancipado y tampoco piensa hacerlo. El jefe de ventas, Jesús Quesada (Arturo Valls), es un tipo que cae bien a todo el mundo. Sus motivaciones son trabajar lo menos posible, ganar lo más posible y pasarlo bien. Diríase que falta motivación en esta oficina. Y nada extingue tan rápidamente la motivación como un jefe inepto. Los guionistas han bromeado mucho con las modernas soluciones gerencialistas: la retribución variable o la mejora de las relaciones interpersonales a través de comidas, cenas, deportes y torneos varios de empresa, que han ofrecido capítulos extraordinarios.

El programa, según su página web, quiere ser un fiel reflejo del «escaqueo» del empleado, cuyo punto de reunión sitúa al final de un pasillo con la disculpa del café. Por eso, muchas empresas implantan espacios diáfanos, sin muros, con puestos compartidos, armarios abiertos y unos carritos que diariamente trasladan los enseres. Se acabaron las desordenadas mesas llenas de papeles. Las empresas japonesas son pioneras en esta práctica, donde el personal, desde el director general hacia abajo, no tiene asignada mesa, sino que comparte un conjunto de ellas con empleados del mismo perfil. Resulta imposible leer el periódico matinal sin mamparas y a la vista de tantos jefes sucesivos. Otro ejemplo que dará mucho que hablar es la «ciudad de Telefónica», en el barrio madrileño de Las Tablas, donde van a convivir 14.000 empleados de alta cualificación, la mitad de los cuales no tiene un sitio fijo de trabajo. Junto a los «escritorios calientes» disponen de variadas salas de reuniones y apoyo tecnológico en cualquier lugar por telefonía móvil, Wi-Fi y ordenador portátil.

Pero volvamos al tema del café. La realidad de nuestra Administración pública es que los funcionarios, durante la pausa del café, hablamos de nuestro trabajo, compartiendo información con compañeros de otros departamentos en un rico feed-back informal. Hasta el punto de que las mejores teorías de sociología doméstica recomiendan a las organizaciones «regalar» a los empleados el café (¡incluso los «sobaos»!) de la mañana. Dicen que con este momento de esparcimiento se mejora el clima laboral, aunque la realidad es que no descansan. ¿Será el momento de mayor productividad de la jornada?

Desde un punto de vista jurídico, la «hora del café», en la Administración pública, se cifra en media hora de cierta elasticidad, según el mecanismo de control horario. Resulta una conquista profesional que ninguna autoridad administrativa osaría cuestionar, aunque siempre debe ejercerse en función de las necesidades del servicio público y la atención a los ciudadanos.

Eisenhower decía que el liderazgo era el arte de hacer que los demás hagan algo y, encima, quieran hacerlo. De la misma manera, la mejor coordinación en las burocracias profesionales surge de manera espontánea y voluntaria. Así, el café matinal supone para los letrados un instrumento de unificación de doctrina mejor que el propio Tribunal Supremo. Los médicos alternan los comentarios sobre historias clínicas con las últimas demandas judiciales. En la Administración, los interventores toman café con los gestores y facilitan «atajos» a los problemas cotidianos. Los de personal con los de contabilidad. Los de recaudación con los de liquidación. ¡Cuántas soluciones encontradas en la barra del bar, esperando la tortilla!

El café de la mañana fomenta las alianzas, por la tendencia natural a perpetuar los acompañantes. Los demás saben dónde está cada uno dentro de los clanes administrativos por su agrupación en ese descanso, clara manifestación de afinidades al margen de sistemas de autoridad institucional. El afable ingeniero gijonés Campomanes, hoy jubilado, solía presumir de ser el único catedrático de la Universidad de Oviedo que todos los días tomaba café con otro catedrático de su misma asignatura; un hecho que, decía, era insólito.

Por todo esto, el profesor Henry Mintzberg, que escribe prolíficamente sobre gestión y estrategia de negocios e, inexplicablemente, aún no es premio Nobel, valora la organización informal como inevitable proveedora de información e integración, ajena a la estructura formal. Aunque ahora el correo electrónico hace redes infinitas, durante el café los funcionarios resumen las últimas normas del «Boletín Oficial» o la suerte del proyecto de nueva plantilla. Además, si no vas a desayunar no te enteras y «no sabes lo que se cuece».

Aunque internet representa cada vez mejor el mundo real, todavía no ha resuelto la percepción de las fragancias ni los apretujones al tomar posiciones en la barra del café.

Antonio Arias Rodríguez es síndico de cuentas del Principado de Asturias.