Durante los años setenta se produjo en EE UU un sonoro fraude, capitaneado por los directivos de un fondo de inversión. La estrategia fraudulenta se basaba en la adquisición de una compañía de seguros, que declaraba negocios ficticios, multiplicando sus ingresos e incrementando su cotización bursátil y por tanto el valor del fondo. Incluso vendía las pólizas a compañías reaseguradoras y hasta simulaba la «muerte» de los falsos suscriptores. Todo ello con la connivencia del centro de informática y hasta con el apoyo de su propia imprenta, donde se falseaban los certificados médicos o de fallecimiento.

El caso se incluye entre el material de los seminarios del Tribunal de Cuentas como ejemplo de la desafortunada actuación de los auditores que incurrieron en seis graves errores: tenían un cierto complejo de inferioridad frente a los triunfantes directivos; cuando descubrían algún indicio acudían al presidente de la sociedad, que era el cerebro del fraude; tenían confianza ilimitada en los empleados de la compañía; no se verificaron las operaciones entre las filiales y la matriz; las operaciones de confirmación se hacían en los locales de la compañía, que les tenía pinchado el teléfono; por último, cuando se lanzaba una comprobación de los saldos, la respuesta era del 100%, en pocas horas y siempre «de conformidad» con la contabilidad.

La función de los auditores no es descubrir fraudes. En el caso mencionado no encontraron ninguna evidencia y la estafa se descubrió por un cómplice descontento. La misión de los auditores es «emitir una opinión técnica» sobre si las cuentas de una organización representan fielmente la realidad. Para ello realizan un análisis sistemático de las operaciones, utilizando técnicas que les llevan a comprobar su razonabilidad, teniendo en cuenta los riesgos presentes. Tanto en el sector público como en el privado, utilizan muestreos y otras técnicas estadísticas, pero sobre todo principios y normas contables.

La auditoría es necesaria para rechazar la manipulación de la contabilidad creativa. De inmediato evocamos el «caso Enron», que se llevó por delante a la primera compañía energética del mundo y arrastró a sus auditores, por silenciar el empleo de una técnica tan agresiva como anticipar los ingresos futuros. Cuando Enron firmaba un contrato de suministro, registraba de un golpe los beneficios previstos, sin repartirlos a lo largo de la vida del servicio. Los auditores debieron oponerse a este maquillaje.

En España, la próxima redacción del delito contable, que se discute en el Congreso, impone a los auditores las mismas penas que a los administradores cuando, incumpliendo sus obligaciones y «conociendo la falsedad de las cuentas anuales», emitan informe favorable sobre ellas. Hasta ahora no figuraban entre los posibles autores del delito y pasan de avalar la fiabilidad de los estados contables a ser garantes de su veracidad. De ahí los exigentes controles de calidad de las corporaciones profesionales a sus colegiados.

Por esa razón, los auditores no tienen más remedio que descender a los infiernos para comprobar, por sí mismos, las cantidades que aparecen en la contabilidad. Es el caso del inventario, que suelen presenciar en los almacenes de la empresa. Al final de año, esta comprobación es una parte imprescindible de su trabajo, fecundo en anécdotas por la dificultad de contar miles de gallinas, ovejas, cerdos...

La variedad de entornos a que se enfrenta el auditor hace que sea un campo fructífero para aquellos jóvenes licenciados deseosos de adquirir experiencia. Ricardo Loy, maestro de varias generaciones de profesionales, suele contar que entre los inventarios más extraños en los que participó se encontraba una planta de acuicultura, subvencionada por la Unión Europea: «¿Cómo se pueden contar los dichosos rodaballos? ¿Vaciando la piscifactoría?».

Un amigo, Fernando Álvarez, recuerda de su época de auditor las hojas de trabajo del muestreo en cámaras frigoríficas. Las primeras líneas con letra clara e impoluta, «pero a medida que pasaba el tiempo y tu temperatura también caía, la letra no la entendía nadie a causa de la tiritona». Sin embargo, su tarea más difícil fue valorar las existencias del carísimo semen de toro, en una asociación de criadores de vaca autóctona.

Puede resultar más interesante el inventario de una bodega y exigir probar algunos de los productos, buscando «evidencia justificativa de nuestra opinión». El auditor debe despejar sus dudas, lo que no está exento de dificultades. Todavía recuerdo mis discusiones con un escéptico interventor que no se creía que cientos de metros del costoso cable de fibra óptica estaban enterrados bajo el campus.

No me extrañan estos recelos. Un veterano profesor de nuestra querida Facultad de Química me confesaba que en los años setenta abundaba la disociación entre la España real y la oficial, y era frecuente pagar a los ayudantes con «dinero de calefacción». En otros casos, había presupuesto para microscopios pero no para reactivos. Como no era posible usar unos sin los otros, la práctica les llevaba a «inventariar» dos microscopios, uno de ellos milagrosamente convertido en reactivos. En cierta ocasión, cuando el interventor se presentó a su sorpresiva «recepción», el académico manifestó que estaban entre el tercer piso y el sótano. En el itinerario, que se intentaba prolongar lo más posible, un ágil y veloz becario trasladaba el equipo. Hoy las etiquetas adhesivas evitan estos sofocos.

Antonio Arias Rodríguez es síndico de Cuentas del Principado de Asturias.